El gobierno del expresidente Enrique Peña Nieto (2012-2018) tiene un lugar en la historia como el acto fallido de una clase política con un pésimo diagnóstico sobre el país. La encarnación más decadente del estilo personal priísta de gobernar, forjado por décadas en su enclave emblemático, el Estado de México, con apego a dos frases simples: “en política, lo que se paga con dinero sale barato”, y “un político pobre es un pobre político”.
En un nuevo, patético esfuerzo por presentarse como lo que nunca ha podido ser -un político digno-, Peña decidió encarar el cierre del gobierno López Obrador con su terca decisión de seguir defraudando a todos aquellos que lo creyeron el rostro de un nuevo PRI, cuando en realidad se trató siempre de un personaje ensimismado en liviandades; un mandatario incapaz de tomar decisiones, incluso de dar la cara en una reunión privada sin la presencia de su principal consejero áulico, Luis Videgaray, dueño de su voluntad por al menos tres lustros.
Esto ha quedado de manifiesto nuevamente porque el mexiquense emprendió una especie de falsa expiación mediante una serie de entrevistas que forman un reciente libro, oportuno y de recomendable lectoría, del periodista Mario Maldonado.
La obra exhibe al líder de barro de un partido al que llevó a su virtual extinción; que indujo la imposición del peor de sus dirigentes en el pasado reciente, Alejandro Moreno, en un esfuerzo por congraciarse con el presidente López Obrador. Y que ahora lanza a éste una montaña de guiños corteses para regresar a México (acaso en julio, en su cumpleaños 57) bajo su manto de impunidad y liberarse del su autoexilio en Madrid, donde debe aburrirse como ostra después de años de frivolidades y dispendios, que no cree necesario explicar porque simplemente su naturaleza no se lo permite.
Luce urgido Peña en deslindarse de la principal némesis del político tabasqueño: Felipe Calderón, al que ayudó, desde la gubernatura mexiquense (2005-2011), a conquistar la presidencia en 2006, con dos propósitos concretos: descarrilar a López Obrador y sepultar la campaña de su propio adversario interno, el entonces aspirante priísta Roberto Madrazo -quien quedó marcado por una votación de 22% y el tercer lugar del PRI por vez primera en su historia. Como creo demuestra un libro de mi autoría, son prolijos los indicios de que el triunfo electoral y el gobierno Calderón exhibieron las huellas digitales de su sucesor en Los Pinos.
El autorretrato que ofrece Peña Nieto con sus testimonios constituye un tributo a su incansable impostura sobre el joven y disciplinado político formado por la mano del socarrón gobernador Arturo Montiel (1999-2005) para marchar en forma avasalladora hasta Palacio gracias a su encanto personal. En realidad, lo que logró estuvo montado en carretadas de dinero del erario para maquillar los hoyos negros de su traumática historia política y familiar, así como sus gustos extravagantes sufragados con fondos públicos. Y como cereza del pastel, una pareja surgida del mundo de las telenovelas a la que descartó en las primeras vueltas del sexenio y humilló para que lo defendiera, mediante sus destrezas de actriz, con el ridículo guion de la “Casa Blanca”.
En su personal versión, Peña es una grácil ave que voló sin rozarlo sobre el pantano de los mayores escándalos en su gobierno: Odebrecht, las “casas blancas” de Miguel Osorio y el propio Videgaray, sus principales operadores; los latrocinios de los gobernadores que impulsó; Ayotzinapa, la Estafa Maestra …
Peña Nieto confiesa que decidió autoexiliarse (no por una convicción política, sino para protegerse y salvaguardar su patrimonio personal) tras el arresto del abogado Juan Collado, señalado como prestanombres de múltiples políticos, el expresidente entre ellos, para disfrazar sus fortunas en paraísos fiscales; el favorito, Andorra, donde la presión pública obligó a que esa cloaca podrida desbordara una fetidez que acompaña todavía nuestra vida pública.
“La historia detrás del desastre. Crónica de una herencia envenenada” (Grijalbo, 2019).