La semana pasada UNESCO organizó un gran evento a nivel mundial llamado “Por un internet confiable”, en donde se discutió acerca de cómo impulsar principios para regular a las plataformas digitales ante los desafíos de la desinformación, con base en los derechos humanos y libertad de expresión. En el evento participaron representantes de la industria y de muchas de las grandes plataformas digitales (Google, Microsoft, Meta, TikTok, aunque no de Twitter, por ejemplo), de grupos y asociaciones de periodistas, académicos, miembros de organizaciones sociales y de gobiernos.
Entre los grandes retos están definir con claridad aquello sobre lo que se debe regular. El énfasis se puso en la necesidad de hacer más transparentes los procesos y las políticas internas de las plataformas para entender mejor cómo funcionan sus algoritmos, evalúan los riesgos, moderan sus contenidos, deciden qué cosas bajar de sus redes, qué tipo de cuentas suspender o cancelar, cómo aplican sus propias políticas y, si colaboran, o no, con terceros para supervisar y auditar estos procesos y prácticas. El tema de los contenidos, en cambio, resultó mucho más polémico. Está claro que hay contenidos considerados ilícitos en el derecho internacional, pero hay otros que, no siéndolo, pueden causar daño. El problema es establecer criterios rígidos de alcance global que, bajo el pretexto de reducir la desinformación, pudieran ser utilizados para restringir la libertad de expresión. Algo debe hacerse, desde luego, pero habrá que considerar contextos, alcances, temas, y públicos, por lo menos.
Lo que quedó claro es que cualquier intento de regulación debe seguir un camino más bien de co-regulación en el que participen las propias plataformas al lado de gobiernos, academia, expertos y organizaciones de la sociedad civil. Todos con responsabilidades diferenciadas. Este es, en cierto modo, el camino que ya ha trazado la regulación propuesta en la Unión Europea mediante la Ley de Servicios Digitales y el Código de Prácticas sobre Desinformación. Sin embargo, cuando se habla de desinformación, no necesariamente son iguales los retos de los países del Norte que los de regiones como América Latina, Asia y África y es aquí donde debemos ser cuidosos al hablar de lo que es conveniente regular.
Muchos de los organismos dedicados a mapear la desinformación en Europa y Estados Unidos (desde el European Digital Media Observatory, hasta el Global Disinformation Index, pasando por el Global Engagement Center) señalan que, en el último año, la desinformación –la información falsa que busca intencionadamente causar un daño público con fines políticos o económicos—se ha concentrado fundamentalmente en áreas específicas, como la relativa al COVID, la guerra en Ucrania, y los procesos electorales y, en menor medida, en la difusión de teorías de conspiración. Dos de las principales causas de que esto suceda tienen que ver con una disminución de la confianza en la clase política y en la credibilidad en los medios tradicionales.
Desde luego, estos dos aspectos también están presentes en países de América Latina, Asia y África aunque, en estos casos, son resultado de procesos distintos de los que ocurren en los países del Norte y que responden a seis factores de nuestras regiones: la debilidad relativa de sus sociedades civiles; la precariedad laboral del periodismo; la estrecha cercanía que usualmente existe entre grupos políticos y élites mediáticas; los retos que justo por lo anterior tiene la función de vigilancia (watchdog) del periodismo; la debilidad institucional de mecanismos que obliguen a rendir cuentas a sus clases dirigentes; y, los muchos recursos con que cuentan los grupos gobernantes para influir en fijar la agenda e incidir en el debate público.
En este contexto, la desinformación, no se circunscribe a ciertos temas como en algunos países del Norte, sino que puede ser parte de las disputas por la narrativa entre distintos grupos en lucha por el poder, en donde los mismos gobiernos pueden ser fuentes de desinformación también. Por eso, al hablar de regulación, sin duda hay que impulsar mecanismos para que las plataformas sean más transparentes y responsables para acotar la desinformación. Una clave puede estar en la co-regulación. En nuestros países, ello implica ser muy conscientes de nuestros contextos y no abrir la puerta a una regulación que, aprovechada por intereses políticos, terminen por utilizarla para limitar los derechos humanos y la libertad de expresión.