/ domingo 25 de agosto de 2024

Telarañas digitales / Contenido disruptivo en la red: entre la viralidad y el descontrol

Para estar seguros de nuestro impacto en la red, los indicadores aceptados son las reacciones a publicaciones y comentarios, el número de visualizaciones y el ánimo general que despierta la actividad. Es seguro que, si nos encontramos en una red social, buscaremos tener un impacto “positivo”, aunque solo sea en nuestro imaginario y relacionarnos con personas afines, quienes, en general, podrán ayudarnos a reafirmar nuestra identidad. Con todo, hay que aceptar que el equilibrio entre el buen ánimo de las publicaciones y el número de visualizaciones no siempre se logra.

La viralidad de lo negativo, lo grotesco, lo incómodo y lo estéril es un camino fácil hacia la fama, aunque puede tener consecuencias devastadoras. Para ser justos, gran parte del contenido que se viraliza por el mal recibimiento de los usuarios y a consecuencia de reacciones negativas, llega a la red de manera inintencionada. Los linchamientos digitales, accidentes, escenas “graciosas” o desagradables son, en general, producto de la intervención de uno de los millones de paparazi posmodernos que se la pasan buscando escenas llamativas a su alrededor para volver sus cuentas famosas y ganar vistas. Así se juega la existencia en el mundo virtual.

Esto tiene un lado positivo: abusos de autoridad, violencia, robos, discriminación y otras vejaciones se han vuelto públicas, permitiendo que se pueda castigar a los responsables, lo que probablemente no habría ocurrido en otros momentos de la historia, cuando la idea de la denuncia parecía jugar en contra de la víctima. La denuncia pública por medios virtuales ha demostrado sorprendentemente tener un buen recibimiento entre las autoridades y empresas, quienes implementan diferentes modos de manejo de crisis frente a la viralidad e impacto de los reclamos en las redes. Finalmente, en el caos de las identidades, triunfa una narrativa dominante en la que no caben las minorías de manera genuina.

Pero frente a la legítima denuncia pública, también hay otros tipos de contenido, la mayoría de las veces innecesario, que puede dañar la reputación y tranquilidad de las personas con tal de generar likes y visualizaciones. Los ejemplos son muchos y están plagados de prejuicios, discriminación, racismo; se perpetúa el statu quo y los privilegios, e incluso se promueven prácticas peligrosas o poco saludables. He conocido personas que temen quedarse dormidas en una sala de espera o en el transporte público, que repasan los nombres extranjeros de un lugar o comida para no quedar en ridículo, o que se tapan la cara al caerse con tal de no hacerse populares en internet.

Existe un miedo generalizado de alcanzar la fama de manera involuntaria y, sobre todo, de ser reconocidos para siempre como protagonistas de memes. Es especialmente lamentable cuando esa viralidad se debe a un bajo nivel de escolaridad, a la apariencia física y no cumplir con la belleza hegemónica y sus estereotipos, a la no pertenencia a un grupo privilegiado, a la orientación sexual e identidad de género, la edad, creencias políticas o religiosas, un accidente o parecerse a un personaje famoso. En suma, todas las prácticas de violencia mediante las que se denigra y degrada a las personas de nuestro alrededor, se vulnera su dignidad y se falta a sus derechos.

Internet puede ser un arma de doble filo, y a veces es poco claro, sobre todo para los más jóvenes, cuáles son los límites a la libertad de expresión, qué elementos deben respetar la privacidad de las personas, incluso si transitan en el ámbito público, y cuáles aparentes “bromas inocentes” en búsqueda de visualizaciones y likes podrían conducir a la destrucción de la vida de una persona. Sin duda, hay situaciones que merece la pena dar a conocer y denunciar, tales como violencia, crimen o abuso de autoridad, pero probablemente que alguien se caiga, pronuncie mal una palabra o ronque en el transporte colectivo después de un turno de catorce horas de trabajo, son escenas de las que es innecesario hacer mofa.

La clave de todo, como siempre, está en el consentimiento. Si una persona está de acuerdo en que su dramática caída o ronquidos lleguen a las redes sociales, el entretenimiento está justificado y la persona podrá evaluar las consecuencias de su decisión. De hecho, existen creadores de contenido que se especializan en generar incomodidad o exponerse a situaciones desagradables con tal de volverse famosos. Es su decisión.

Lo que deberíamos cuestionar es si exponer a alguien con el objetivo de ridiculizarle y alcanzar la fama a sus costillas y sin su consentimiento es ético. Si creemos que en el mundo de la información y las redes sociales todo está justificado, difícilmente podremos poner límites a los abusos, la desinformación y la violencia.

Hilo de telaraña. La genética moderna le ha declarado la guerra a su peor enemigo, el cáncer, preparando la creación de cromosomas artificiales. Lo confirma Jef Boeke del proyecto “Escribir el genoma humano”. Es un primer pero prometedor paso.

Para estar seguros de nuestro impacto en la red, los indicadores aceptados son las reacciones a publicaciones y comentarios, el número de visualizaciones y el ánimo general que despierta la actividad. Es seguro que, si nos encontramos en una red social, buscaremos tener un impacto “positivo”, aunque solo sea en nuestro imaginario y relacionarnos con personas afines, quienes, en general, podrán ayudarnos a reafirmar nuestra identidad. Con todo, hay que aceptar que el equilibrio entre el buen ánimo de las publicaciones y el número de visualizaciones no siempre se logra.

La viralidad de lo negativo, lo grotesco, lo incómodo y lo estéril es un camino fácil hacia la fama, aunque puede tener consecuencias devastadoras. Para ser justos, gran parte del contenido que se viraliza por el mal recibimiento de los usuarios y a consecuencia de reacciones negativas, llega a la red de manera inintencionada. Los linchamientos digitales, accidentes, escenas “graciosas” o desagradables son, en general, producto de la intervención de uno de los millones de paparazi posmodernos que se la pasan buscando escenas llamativas a su alrededor para volver sus cuentas famosas y ganar vistas. Así se juega la existencia en el mundo virtual.

Esto tiene un lado positivo: abusos de autoridad, violencia, robos, discriminación y otras vejaciones se han vuelto públicas, permitiendo que se pueda castigar a los responsables, lo que probablemente no habría ocurrido en otros momentos de la historia, cuando la idea de la denuncia parecía jugar en contra de la víctima. La denuncia pública por medios virtuales ha demostrado sorprendentemente tener un buen recibimiento entre las autoridades y empresas, quienes implementan diferentes modos de manejo de crisis frente a la viralidad e impacto de los reclamos en las redes. Finalmente, en el caos de las identidades, triunfa una narrativa dominante en la que no caben las minorías de manera genuina.

Pero frente a la legítima denuncia pública, también hay otros tipos de contenido, la mayoría de las veces innecesario, que puede dañar la reputación y tranquilidad de las personas con tal de generar likes y visualizaciones. Los ejemplos son muchos y están plagados de prejuicios, discriminación, racismo; se perpetúa el statu quo y los privilegios, e incluso se promueven prácticas peligrosas o poco saludables. He conocido personas que temen quedarse dormidas en una sala de espera o en el transporte público, que repasan los nombres extranjeros de un lugar o comida para no quedar en ridículo, o que se tapan la cara al caerse con tal de no hacerse populares en internet.

Existe un miedo generalizado de alcanzar la fama de manera involuntaria y, sobre todo, de ser reconocidos para siempre como protagonistas de memes. Es especialmente lamentable cuando esa viralidad se debe a un bajo nivel de escolaridad, a la apariencia física y no cumplir con la belleza hegemónica y sus estereotipos, a la no pertenencia a un grupo privilegiado, a la orientación sexual e identidad de género, la edad, creencias políticas o religiosas, un accidente o parecerse a un personaje famoso. En suma, todas las prácticas de violencia mediante las que se denigra y degrada a las personas de nuestro alrededor, se vulnera su dignidad y se falta a sus derechos.

Internet puede ser un arma de doble filo, y a veces es poco claro, sobre todo para los más jóvenes, cuáles son los límites a la libertad de expresión, qué elementos deben respetar la privacidad de las personas, incluso si transitan en el ámbito público, y cuáles aparentes “bromas inocentes” en búsqueda de visualizaciones y likes podrían conducir a la destrucción de la vida de una persona. Sin duda, hay situaciones que merece la pena dar a conocer y denunciar, tales como violencia, crimen o abuso de autoridad, pero probablemente que alguien se caiga, pronuncie mal una palabra o ronque en el transporte colectivo después de un turno de catorce horas de trabajo, son escenas de las que es innecesario hacer mofa.

La clave de todo, como siempre, está en el consentimiento. Si una persona está de acuerdo en que su dramática caída o ronquidos lleguen a las redes sociales, el entretenimiento está justificado y la persona podrá evaluar las consecuencias de su decisión. De hecho, existen creadores de contenido que se especializan en generar incomodidad o exponerse a situaciones desagradables con tal de volverse famosos. Es su decisión.

Lo que deberíamos cuestionar es si exponer a alguien con el objetivo de ridiculizarle y alcanzar la fama a sus costillas y sin su consentimiento es ético. Si creemos que en el mundo de la información y las redes sociales todo está justificado, difícilmente podremos poner límites a los abusos, la desinformación y la violencia.

Hilo de telaraña. La genética moderna le ha declarado la guerra a su peor enemigo, el cáncer, preparando la creación de cromosomas artificiales. Lo confirma Jef Boeke del proyecto “Escribir el genoma humano”. Es un primer pero prometedor paso.