Hay personajes que aun después de su partida, siguen siendo polémicos. Un ejemplo de ello, fue el célebre escritor Henry Miller, cuya novela Trópico de Cáncer, cumple en este 2024, nueve décadas de haber sido publicada.
Primero fue lanzada en París en 1934 y 28 años después en Estados Unidos, a causa de la censura y la mojigatería que imperaba en la sociedad norteamericana de aquella época.
Me sorprende que ningún medio nacional, ni periódico, revista o suplemento cultural se haya ocupado del aniversario de una de las novelas parteaguas de la literatura del siglo XX. Por eso le dedico esta columna al querido Miller, el autor andariego que para muchos logró tocar esa difícil línea entre la realidad, lo onírico y lo profundamente metafísico a través de sus reflexiones como hombre, como observador y como pillo cínico y bohemio.
Uno de los rasgos característicos de Trópico de Cáncer es la gran carga visual que plasmó Miller en cada página. Muchos párrafos son el testimonio vivo de alguien que no dejaba de caminar y de devorar con curiosidad las calles, los cafés, la personalidad de la gente. Miller fue un gran observador de la vida.
Muchos recuerdan las confesiones del escritor norteamericano sobre cuestiones acerca de su obra, la revolución sexual, el proceso creativo y su búsqueda personal como ser humano en una famosa entrevista que concedió en 1961 a un periodista londinense.
Me parece oportuno recordar con ustedes, queridos lectores, algo de esa maravillosa entrevista en la que aun con el paso de las décadas, podemos apreciar la inigualable personalidad de Miller:
—Bueno, yo sé que usted reescribió Trópico de Cáncer varias veces, y ese trabajo probablemente le causó a usted más problemas que cualquier otro, pero, claro, eso fue al principio. Me pregunto, por otra parte, si actualmente no le resulta más fácil escribir.
—Me parece que estas preguntas no tienen sentido. ¿Qué importa cuánto tiempo le lleva a uno escribir un libro? Si usted le preguntara eso a Simenon, él podría contestarle con mucha exactitud. Creo que Simenon tarda de cuatro a siete semanas en escribir un libro. Siempre he tenido que hacer todo lo que existe bajo el sol mientras escribo.
—¿Usted revisa o altera mucho sus textos?
—Eso también varía considerablemente. Yo nunca corrijo ni reviso mientras estoy escribiendo. Digamos que escribo una cosa de la manera que sea, y después, cuando ya se ha enfriado –la dejo descansar un tiempo, un mes o tal vez dos- la vuelvo a leer. Entonces me doy gusto, me le echo encima con el hacha. Pero no siempre. A veces las cosas salen casi como yo quería que salieran.
—Usted habla en uno de sus libros del “dictado”, de estar casi poseído, de sentir que las cosas se desbordan fuera de uno. ¿Cómo opera ese proceso?
—Bueno, eso del dictado sucede sólo en contadas ocasiones, a intervalos. Alguien toma el mando y uno sencillamente copia lo que le están dictando. A mí me ocurrió de manera más notable con el trabajo sobre D. H. Lawrence, un trabajo que nunca terminé... y eso se debió a que tenía que pensar demasiado. Yo creo, vea usted, que pensar es malo. Un escritor no debe de pensar mucho. Pero ése era un trabajo que exigía mucho pensamiento. No soy muy bueno para pensar. Trabajo desde algún lugar profundo, y cuando escribo, bueno, no sé exactamente qué es lo que va a pasar. Sé sobre qué quiero escribir, pero no me preocupa demasiado la manera de decirlo. Pero en ese libro estaba bregando con ideas: tenía que tener alguna forma y algún significado y quién sabe qué más. Llevaba trabajando en él unos buenos dos años, supongo. Estaba saturado de él y me obsesionaba y no podía dejarlo. Ni siquiera podía dormir. Bueno, como le digo, el dictado ocurrió de la manera más intensa con ese libro. También ocurrió con Capricornio y con algunas partes de otros libros. Creo que los pasajes se destacan. No sé si otras personas se dan cuenta de ello o no.
—Decía hace un momento que es algo dentro de usted lo que se encarga del trabajo.
—Sí, por supuesto. Escuche. ¿Quién escribe los grandes libros? No somos los que firmamos. ¿Qué es un artista? Es un hombre que tiene antenas, que sabe cómo captar las corrientes que están en la atmósfera, en el cosmos; el artista sencillamente tiene la capacidad de captar, por decirlo así. ¿Quién es original? Todo lo que hacemos, todo lo que pensamos, existe ya y sólo somos intermediarios, nada más, que hacemos uso de lo que está en el aire. ¿Por qué las ideas, por qué los grandes descubrimientos científicos ocurren a menudo en diferentes partes del mundo al mismo tiempo? Lo mismo es cierto de los elementos que constituyen un poema o una gran novela o cualquier obra de arte. Están ya en el aire, sólo que no se les ha dado la voz, eso es todo. Necesitan el hombre, el intérprete que los ponga a la vista. Bueno, y también es verdad, por supuesto, que algunos hombres se adelantan a su tiempo. Pero en nuestros días no creo que sea el artista el que esté tan adelantado a su tiempo, sino el hombre de ciencia. El artista se está quedando rezagado, su imaginación no va al mismo paso que los hombres de ciencia.
Quizá concuerden conmigo, queridos lectores, en que es necesario rescatar el legado literario de Henry Miller y difundirlo, tomando en cuenta fechas memorables.
Me pareció lamentable que nadie en el medio literario de México, excepto algunos seguidores de su obra, tomaran en cuenta este 2024, los 90 años de Trópico de cáncer. No hubo reediciones, ni mesas redondas, mucho menos talleres u homenajes. Al menos le dejamos en este espacio un pequeño homenaje.
Un beso.