/ miércoles 7 de agosto de 2024

Reforma judicial y equilibro de poderes

Por Rafael Estrada Michel


Toda reforma que pretenda incidir en un mayor, eficiente y eficaz acceso a la Justicia debe ser bienvenida en un país en el que las mayorías tradicionalmente se han hallado excluidas de tan vital servicio público.

Ahora bien, precisamente porque se trata de tutelar derechos fundamentales de quienes habitamos México es que debe cuidarse que las propuestas que ahora mismo se discuten no lesionen el entramado de una división de potestades que nos ha costado décadas instrumentar y poner en efectiva práctica más allá de pomposas proclamaciones normativas.

En referencia a quienes juzgan, el equilibro de poderes se debe traducir en independencia para seguir el criterio legal propio y para dictar las resoluciones que la conciencia del juez estime más apegadas a la imparcialidad y a la regularidad constitucional. Si una propuesta lastima esta posibilidad debe ser rechazada o reformulada.

Someter a la Judicatura a la presión del escrutinio electoral y a la de mantener sus posiciones a través de sucesivas reelecciones suena bien, pero tal vez no sea una idea óptima.

Los incentivos para que ministros, magistrados y jueces comiencen, como se dice coloquialmente, a torear para los tendidos, se hallarán perversamente alineados tan pronto como se les obligue a participar en elecciones populares. Ya lo vivimos en 1836 y 1857, sin más resultado que la sustitución de la voluntad del pueblo, imposible elector, por la del señor presidente Santa Anna, Bustamante, González o Díaz.

Quien realiza la difícil labor de juzgar debe tener claro que no tiene porqué agradar a nadie (mucho menos a quien lo propuso para el cargo) sino que su obligación es hallar la solución más justa al caso concreto en el marco de un orden, el constitucional, que se estima superior a veleidades partidistas, de intereses económicos o de fortalezas fácticas. Su labor es solitaria y frecuentemente incomprendida. No es, no es deseable que sea, un rock star.

Se pretende también, con la iniciativa que se discute, poner por encima del personal judiciario a un tribunal disciplinario encargado de sancionar a quienes, al juzgar, coloquen su conciencia y su saber por encima del difuso e inasible interés público.

La cuestión es complicada y ha tratado de solucionarse desde hace siglos, sin que los órganos pesquisidores e intocables que se han puesto en funcionamiento hayan servido para algo más que para sentirse superiores a los Tribunales Superiores. Someter a las personas que juzgan a la obligación de aplicar exactamente las leyes generales y abstractas a los casos peculiares y concretos suena, de nuevo, bien, pero no sólo no es buena idea sino que resulta de imposible aplicación: aplicar la ley en sus términos literales se traduce casi siempre en renunciar a la Justicia y al Derecho.

El Derecho es complejidad, contexto e interpretación. No hay, en realidad, casos fáciles, y en los asuntos que se desenvuelven en los tribunales siempre hallamos más de una posición encontrada y discutible que requiere largas horas de estudio y reflexión. Hacer del juez la boca flaca, inerte y robótica de la voluntad legislativa resulta reduccionista y empobrecedor.

Creer que su experiencia no importa a la hora de integrar el orden jurídico a base de resoluciones correctamente argumentadas implica negar uno de los capitales humanos más valiosos con los que contamos. Someter a quien juzga a pesquisas que partan de la sospecha de que sus pensamientos delinquen terminará por excluir a los audaces y someter a los cobardes. En ambos casos, la división de poderes quedará dañada, la imparcialidad judicial se tornará imposible y el acceso a la Justicia quedará como uno más de nuestros seculares anhelos inacabados.

Si se quiere pensar en ampliar la estrecha puerta por la que hoy por hoy transita la Justicia vayamos perfeccionando la carrera judicial -una de las pocas áreas de servicio civil que funciona en la República-, extendamos su benéfica influencia a fiscalías y defensorías públicas, estructuremos un modelo funcional de formación, capacitación y certificación de quienes operan el Derecho (incluyendo a juristas privados, peritos e investigadores policiales), profundicemos en las capacidades de control constitucional de nuestros altos tribunales lo mismo a nivel federal que local y, sobre todo, no permitamos regresiones decimonónicas como aquella que pretende volver a los efectos relativos de las sentencias de Amparo contra leyes, que sería tanto como volver a los aciagos tiempos en que sólo quien podía pagar los servicios de un carísimo amparista lograba verse beneficiado con la declaración de inconstitucionalidad que sobre una norma se sirviera dictar un juez (sí: un juez tutelar de derechos humanos).

Así como no hay razón para tolerar los excesos voluntaristas y politizados de una Judicatura mal formada e inexperta, tampoco se debe apostar por tornar a modelos de facultades exacerbadas para Legislaturas y Ejecutivos. En la sana y equilibrada división de poderes está la clave. Todo lo demás resultara en apacentarse con viento y, muy probablemente, en heredarlo.

Abogado por la Escuela Libre de Derecho, diplomado en Antropología Jurídica por la Escuela Nacional de Antropología e Historia, grado en Derecho Constitucional y doctor en Derecho por la Universidad de Salamanca.


Por Rafael Estrada Michel


Toda reforma que pretenda incidir en un mayor, eficiente y eficaz acceso a la Justicia debe ser bienvenida en un país en el que las mayorías tradicionalmente se han hallado excluidas de tan vital servicio público.

Ahora bien, precisamente porque se trata de tutelar derechos fundamentales de quienes habitamos México es que debe cuidarse que las propuestas que ahora mismo se discuten no lesionen el entramado de una división de potestades que nos ha costado décadas instrumentar y poner en efectiva práctica más allá de pomposas proclamaciones normativas.

En referencia a quienes juzgan, el equilibro de poderes se debe traducir en independencia para seguir el criterio legal propio y para dictar las resoluciones que la conciencia del juez estime más apegadas a la imparcialidad y a la regularidad constitucional. Si una propuesta lastima esta posibilidad debe ser rechazada o reformulada.

Someter a la Judicatura a la presión del escrutinio electoral y a la de mantener sus posiciones a través de sucesivas reelecciones suena bien, pero tal vez no sea una idea óptima.

Los incentivos para que ministros, magistrados y jueces comiencen, como se dice coloquialmente, a torear para los tendidos, se hallarán perversamente alineados tan pronto como se les obligue a participar en elecciones populares. Ya lo vivimos en 1836 y 1857, sin más resultado que la sustitución de la voluntad del pueblo, imposible elector, por la del señor presidente Santa Anna, Bustamante, González o Díaz.

Quien realiza la difícil labor de juzgar debe tener claro que no tiene porqué agradar a nadie (mucho menos a quien lo propuso para el cargo) sino que su obligación es hallar la solución más justa al caso concreto en el marco de un orden, el constitucional, que se estima superior a veleidades partidistas, de intereses económicos o de fortalezas fácticas. Su labor es solitaria y frecuentemente incomprendida. No es, no es deseable que sea, un rock star.

Se pretende también, con la iniciativa que se discute, poner por encima del personal judiciario a un tribunal disciplinario encargado de sancionar a quienes, al juzgar, coloquen su conciencia y su saber por encima del difuso e inasible interés público.

La cuestión es complicada y ha tratado de solucionarse desde hace siglos, sin que los órganos pesquisidores e intocables que se han puesto en funcionamiento hayan servido para algo más que para sentirse superiores a los Tribunales Superiores. Someter a las personas que juzgan a la obligación de aplicar exactamente las leyes generales y abstractas a los casos peculiares y concretos suena, de nuevo, bien, pero no sólo no es buena idea sino que resulta de imposible aplicación: aplicar la ley en sus términos literales se traduce casi siempre en renunciar a la Justicia y al Derecho.

El Derecho es complejidad, contexto e interpretación. No hay, en realidad, casos fáciles, y en los asuntos que se desenvuelven en los tribunales siempre hallamos más de una posición encontrada y discutible que requiere largas horas de estudio y reflexión. Hacer del juez la boca flaca, inerte y robótica de la voluntad legislativa resulta reduccionista y empobrecedor.

Creer que su experiencia no importa a la hora de integrar el orden jurídico a base de resoluciones correctamente argumentadas implica negar uno de los capitales humanos más valiosos con los que contamos. Someter a quien juzga a pesquisas que partan de la sospecha de que sus pensamientos delinquen terminará por excluir a los audaces y someter a los cobardes. En ambos casos, la división de poderes quedará dañada, la imparcialidad judicial se tornará imposible y el acceso a la Justicia quedará como uno más de nuestros seculares anhelos inacabados.

Si se quiere pensar en ampliar la estrecha puerta por la que hoy por hoy transita la Justicia vayamos perfeccionando la carrera judicial -una de las pocas áreas de servicio civil que funciona en la República-, extendamos su benéfica influencia a fiscalías y defensorías públicas, estructuremos un modelo funcional de formación, capacitación y certificación de quienes operan el Derecho (incluyendo a juristas privados, peritos e investigadores policiales), profundicemos en las capacidades de control constitucional de nuestros altos tribunales lo mismo a nivel federal que local y, sobre todo, no permitamos regresiones decimonónicas como aquella que pretende volver a los efectos relativos de las sentencias de Amparo contra leyes, que sería tanto como volver a los aciagos tiempos en que sólo quien podía pagar los servicios de un carísimo amparista lograba verse beneficiado con la declaración de inconstitucionalidad que sobre una norma se sirviera dictar un juez (sí: un juez tutelar de derechos humanos).

Así como no hay razón para tolerar los excesos voluntaristas y politizados de una Judicatura mal formada e inexperta, tampoco se debe apostar por tornar a modelos de facultades exacerbadas para Legislaturas y Ejecutivos. En la sana y equilibrada división de poderes está la clave. Todo lo demás resultara en apacentarse con viento y, muy probablemente, en heredarlo.

Abogado por la Escuela Libre de Derecho, diplomado en Antropología Jurídica por la Escuela Nacional de Antropología e Historia, grado en Derecho Constitucional y doctor en Derecho por la Universidad de Salamanca.