/ domingo 14 de julio de 2024

Sus privilegios y los nuestros. El saldo de los baby boomers

Hace unos días se publicó en Letras Libres la traducción de un texto escrito por Michael Ignatieff y titulado “La historia de mis privilegios”. Se trata de un texto que abarca la perspectiva de los nacidos en la posguerra, entre 1945 y 1960, desde el enfoque de los privilegios que permitieron a esa generación afianzar su riqueza, poder, esquemas legales y narrativas hegemónicas a lo largo del siglo XX. Por supuesto, es la perspectiva de unos pocos, de aquellos que, justamente como señala Ignatieff, han transferido a sus hijos en Estados Unidos esa riqueza de 84 billones de dólares de la que se vanagloria la clase media blanca norteamericana.

Podría interpretarse el texto como el epitafio adelantado de un hombre que narra sus hazañas de privilegio en medio de un mundo convulso, como hemos dicho, con cierta vanagloria, pero también con un mea culpa resultado del reproche de las generaciones posteriores, por el saldo innegable del fracaso de un capitalismo democrático que no ha logrado ni logrará alcanzar las promesas de igualdad y libertad mundial. Logró, eso sí, afianzar el poder de unos cuantos y cimentar la enorme brecha de desigualdad que existe entre el privilegio y aquellos que están fuera de la narrativa y que se han venido incluyendo a la fuerza mediante la guerra y la protesta.

Si algo hay que reconocer a Ignatieff es la capacidad de admitir desde la autocrítica aquella posición de privilegio que explica su propia vida y la de sus pares. El privilegio del hombre blanco, heterosexual, que vive en un país desarrollado y habla la lengua franca, que detenta el poder económico y político y que creció en el modelo tradicional de familia según el estándar de lo deseable para su época. Admite las limitaciones de su visión, del sueño de la democracia y la paz internacional que se fracturó con la llegada del neoliberalismo, contrario a las pretensiones mágicas y simplonas de Francis Fukuyama.

Es el dolor de una generación, el saldo de sus ventajas y oprobios. Las salidas desesperadas ante la crisis racial, ambiental y la desigualdad mundial y nacional. Lo que llegó a México son tan sólo espejismos de esa verdadera realidad de privilegio, aunque habría que hacer un ejercicio análogo de nuestra condición como grupo de clase media blanca en una realidad mucho más diversa y de mucho menos abundancia económica que la de Ignatieff. Desde esta perspectiva, la clase media mexicana de la generación de los baby boomers no es sino la performática del aspiracionismo.

Esas narrativas hegemónicas importadas de los países desarrollados han tenido graves consecuencias en una realidad tan dispar como la nuestra. Sólo la clase alta de nuestro país podría acercarse al derroche de Ignatieff y, sin embargo, la clase media mexicana se encuentra en el deseo permanente de llegar a ser algo que, probado está, es casi imposible de alcanzar. Es cierto que han detentado también el poder económico y político del país, sorteando un poco mediante las relaciones familiares y amiguismos, otro poco con las narrativas impuestas por los medios de comunicación, esa condición de privilegio.

Pero, así como en Estados Unidos el sueño del mundo perfecto únicamente blanco y heterosexual terminó por estallar, nuestro país no ha sido la excepción. Las luchas disidentes y el derrumbe de los grupos de poder están casi tallados en nuestra historia. No somos el país de colonos europeos que forjaron una nación a su alrededor, somos, al contrario, el país donde los llegados de España construyeron un horizonte jurídico de poderes impuestos, pero donde la raíz indígena y otras diversidades existieron y escribieron la historia, aunque siempre siendo los últimos al repartir el pastel.

Con todo, no debemos desdeñar que nuestra generación se ha visto, al menos en nuestro país, tocada por la conciencia del privilegio y la necesidad de su abolición. La lucha no ha sido fácil, pero al menos es innegable que en 2018 ganó la diversidad y el derrumbe del privilegio criollo de la clase alta mexicana que se aferraba a quedarse. Los de clase media están ahí, siguen aspirando a una posición brillante y comprando las narrativas de un mundo al que no pertenecen, pero también enarbolan las causas de la disidencia, desde la diversidad sexual hasta el feminismo, incluso los derechos de los pueblos originarios y afromexicanos a pesar de su caricaturesca folclorización.

En el mundo digital hemos, como generación, hecho bien poco. Sin embargo, trajimos al país la vanguardia computacional, todavía en cajas de IBM, y fuimos incorporando a nuestras profesiones la vida automatizada de los ordenadores. Es cierto que las redes sociales nos son muy ajenas, y que nos hemos introducido en ellas con bien poco éxito, limitándose nuestras redes a la comunicación con nuestros compañeros de generación, nuestros hijos y nuestros nietos. El saldo de la generación en este país es, igual que el de Ignatieff, agridulce, pero también indiscutible.

Hace unos días se publicó en Letras Libres la traducción de un texto escrito por Michael Ignatieff y titulado “La historia de mis privilegios”. Se trata de un texto que abarca la perspectiva de los nacidos en la posguerra, entre 1945 y 1960, desde el enfoque de los privilegios que permitieron a esa generación afianzar su riqueza, poder, esquemas legales y narrativas hegemónicas a lo largo del siglo XX. Por supuesto, es la perspectiva de unos pocos, de aquellos que, justamente como señala Ignatieff, han transferido a sus hijos en Estados Unidos esa riqueza de 84 billones de dólares de la que se vanagloria la clase media blanca norteamericana.

Podría interpretarse el texto como el epitafio adelantado de un hombre que narra sus hazañas de privilegio en medio de un mundo convulso, como hemos dicho, con cierta vanagloria, pero también con un mea culpa resultado del reproche de las generaciones posteriores, por el saldo innegable del fracaso de un capitalismo democrático que no ha logrado ni logrará alcanzar las promesas de igualdad y libertad mundial. Logró, eso sí, afianzar el poder de unos cuantos y cimentar la enorme brecha de desigualdad que existe entre el privilegio y aquellos que están fuera de la narrativa y que se han venido incluyendo a la fuerza mediante la guerra y la protesta.

Si algo hay que reconocer a Ignatieff es la capacidad de admitir desde la autocrítica aquella posición de privilegio que explica su propia vida y la de sus pares. El privilegio del hombre blanco, heterosexual, que vive en un país desarrollado y habla la lengua franca, que detenta el poder económico y político y que creció en el modelo tradicional de familia según el estándar de lo deseable para su época. Admite las limitaciones de su visión, del sueño de la democracia y la paz internacional que se fracturó con la llegada del neoliberalismo, contrario a las pretensiones mágicas y simplonas de Francis Fukuyama.

Es el dolor de una generación, el saldo de sus ventajas y oprobios. Las salidas desesperadas ante la crisis racial, ambiental y la desigualdad mundial y nacional. Lo que llegó a México son tan sólo espejismos de esa verdadera realidad de privilegio, aunque habría que hacer un ejercicio análogo de nuestra condición como grupo de clase media blanca en una realidad mucho más diversa y de mucho menos abundancia económica que la de Ignatieff. Desde esta perspectiva, la clase media mexicana de la generación de los baby boomers no es sino la performática del aspiracionismo.

Esas narrativas hegemónicas importadas de los países desarrollados han tenido graves consecuencias en una realidad tan dispar como la nuestra. Sólo la clase alta de nuestro país podría acercarse al derroche de Ignatieff y, sin embargo, la clase media mexicana se encuentra en el deseo permanente de llegar a ser algo que, probado está, es casi imposible de alcanzar. Es cierto que han detentado también el poder económico y político del país, sorteando un poco mediante las relaciones familiares y amiguismos, otro poco con las narrativas impuestas por los medios de comunicación, esa condición de privilegio.

Pero, así como en Estados Unidos el sueño del mundo perfecto únicamente blanco y heterosexual terminó por estallar, nuestro país no ha sido la excepción. Las luchas disidentes y el derrumbe de los grupos de poder están casi tallados en nuestra historia. No somos el país de colonos europeos que forjaron una nación a su alrededor, somos, al contrario, el país donde los llegados de España construyeron un horizonte jurídico de poderes impuestos, pero donde la raíz indígena y otras diversidades existieron y escribieron la historia, aunque siempre siendo los últimos al repartir el pastel.

Con todo, no debemos desdeñar que nuestra generación se ha visto, al menos en nuestro país, tocada por la conciencia del privilegio y la necesidad de su abolición. La lucha no ha sido fácil, pero al menos es innegable que en 2018 ganó la diversidad y el derrumbe del privilegio criollo de la clase alta mexicana que se aferraba a quedarse. Los de clase media están ahí, siguen aspirando a una posición brillante y comprando las narrativas de un mundo al que no pertenecen, pero también enarbolan las causas de la disidencia, desde la diversidad sexual hasta el feminismo, incluso los derechos de los pueblos originarios y afromexicanos a pesar de su caricaturesca folclorización.

En el mundo digital hemos, como generación, hecho bien poco. Sin embargo, trajimos al país la vanguardia computacional, todavía en cajas de IBM, y fuimos incorporando a nuestras profesiones la vida automatizada de los ordenadores. Es cierto que las redes sociales nos son muy ajenas, y que nos hemos introducido en ellas con bien poco éxito, limitándose nuestras redes a la comunicación con nuestros compañeros de generación, nuestros hijos y nuestros nietos. El saldo de la generación en este país es, igual que el de Ignatieff, agridulce, pero también indiscutible.