/ domingo 4 de agosto de 2024

Telarañas digitales / De la censura a la viralidad

A don José Ignacio Báez Ríos, extraordinario ser humano, suegro y amigo. In Memoriam


Es importante recordar que las redes sociales han democratizado la opinión de manera histórica. Para ponerlo en su justa dimensión, especialmente para las generaciones más jóvenes, el siglo XX estuvo marcado por los medios de comunicación masiva. “Masas”, eso éramos, conjuntos informes de seres humanos que recibían mensajes y actuaban conforme a las tendencias de los poderes enunciativos sin derecho a réplica. No por nada la comunicación se basaba en emisión y audiencias, un papel completamente pasivo que cambiaba por instantes ante una entrevista callejera o una encuesta cuyos resultados terminaban siendo editados.

En ese contexto, el del siglo XX, el control de la opinión pública atravesaba la técnica de la radio y la televisión. En muchos países, incluyendo el nuestro, el control de los medios de comunicación masiva lo detentaban el Estado y las grandes empresas. Los discursos del presidencialismo duro de los años dorados del PRI hacían que disentir de la versión oficial de los hechos dictada en los medios de comunicación se volviera una afrenta patriótica, tenemos aberrantes ejemplos grabados en la piel de nuestra historia como el doloroso 1968, las guerrillas o las crisis económicas que caracterizaron las últimas dos décadas del siglo.

Las opiniones disidentes no solo eran impopulares, sino dignas de persecución y ataque. Obviamente, hablar mal de un presidente o de una institución se perseguía. Los intelectuales que se atrevían a hacerlo estaban a su vez controlados por el Estado en sus espacios académicos, centros educativos e instituciones de investigación, lo que permitía legitimar la falsa democracia del sistema. En suma, la disidencia estaba controlada y cumplía una función política, por lo que se insertaba en el entramado de su horizonte histórico sin necesidad de desafiarlo.

No significa que las personas no tuvieran una opinión propia, que entre los amigos y familiares no se mentaran madres contra el gobierno y se posicionaran en contra de las narrativas de poder. Nada más alejado de la verdad, los estudios en materia de cultura política han demostrado que las prácticas de resistencia de las sociedades en descontento son diversas y generalizadas. Lo que para efectos del presente es importante recalcar, es que la opinión personal estaba atomizada, dividida, no tenía la capacidad de generar un impacto público de largo alcance y la presión social, fuera de los grupos que la ejercían consciente y organizadamente, era prácticamente nula.

Las redes sociales han diversificado las posibilidades enunciativas, y al mismo tiempo, han desafiado el control ejercido por los poderes hegemónicos. Aunque los líderes de opinión siguen teniendo gran alcance, la posibilidad de réplica traída con la web 2.0 ha permitido que las opiniones de personas “comunes” se vuelvan tendencia e incluso modifiquen la percepción de un hecho. También hay un contrapeso mayor contra la censura, la información escapa a la edición de la radio y la televisión. Con celular en mano, los ciudadanos toman nota de los abusos de autoridad, dan a conocer crímenes, desapariciones, actitudes prepotentes de servidores públicos, estafas en cadenas comerciales, acoso y discriminación, seguido de un largo etcétera.

La viralidad de las redes sociales ha demostrado ser incontrolable, incluso para los grandes poderes. Ha ocurrido en tiempos electorales, como el que vive hoy Estados Unidos, en tiempos de grandes crisis como la que enfrentamos con la pandemia por Covid-19, en momentos de guerra y conflicto como el de Ucrania y la Franja de Gaza. Las historias comunes se viralizan, las versiones oficiales caen por su propio peso cuando no corresponden a la verdad, y más de un funcionario público o empresario sale a pedir disculpas cada cierto tiempo cuando se filtra información que pone en entredicho sus privilegios.

Sin embargo, hay que admitirlo, esto es un arma de doble filo. Creer que la democratización de la opinión equivale a igualdad y justicia es un error. La manipulación de los discursos, el uso engañoso de las redes sociales, la creación de noticias falsas e incluso la descontextualización de los eventos ha dado como resultado un clima poco confiable que puede transformar no solo una tendencia, sino inclusive acabar con la vida de una persona, muchas veces de forma no justificada.

Las redes sociales están plagadas de comentarios poco éticos y críticos, basados en la emoción y en información sesgada, errónea o en prejuicios. En tiempos olímpicos, duele leer comentarios de miles de usuarios criticando el desempeño de los atletas mexicanos, sin considerar, por un lado, que la mayoría de ellos han enfrentado grandes desafíos a lo largo de los años por la falta de apoyo, y por otro, que la mayoría de los que critican ni siquiera practican algún deporte o hacen el ejercicio mínimo semanal para mantenerse sanos. Así son las contradicciones del mundo marcado por la era digital; el revuelo de la opinión es liberador, pero también puede convertirse en jaula.

Hilo de telaraña: En las redes corre la propuesta de entregar el Nobel de literatura a Joan Manuel Serrat, idea discutible pero no descartable para ampliar los horizontes del quehacer literario.

A don José Ignacio Báez Ríos, extraordinario ser humano, suegro y amigo. In Memoriam


Es importante recordar que las redes sociales han democratizado la opinión de manera histórica. Para ponerlo en su justa dimensión, especialmente para las generaciones más jóvenes, el siglo XX estuvo marcado por los medios de comunicación masiva. “Masas”, eso éramos, conjuntos informes de seres humanos que recibían mensajes y actuaban conforme a las tendencias de los poderes enunciativos sin derecho a réplica. No por nada la comunicación se basaba en emisión y audiencias, un papel completamente pasivo que cambiaba por instantes ante una entrevista callejera o una encuesta cuyos resultados terminaban siendo editados.

En ese contexto, el del siglo XX, el control de la opinión pública atravesaba la técnica de la radio y la televisión. En muchos países, incluyendo el nuestro, el control de los medios de comunicación masiva lo detentaban el Estado y las grandes empresas. Los discursos del presidencialismo duro de los años dorados del PRI hacían que disentir de la versión oficial de los hechos dictada en los medios de comunicación se volviera una afrenta patriótica, tenemos aberrantes ejemplos grabados en la piel de nuestra historia como el doloroso 1968, las guerrillas o las crisis económicas que caracterizaron las últimas dos décadas del siglo.

Las opiniones disidentes no solo eran impopulares, sino dignas de persecución y ataque. Obviamente, hablar mal de un presidente o de una institución se perseguía. Los intelectuales que se atrevían a hacerlo estaban a su vez controlados por el Estado en sus espacios académicos, centros educativos e instituciones de investigación, lo que permitía legitimar la falsa democracia del sistema. En suma, la disidencia estaba controlada y cumplía una función política, por lo que se insertaba en el entramado de su horizonte histórico sin necesidad de desafiarlo.

No significa que las personas no tuvieran una opinión propia, que entre los amigos y familiares no se mentaran madres contra el gobierno y se posicionaran en contra de las narrativas de poder. Nada más alejado de la verdad, los estudios en materia de cultura política han demostrado que las prácticas de resistencia de las sociedades en descontento son diversas y generalizadas. Lo que para efectos del presente es importante recalcar, es que la opinión personal estaba atomizada, dividida, no tenía la capacidad de generar un impacto público de largo alcance y la presión social, fuera de los grupos que la ejercían consciente y organizadamente, era prácticamente nula.

Las redes sociales han diversificado las posibilidades enunciativas, y al mismo tiempo, han desafiado el control ejercido por los poderes hegemónicos. Aunque los líderes de opinión siguen teniendo gran alcance, la posibilidad de réplica traída con la web 2.0 ha permitido que las opiniones de personas “comunes” se vuelvan tendencia e incluso modifiquen la percepción de un hecho. También hay un contrapeso mayor contra la censura, la información escapa a la edición de la radio y la televisión. Con celular en mano, los ciudadanos toman nota de los abusos de autoridad, dan a conocer crímenes, desapariciones, actitudes prepotentes de servidores públicos, estafas en cadenas comerciales, acoso y discriminación, seguido de un largo etcétera.

La viralidad de las redes sociales ha demostrado ser incontrolable, incluso para los grandes poderes. Ha ocurrido en tiempos electorales, como el que vive hoy Estados Unidos, en tiempos de grandes crisis como la que enfrentamos con la pandemia por Covid-19, en momentos de guerra y conflicto como el de Ucrania y la Franja de Gaza. Las historias comunes se viralizan, las versiones oficiales caen por su propio peso cuando no corresponden a la verdad, y más de un funcionario público o empresario sale a pedir disculpas cada cierto tiempo cuando se filtra información que pone en entredicho sus privilegios.

Sin embargo, hay que admitirlo, esto es un arma de doble filo. Creer que la democratización de la opinión equivale a igualdad y justicia es un error. La manipulación de los discursos, el uso engañoso de las redes sociales, la creación de noticias falsas e incluso la descontextualización de los eventos ha dado como resultado un clima poco confiable que puede transformar no solo una tendencia, sino inclusive acabar con la vida de una persona, muchas veces de forma no justificada.

Las redes sociales están plagadas de comentarios poco éticos y críticos, basados en la emoción y en información sesgada, errónea o en prejuicios. En tiempos olímpicos, duele leer comentarios de miles de usuarios criticando el desempeño de los atletas mexicanos, sin considerar, por un lado, que la mayoría de ellos han enfrentado grandes desafíos a lo largo de los años por la falta de apoyo, y por otro, que la mayoría de los que critican ni siquiera practican algún deporte o hacen el ejercicio mínimo semanal para mantenerse sanos. Así son las contradicciones del mundo marcado por la era digital; el revuelo de la opinión es liberador, pero también puede convertirse en jaula.

Hilo de telaraña: En las redes corre la propuesta de entregar el Nobel de literatura a Joan Manuel Serrat, idea discutible pero no descartable para ampliar los horizontes del quehacer literario.