Supongo que para quienes ya no nos cocemos ni con el tercer hervor, como me ocurre a mí, esta época del año es siempre agridulce. Del feliz país de mi infancia guardo intactas las navidades que disfrutamos mi hermano y yo cuando vivía papá; él y mamá hacían un equipo formidable para crear magia en esa época del año. Llegando el quince de diciembre, nos esperaba, la tradicional posada —tradición que se ha ido perdiendo— con su significado: el peregrinar de María y José desde su salida de Nazareth y su llegada a Belén, donde nace el niño Jesús en un humilde establo. Las posadas eran algo que esperábamos todo el año. Mi papá compraba siempre una enorme piñata de estrella que llenaba de tejocotes, cañas de azúcar, mandarinas y cacahuates. Los niños de mis tiempos se emocionaban recogiendo tanta fruta como podían una vez que se rompía y conseguir una de las puntas de la estrella, era un trofeo de gran valor donde guardar el preciado botín conseguido tras haberse abalanzado y arrastrado con rapidez una vez que la piñata se rompía.
Se pedía posada cargando a los peregrinos, cantando y con velitas encendidas. Concedida la posada, se servían ponche y tamalitos. Había luces de bengala y los invitados se iban con su canastita de colación.
Luego venía la puesta del árbol y del nacimiento. Nosotros los comprábamos en el mercado de Romero de Terreros y Avenida Coyoacán. En una tlapalería llamada El gallito se adquirían series de luces preciosas. Recuerdo unas que tenían un tubo con un líquido de colores unidos a los foquitos y, cuando se calentaban, burbujeaban y eran todo un espectáculo. Cada año también añadíamos esferas. No había como hoy tanta variedad de adornos, se adquirían esferas tradicionales que sufrían bajas inevitables. Muchas luces era el secreto para que él árbol luciera, según mi mamá que era la valiente que se trepaba para montar las series, mientras mi papá le detenía la escalera y nosotros los mirábamos como si fueran artistas de nuestro circo
particular.
El nacimiento era más importante que el árbol. Mi papá recreaba montañas con papel minagris, desierto con arena que había traído de Acapulco, cascada y lago… casas para los pastores, la estrella de oriente que guió a los Reyes Magos y el portal con la Virgen María, san José y el niño, la vaca, el burro y el buey. Mi hermano y yo, poníamos todo lo demás y lo disfrutábamos muchísimo.
La cena preparada por mi mamá era todo un acontecimiento gastronómico: crema de almendra, bacalao, pavo relleno con su gray y su salsa de arándano y de postre, peladillas, turrones y mazapanes. A la mesa siempre mis tíos Paco y Gela, mi prima Lita y luego su hermana Cristina e invariablemente algún amigo que no tenía cerca a su familia. Era noche de desvelarse, sobre todo, porque siempre queríamos sorprender a Santa Claus mientras descendía por la enorme chimenea de la sala, pero podíamos ver sus huellas desde ahí hasta el árbol y mientras se nos latía fuerte el corazón maravillado.
Nada hasta ahora iguala a la emoción de encontrar los regalos apenas amanecía el día 25. Nada se compara con el amor, la armonía y la alegría que solamente se presenta en Navidad, época propicia para el perdón, la humildad, la caridad (en su sentido real que es el amor) y la generosidad.
A todos mis queridos lectores les deseo una maravillosa Navidad llena de regalos espirituales, de salud y de felicidad.
andreacatano@gmail.com