/ sábado 24 de agosto de 2024

Sheinbaum/Curiel: su mapa del poder cultural

Buena parte de nuestra comprensión del poder cultural viene de la segunda mitad del siglo XX. Plagado de episodios que aún distan por agotarse, en esa etapa del sector cultural fueron protagonistas, por un lado, numerosos creadores e intelectuales y, por otro, los gobiernos priistas, estando de por medio la UNAM y un pequeño pero sobresaliente grupo de empresarios.

En el libro Estrella de dos puntas. Octavio Paz y Carlos Fuentes: crónica de una amistad, de Malva Flores (Ariel, 2020), hay un collar de perlas que ilustra el fenómeno que mutaría en la última década del siglo pasado.

Citemos, por ejemplo, cuando hacia septiembre de 1964, en una carta, Fuentes interroga a Paz, como colegas del Servicio Exterior, sobre ciertos rumores de que sería nombrado subsecretario de Cultura de la SEP. Le responde el 25 de ese mes: “Ya sabes que a mí no me interesan los altos puestos y que siento cierto escepticismo ante las labores culturales de la burocracia. No creo en el fomento estatal de la cultura o, más bien, de la creación artística”.

En otra perla, Jaime García Terrés, quien escribió en la revista Plural “Los escritores y la política”, en octubre de 1972, veía tres caminos: “Callar, apoyar al régimen o bien rechazarlo”, pero se inclinaba por una postura flexible: “Raro es el escritor que vive de sus regalías, sin ligas directivas o indirectas con el Estado: a menudo la alternativa reside en vincularse al capitalismo privado, lo cual tampoco depara garantía de independencia”.

En el collar, Carlos Monsiváis hizo su aporte. En un texto de 1975, en la revista La Cultura en México, escribió: “En un país donde, para el sector de la cultura, el Estado ha sido todo ¿cuánto tiempo es posible vivir lejos de su sombra bienhechora?”. Eso lo aprendieron las llamadas “capillas culturales” las cuales, con las excepciones del caso, persistieron en un maridaje, no exento de encontronazos, con los detentadores del poder en los distintos niveles de gobierno y con el empresariado.

Así es, el poder cultural siempre se acompaña de dinero. Es por ello que a partir del gobierno de Carlos Salinas se empoderan empresarios, negocios y organizaciones donatarias que amplían el desarrollo cultural. En el caso de los consorcios, nacionales como extranjeros, han consolidado su participación económica a la vez que simbólica en el sector. Sin contratiempos han circulado del dominio del PRI al de cualquiera de los partidos gobernantes. Y han sabido elegir sus alianzas con la comunidad cultural.

También con contados sucesos generadores de tensión con las estructuras gubernamentales como empresariales, las universidades públicas, destacadamente, y las privadas incrementaron sorprendentemente su poder cultural. No hay entidad federativa sin este elemento constitutivo de la gobernanza local e incluso regional que incluye, por supuesto, liderazgos de carne y hueso.

El poder cultural recibió el espaldarazo del siglo XXI con tres fenómenos disruptivos. El generacional, con una camada de celebridades que innovaron el diálogo con el sistema político y sus instituciones como con el ámbito empresarial. De manera paralela el arrasador influjo de las tecnologías multiplicó las interlocuciones públicas dotadas de gran influencia.

Un tercer acontecimiento en el acomodo de una fisonomía distinta del poder cultural llegó en 2018 con la presidencia de AMLO. Lo que mandatarios como Cárdenas, López Mateos, Echeverría, López Portillo y Salinas hicieron del sistema cultural nada tiene que ver con López Obrador.

Aunque abreve como los otros presidentes del nacionalismo que dejó la Revolución, en seis años volcó gran parte del sentido del poder cultural. Lo mantuvo a distancia suya, de las instituciones de gobierno, en cualquiera de sus manifestaciones y con relación a la mayoría de los actores del sector cultural.

No por ello dejó de dar medios al núcleo afín e hizo prevalecer una suerte de noción de política cultural historicista, como bien interpreta Eduardo Nivón. Optó por dejar seguir su camino a los empresarios metidos en la cultura y heredará una secretaría que tendrá que fijar el “segundo piso” del poder cultural.

Con una edad propia de la cauda disruptiva, Claudia Curiel tiene el desafío de reconocer el proceso histórico del poder cultural. De lo que fue, de lo que es, de lo que hereda, de lo que imprimirá en el sexenio. Ya veremos si su jefa Claudia Sheinbaum le brinda lo necesario para que ambas muestren el talante de sus alcances en el mapa.

Buena parte de nuestra comprensión del poder cultural viene de la segunda mitad del siglo XX. Plagado de episodios que aún distan por agotarse, en esa etapa del sector cultural fueron protagonistas, por un lado, numerosos creadores e intelectuales y, por otro, los gobiernos priistas, estando de por medio la UNAM y un pequeño pero sobresaliente grupo de empresarios.

En el libro Estrella de dos puntas. Octavio Paz y Carlos Fuentes: crónica de una amistad, de Malva Flores (Ariel, 2020), hay un collar de perlas que ilustra el fenómeno que mutaría en la última década del siglo pasado.

Citemos, por ejemplo, cuando hacia septiembre de 1964, en una carta, Fuentes interroga a Paz, como colegas del Servicio Exterior, sobre ciertos rumores de que sería nombrado subsecretario de Cultura de la SEP. Le responde el 25 de ese mes: “Ya sabes que a mí no me interesan los altos puestos y que siento cierto escepticismo ante las labores culturales de la burocracia. No creo en el fomento estatal de la cultura o, más bien, de la creación artística”.

En otra perla, Jaime García Terrés, quien escribió en la revista Plural “Los escritores y la política”, en octubre de 1972, veía tres caminos: “Callar, apoyar al régimen o bien rechazarlo”, pero se inclinaba por una postura flexible: “Raro es el escritor que vive de sus regalías, sin ligas directivas o indirectas con el Estado: a menudo la alternativa reside en vincularse al capitalismo privado, lo cual tampoco depara garantía de independencia”.

En el collar, Carlos Monsiváis hizo su aporte. En un texto de 1975, en la revista La Cultura en México, escribió: “En un país donde, para el sector de la cultura, el Estado ha sido todo ¿cuánto tiempo es posible vivir lejos de su sombra bienhechora?”. Eso lo aprendieron las llamadas “capillas culturales” las cuales, con las excepciones del caso, persistieron en un maridaje, no exento de encontronazos, con los detentadores del poder en los distintos niveles de gobierno y con el empresariado.

Así es, el poder cultural siempre se acompaña de dinero. Es por ello que a partir del gobierno de Carlos Salinas se empoderan empresarios, negocios y organizaciones donatarias que amplían el desarrollo cultural. En el caso de los consorcios, nacionales como extranjeros, han consolidado su participación económica a la vez que simbólica en el sector. Sin contratiempos han circulado del dominio del PRI al de cualquiera de los partidos gobernantes. Y han sabido elegir sus alianzas con la comunidad cultural.

También con contados sucesos generadores de tensión con las estructuras gubernamentales como empresariales, las universidades públicas, destacadamente, y las privadas incrementaron sorprendentemente su poder cultural. No hay entidad federativa sin este elemento constitutivo de la gobernanza local e incluso regional que incluye, por supuesto, liderazgos de carne y hueso.

El poder cultural recibió el espaldarazo del siglo XXI con tres fenómenos disruptivos. El generacional, con una camada de celebridades que innovaron el diálogo con el sistema político y sus instituciones como con el ámbito empresarial. De manera paralela el arrasador influjo de las tecnologías multiplicó las interlocuciones públicas dotadas de gran influencia.

Un tercer acontecimiento en el acomodo de una fisonomía distinta del poder cultural llegó en 2018 con la presidencia de AMLO. Lo que mandatarios como Cárdenas, López Mateos, Echeverría, López Portillo y Salinas hicieron del sistema cultural nada tiene que ver con López Obrador.

Aunque abreve como los otros presidentes del nacionalismo que dejó la Revolución, en seis años volcó gran parte del sentido del poder cultural. Lo mantuvo a distancia suya, de las instituciones de gobierno, en cualquiera de sus manifestaciones y con relación a la mayoría de los actores del sector cultural.

No por ello dejó de dar medios al núcleo afín e hizo prevalecer una suerte de noción de política cultural historicista, como bien interpreta Eduardo Nivón. Optó por dejar seguir su camino a los empresarios metidos en la cultura y heredará una secretaría que tendrá que fijar el “segundo piso” del poder cultural.

Con una edad propia de la cauda disruptiva, Claudia Curiel tiene el desafío de reconocer el proceso histórico del poder cultural. De lo que fue, de lo que es, de lo que hereda, de lo que imprimirá en el sexenio. Ya veremos si su jefa Claudia Sheinbaum le brinda lo necesario para que ambas muestren el talante de sus alcances en el mapa.