La obra de Jon Fosse—ese nuevo Nobel agregado al panteón de escritores—es una máquina del oxímoron. Con sus oraciones interminables y temas cotidianos, logra contar historias breves y presentar, en ellas, la complejidad de la existencia misma. Así de contradictorio; así de fascinante. No es cuestión de crear historias épicas o contar poemas heroicos. Ni siquiera de elevar al rango de dioses, a hombres comunes y corrientes. Es, en su lugar, tomar lo mundano y, en su aire común, encontrar motivos de emoción. Dejar que el lector imponga su realidad en lienzos sencillos; permitir que domine la imaginación. Sin enaltecerlo con verbos floribundos o metáforas potentes. Te va arrullando con un mundo al que, quizá, podrías pertenecer y, quizá, quieres evadir.
Si esto suena imposible es porque, de cierta forma, lo es. Sin embargo, Fosse lo logra al escribir. Con tal de mostrarlo, me enfocaré en una sola de sus novelas que, espero, pronto lleguen también a leer.
Se llama Trilogía. Su trama y método pronto examinaré. Pero, antes de ello, basta con dar una aclaración crucial en la que, creo firmemente, está la esencia del método de Fosse. En esta novela no hay nada de original, pero, a su vez, en eso esta su gran triunfo: en dejar que lo original le sea ajeno. No es una historia inimaginable ni, mucho menos, emancipada a nuestras realidades cotidianas. Salvo un par de instantes, no hay frases memorables ni poesía para la vida misma. Aun así, perdura en la mente del lector. Es otro de las contradicciones del autor: una novela innovadora sin innovar; encantadora sin encanto.
Desde la trama se verá lo común. La historia de Trilogía, con solo describir sus inicios, recordará a algún cuento común para un país católico. Una pareja noruega—Asle y Alida—, dejan su pueblo natal para buscar refugio en la ciudad más cercana. Atrás, quedan los conflictos familiares de los que venían y perdura, solamente, el amor intenso que se tienen. Alida está embarazada y, tocando en todas las puertas del pueblo, buscan que alguien les dé hospicio por la noche—que les ofrezcan posada—. Nadie se atreva hacerlo, dejando, en desesperación, a esta pobre mujer, su marido famélico y un prometido prometido que busca nacer. ¿Bíblico? En definitiva. ¿Original? No podía serlo.
Ni siquiera, en el intento propio de la novela por romper con su historia y, con ello, crear mundos nuevos, logra convencerse a sí misma que es puramente original. Como bien sugiere el nombre, Trilogía viene dividida en tres partes. Entre cada una, cambian los nombres de los personajes y, al hacerlo, se esfuma la vaga memoria de la sección anterior. Es un cambio certero por avanzar la historia y crear, entre cada parte, aires de novedad. Pero siempre fracasa; siempre se vuelve a la historia ancla que, a su vez, es una copia de tantas historias antes de ella. Surge, el empezar cada sección, una batalla por la originalidad que termina en una derrota fugaz. Siempre vuelve la historia de Asle y Alida; siempre vuelve el arco central. Ni siquiera, en su deseo por cambiar, logra abandonar por completo el pasado. Una decisión tácita del autor por mostrar que, ni la originalidad misma de cambiar los nombres, podría abandonar la historia por contar.
Podría decirse que en el método de Fosse—en la forma que escribe—existe algo más de originalidad. La historia está escrita, casi en su totalidad, en una sola oración, interrumpida, solamente, por las tres secciones que le dividen. Pero eso, también, lleva ya décadas siendo común en la literatura. Camilo José Cela lo intento; García Márquez lo abusaba en el Otoño del Patriarca. Las oraciones largas, sin puntuación, son parte del baúl posmoderno de artimañas que tiene tiempo sin ser original. Lo mismo con la falta de adjetivos o secciones poéticas en la novela. Hemingway lo hizo antes; llevamos tiempo sabiendo que la prosa seca puede ser potente y hermosa. Ni siquiera para Noruega, esta historia de deambular, es algo tan novedoso. Me recuerda, indudablemente, a Knut Hamsun—ese otro Nobel del país—y aquel narrador de su novela Hambruna que, muriendo de hambre, anda por las calles de Oslo. Veo las mismas ansiedades cotidianas y el mismo efecto de la imaginación.
Pero, por instante alguno, debería leerse lo anterior como crítica severa. Es un breve repaso de cómo, teniendo todo en su contra, Fosse aún logra una gran impresión. Cómo, usando una oración interminable, es difícil dejar el libro—como ya descubrieron muchos maestros antes de él—. Y cómo, en una historia sin originalidad, yace la posibilidad de aproximarse, con toda honestidad, a sus personajes. Un elemento es anecdótico. Puedo contarles lo emocionado que estuve al encontrarme con cada página de la novela. Lloramos, como lectores, con esta historia que tanto conocemos una vez más; pero, para hacerlo, se requiere motivo de emoción.
Pues existe, también, algo de método en Fosse y sus decisiones. Hay cierto aspecto de su simpleza que pareciera tener, como propósito, lo universal. El que yo, en la Ciudad de México, pueda sentirme tan cercano a dos noruegos distantes como podrá hacerlo alguien en China o Marruecos. No es cosa fácil. Si pensamos, como lectores ajenos, en Noruega, vendrán imágenes de fiordos y casitas de madera; un frio espeluznante y hombre barbones. Todo ello está en Trilogía. Pero, igual de importante, está una historia común que nos hace sentir en casa; están José y María—Asle y Alinda—pidiendo posada y el amor primerizo que todos hemos pasado. Es una novela sin intentos de grandeza o de hacer crucial el nacionalismo y paisajismo que, para otros, sería esencial para la historia.
Al contrario, lo que resale de esta falta de ambición aparente por la pluma de Fosse es el dejar en su expresión más escasa la esencia humana para que el lector pudiera agregarle valor. Para proyectar uno, sobre historias repetidas, los adjetivos que más desee usar. Y que, a pesar de la distancia, pueda sentirse Noruega tan cercana como fuera posible. Me atrevo a decir que la misma historia con mayor intento de originalidad o afán literario sería cruelmente aburrida. Estaría plagada de descripciones endémicas a noruega en lugar de permitir, al lector, la habilidad de imaginar.
Algo debe decirse, justamente, en que el único momento—llegando finalmente a él—, donde Fosse pareciera interesado en la literatura propiamente poética, es para describir algo compartido por toda nuestra especie. Es en una breve descripción romántica de dos amantes viéndose en la nostalgia; un intento por describir el primer amor:
«…y los ojos de Alida se cierran y ve a Asle sentado a popa, sujetando el timón, y sus miradas se encuentran y pareciera que los ojos de ella fueran los de él y los de él fueran los de ella…»
No hay que decir más. Ni el calor que se siente en el cuerpo al estar en la situación ni pintar mariposas amarillas cubriendo a los enamorados. A veces, simplemente con poner al lector en la situación que conoce a fondo—que entiende por su humanidad compartida y generaciones de historias similares—es suficiente para la novela. Lo mismo con los andares por Noruega; lo mismo con toda emoción. Si la literatura quiere provocar una reacción del lector, no tiene porque dársela como un padre alimenta a su bebé; puede dejarle sentir con una buena—aunque sea escasa—descripción.
En un mundo obsesionado con la innovación incansable, buscando épicas victoriosas por contar, la prosa de Fosse es un respiro inminente; un intento de reconocer la belleza cotidiana y, entender con ella, la esencia de nuestra naturaleza. Hay que librarse de la exageración para crear emoción. En veces contadas, es mejor caer en lo bien conocido sin afán de enaltecer en esperas que, con ello, el lector imponga la más hermosa reacción.