El affaire Nuevo León, caracterizado por la inmadurez e incapacidad política de su principal actor, nos arroja diferentes lecciones. Una de ellas es la urgente necesidad de garantizar un relevo generacional en la clase gobernante con cuadros lo suficientemente preparados para evitar tropezones como los protagonizados por el ex aspirante presidencial de Movimiento Ciudadano, Samuel García.
Apena que figuras como las del gobernador regiomontano sean asociadas a quienes, a temprana edad, buscan incursionar en el servicio público. De ninguna manera García Sepúlveda puede abanderar la nueva forma de hacer política y mucho menos ser referente para quienes pretenden arrojarse a la arena electoral en busca de un cargo de elección popular.
La juventud no debe ser objeto de improvisación y ocurrencias en un contexto en el que las redes sociales pretenden convertir a la política en un espectáculo frívolo con el que se intenta generar cercanía con los potenciales electores, más allá del necesario debate de propuestas. Hay muchos ejemplos que así lo acreditan.
Si se hace una revisión de la historia de México en el siglo XX, dos casos pueden ser ilustrativos de que ser joven no coincide de ninguna forma con el concepto de quehacer público que enarbolan personajes como Samuel García.
El primero de ellos es Lázaro Cárdenas, quien a los 40 años fue elegido presidente de la República, después de haber fungido como gobernador de su natal Michoacán a los 32 años y, posteriormente, secretario de Gobernación en la administración de Pascual Ortiz Rubio.
En ningún momento la juventud fue un impedimento para que Cárdenas del Río ejerciera uno de los gobiernos del México posrevolucionario con mayor visión e importantes legados, como lo fue la expropiación petrolera en 1938.
Otro caso singular fue el de Carlos Salinas de Gortari, en circunstancias completamente diferentes a las que le tocó vivir al General Cárdenas. Formado en una familia encabezada por el político Raúl Salinas Lozano, su padre, el economista mexicano ganó las elecciones para la Presidencia de la República de 1988, a los 39 años de edad. Anteriormente, a sus escasos 32, ya había ocupado la Secretaría de Programación y Presupuesto, dependencia hoy desaparecida, encargada de administrar los recursos públicos.
La juventud de Carlos Salinas, su sólida preparación y los vientos de cambio que soplaban en el mundo en la recta final del siglo pasado nutrieron la visión liberal y de apertura económica que dieron al entonces mandatario los elementos necesarios para la incursión de México en el mercado comercial más importante de ese entonces, a través de la firma del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá.
Con este nuevo instrumento, México se inscribía en el escenario global como un actor confiable que adquiría mayor relevancia política y peso económico. En este caso, la medianía de edad jamás representó un freno para la toma de decisiones de un servidor público que, guste o no, cambió el rumbo de la nación.
Ahora, en la tercera década del siglo XXI, México enfrenta el serio desafío de poner al día su proyecto de nación, por lo que requerirá, en el muy corto plazo formar cuadros que asuman el pase de estafeta que los nuevos tiempos nos exigen ya. Lo ocurrido en Nuevo León en los días recientes muestra claramente que esta realidad es aún asignatura pendiente.
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