La llegada de Donald Trump al poder marcó un punto de modulación en la política estadounidense, no solo por su estilo populista y su discurso disruptivo, sino también por su uso estratégico de la cultura pop. En una era de consumo mediático masivo y protagonismo de las redes sociales, la cultura pop ha dejado de ser simplemente un reflejo de las tendencias sociales para convertirse en una herramienta fundamental para relacionarse emocionalmente con los votantes y movilizar a las masas. Los íconos de la música, el cine y las redes sociales, figuras que antes parecían distantes del ámbito político, hoy juegan un papel crucial en la creación de narrativas, la construcción de alianzas y la configuración de las identidades políticas.
Este fenómeno no es exclusivo de Estados Unidos, pero allí se ha manifestado con especial fuerza. En un país caracterizado por su diversidad y su omnipresente consumo mediático, la cultura pop ha invadido el escenario político de manera directa, influenciando no solo las campañas electorales, sino también las ideologías y los movimientos sociales.
En este contexto, la historia bien leída ofrece una brújula invaluable. A lo largo del tiempo, la cultura y la política han estado intrínsecamente entrelazadas, y los eventos actuales no son más que una manifestación de patrones recurrentes.
Así, mientras la cultura pop y la política se fusionan en una danza compleja y mutuamente influente, la historia nos brinda las claves para comprender cómo estos fenómenos se conectan y nos orientan hacia el futuro.
En las décadas de 1960 y 1970, la Generación Boomer impulsó una era de rebeldía y experimentación, reflejada en movimientos culturales como el Pop Art, liderado por artistas como Andy Warhol y Roy Lichtenstein, que simbolizaban la cultura del consumismo y las celebridades. Este espíritu de resistencia juvenil, que desafiaba las normas establecidas, sigue siendo una fuerza clave en la cultura pop actual, que se ha convertido en un motor político.
Hoy en día, figuras del cine, la música y las redes sociales no solo entretienen, sino que tienen un poder simbólico y político significativo, movilizando votantes y moldeando resultados electorales. Políticos como Kamala Harris y Donald Trump han aprovechado la cultura pop para consolidar su apoyo, especialmente entre los jóvenes y las minorías, cuya influencia a través de los medios de comunicación es cada vez más decisiva en las campañas electorales.
Los votantes jóvenes están profundamente influenciados por la cultura pop a través de plataformas digitales, donde consumen no solo entretenimiento, sino también opiniones y posicionamientos políticos de sus artistas favoritos.
Celebridades como Beyoncé, Billie Eilish, Zendaya y Bad Bunny no solo son admiradas por su música o arte, sino también por sus posturas en temas sociales y políticos. Para estos votantes, la política se convierte en una extensión de su identidad cultural, creando una conexión emocional con los candidatos que va más allá de las propuestas concretas.
Un ejemplo paradigmático de esta dinámica es Marilyn Monroe, cuya relación con John F. Kennedy no solo fue un asunto privado, sino una declaración pública del binomio entre el poder político y la iconografía cultural. Monroe, a través de su belleza, sensualidad y vulnerabilidad, encarnaba los deseos y aspiraciones de un pueblo que la veía como una figura idealizada. Sin embargo, a pesar de su estatus como un símbolo de glamour, Monroe también fue víctima de un maltrato que rozaba la cosificación, siendo tratada más como un objeto de deseo que como una
persona compleja. Su imagen fue explotada por los medios y la política, reduciéndola a una figura cuya vida privada y su sexualidad fueron constantemente usadas para reforzar la imagen pública de los hombres que la rodeaban. En este sentido, su relación con Kennedy no solo consolidó la imagen de él como un líder carismático, sino que también subrayó cómo la cultura pop y la política pueden fusionarse de manera que, en muchos casos, deshumanizan a los individuos que se convierten en íconos.
El poder de la cultura pop en la política también se refleja en cómo los políticos construyen su imagen es que hace eco al imaginario. Donald Trump, por ejemplo, se posicionó como una “celebridad”;mediática antes de entrar en la política, lo que le permitió conectar con las masas como un “outsider”;. Kamala Harris, por su parte, fue respaldada por figuras como Jennifer Lopez y Taylor Swift, quienes, a través de su estatus cultural, ayudaron a consolidar su imagen de cambio e inclusión.
Este fenómeno muestra cómo las fronteras entre la política y la cultura pop se desdibujan, creando un entorno en el que los candidatos no solo deben tener propuestas sólidas, sino también ser capaces de conectar emocionalmente con los votantes a través de la cultura popular. La política ha dejado de ser solo un asunto de discursos, debates y propuestas para convertirse en un espectáculo, una narrativa donde los héroes y villanos se construyen en los medios de comunicación, y donde los votantes se sienten atraídos por figuras que proyectan una imagen de cercanía, empatía y liderazgo. En este contexto, el papel de los votantes latinos, especialmente en los estados columpio, se ha vuelto fundamental.
Con más de 60 millones de latinos en Estados Unidos, este grupo es clave en las elecciones, y tanto Harris como Trump lo saben. Ambos han utilizado la cultura pop para conectar con esta comunidad, en un intento de ganar su apoyo en un momento crucial.
Donald Trump, ya como presidente electo de EE. UU., demostró cómo la cultura pop se ha convertido en una herramienta clave en la política. Tanto él como otros candidatos han utilizado celebridades y símbolos mediáticos para movilizar al electorado, lo que revela que el espectáculo político no es solo una disputa de ideas, sino también de emociones e imágenes que, gracias a su poder en los medios, pueden cambiar el curso de una elección. La cultura pop ha dejado de ser un fenómeno marginal y se ha instalado en el centro de la lucha por el poder, un papel que será determinante en los resultados electorales.
En los últimos años de la primera década de este siglo, tuve la oportunidad de coordinar el proyecto Historia de la historiografía de América, 1950-2000 en el Instituto Panamericano de Geografía e Historia de la OEA, del cual surgieron diversos libros, trabajos y, finalmente, una publicación con los resultados de la investigación. Traigo este proyecto a colación porque, a pesar de ser un libro publicado por una organización con posiciones ideológicas muy claras, o incluso preestablecidas, en cuanto a la revisión de la construcción de su historia, se permitió ser crítica. Así, en Voces de la historiografía para una traza de América (2007), don Miguel León-Portilla publicó su texto “¿Qué podemos temer?, en el que, siendo muy crítico del gobierno de George W. Bush y del “mandadero” (como llamó a José María Aznar), e incluso de Vicente Fox, en plena crisis del Consejo de Seguridad de la ONU, nos decía: “Me preguntaré ahora: ¿qué podemos temer?
¿Una invasión?”. Y añade que, en 1916, con la expedición punitiva, “ni siquiera vieron el polvo del Centauro del Norte”. Don Miguel asumía que una evidencia de la penetración de los valores mesoamericanos en los Estados Unidos, más que la influencia de la cultura norteamericana en México, es que nuestra cultura es sólida, de arraigo y trascendencia. Este giro de León-Portilla mostraba su cambio de posición frente a España y los Estados Unidos, oponiéndose a los valores de los poderes hegemónicos y eurocéntricos.
Por su parte, el gran historiador cultural Robert Darnton, que por cierto estará en México en unos días, publicó en el mismo libro su Ensayo abierto sobre las relaciones franco-estadounidenses. En este texto, se preguntaba: “¿Dónde quedó la habilidad política hoy?”, marcando cómo se perdía la capacidad para gestionar las relaciones internacionales frente al bochornoso tema de cambiar el nombre a las papas fritas por “papas a la francesa”, algo que consideraba absurdo en todo sentido. Como es habitual en Darnton, su análisis se centraba en cómo este tipo de situaciones, aparentemente triviales, revelan las grandes ideas subyacentes en las sociedades.
En ambos casos, hay una respuesta de fondo que coincide con los valores de nuestra política exterior, que incluye, por supuesto, el respeto a la no intervención y a la soberanía, principios claramente defendidos por Benito Juárez. Creo que hay diversos intereses, algunos más oscuros que otros, que buscan asustarnos.
Sin embargo, podemos coincidir con León-Portilla y con Darnton. No debemos temer. Es necesario retomar los valores fundamentales de la política internacional, como se ha hecho y se sigue haciendo en México, más allá de la barbarie que ocurra en otros lugares. Ahí que no cuenten con nosotros.