Muy triste ver cómo parece agonizar el que, con todos sus defectos y deudas, ha sido el único periodo realmente o al menos medianamente democrático en la historia de México.
Y con esto, la demolición del edificio del Estado de derecho. Éste, también, con todas sus grietas y vicios ocultos, pero al menos más cerca o aspirando a ello que el régimen político y jurídico al que parece vamos: con la demolición, de fondo o de facto, de la división de poderes, con los derechos ciudadanos sujetos a concesión o discrecionalidad de un poder partidista sin contrapesos para actuar arbitrariamente. Tal como se vio en la aprobación de la reforma judicial en el Senado.
Desde luego, fuera de los límites y las reacciones de la realidad, con las consecuencias que pueden anticiparse: económicas, políticas, sociales. De las que México no podrá librarse fácilmente, por más poder concentrado que exista. Y llegamos a esta situación por el peor camino.
Con desinformación y demagogia.
Captura partidista de las instituciones electorales y poniendo en jaque su autonomía y funcionamiento con ataques y omisiones.
Defraudación a la Constitución para producir una mayoría calificada artificial, no respaldada por su representación real en votos.
Con una reforma que es producto en buena medida de una obsesión desde un Gobierno saliente. Sin pies ni cabeza para siquiera operarla sin provocar un caos extraordinario, salvo lo que pueda hacerse en la legislación secundaria para mitigarlo.
Haciendo tabla rasa del andamiaje judicial y jurídico, que, nuevamente, con sus defectos y áreas de oportunidad, existe, funciona; con bases históricas que se remontan a las Leyes de Reforma del Siglo XIX, más las trascendentes reformas de los 90 y en adelante, con un importante avance en el sistema de carrera judicial y la profesionalización en la materia.
Para saltar al vacío con un experimento para improvisar, en fast track, la elección popular de todos los juzgadores, como no ocurre más que en Bolivia y, a nivel local, pero con jurados y con una tradición de casi dos y medio siglos, en Estados Unidos.
Una reforma empujada con prisas, sin ningún intento de convencer o lograr consensos, como sería esperable de un proceso constituyente. Sino de imponer a como dé lugar.
Con una mayoría monolítica en el Congreso que, con su acatamiento acrítico de los dictados de un poder partidario, convierte al Poder Legislativo en correa de transmisión, para completar el derrumbe de la división de poderes en México con la desnaturalización del Judicial.
Y cerrando el proceso con un vergonzoso espectáculo de lo que parecen prácticas de coacción para forzar y/o comprar voluntades.
Con senadores que traicionaron a sus partidos y votantes, sucumbiendo a esta presión sea por extorsión, oportunismo o, en el mejor de los casos, simplemente faltando a su palabra. Primero dos que cambiaron de partido rápidamente. Otro que votó en sentido contrario a lo que había afirmado, en medio de señalamientos de intimidación para forzarlo. Y, preocupantemente, otro que no se presentó, con indicios de que pudo ser detenido o retenido, con persecución judicial a un familiar.
Por eso, en momentos así, se recuerda lo que dijo un Senador estadounidense a otro en una coyuntura en que privaba la intimidación y la deshonestidad intelectual y moral: “Señor, ¿no tiene, en última instancia, sentido de la decencia?”
Impacta ver que un voto decisivo que confirmó un cambio constitucional de enormes repercusiones para la nación haya venido por esa vía.
¿Qué tan democrática puede ser una reforma constitucional que se cierra con votos producto de la coerción o traiciones a los electores representados?
Curioso, o más bien sintomático de la descomposición política a la que asistimos en México, que una reforma que supuestamente busca mejorar la justicia y aun “purificarla”, pudo haberse logrado recurriendo a un uso político del aparato de procuración de justicia y la fuerza pública. Prácticas como las que se ven en Venezuela o Nicaragua.
Esta es reforma se ve como un árbol que viene torcido desde la raíz.
Añadamos a todo eso los actos vandálicos que reventaron por un momento la sesión. Reprobables, pero que, en todo caso, también muestra de lo que puede venir.
Lo que puede pasar cuando no hay diálogo y se concentra al extremo el poder político, cerrando o desvirtuando los canales institucionales por los que pueden transitar las diferencias y los conflictos en una sociedad diversa socialmente y plural en lo político, entre mayorías y minorías.
Un día negro en la historia de México, de funestos presagios para la democracia, el Estado de derecho y, también, la economía nacional.
Muy preocupante ver que en un periódico con tanta influencia internacional para los mercados como el Financial Times se publique que esta reforma podría hacer que “los inversores comiencen a revalorar a México como economía centroamericana”.
Con respeto a nuestros queridos hermanos del sur, pero nuestra economía, y la estabilidad social misma del país, depende de la relación económica con el norte.
Los mexicanos tenemos que reaccionar ante esta espiral de declive acelerado de nuestra democracia, del respeto a la verdad, la razón y los principios elementales de la decencia y la convivencia política.
Asumir con realismo lo difícil que se presenta el escenario para quienes creemos en una nación que se une y prospera desde las bases de la democracia y una economía que apuesta al futuro en vez de estancarse en ataduras del pasado. Pero sin resignación, con dignidad. Sembrando las semillas para que, como ha dicho Diego Valadez, lo que hoy vemos sea un eclipse de la democracia, no su ocaso.