/ sábado 2 de noviembre de 2024

Va de nuez ¿qué hacer con el INBAL e INAH?

Lo que ocurre por una reforma judicial, en la perspectiva de los ajustes estructurales, debería favorecer, en la dimensión que tiene de necesaria, la reforma cultural. La comparación no es desproporcionada. Si bien el sector cultural no es un poder de la Unión, lo es sustancial en tanto que define la naturaleza del país. Lo que atestiguamos en la disputa por los cambios constitucionales está cruzado por el alcance de la formación cultural de la sociedad (en su sentido más amplio) y en virtud de que en la Constitución yacen los derechos culturales, como variadas responsabilidades del Estado cultural.

Las implicaciones culturales de nuestro proceso histórico son de mucho mayor calado de lo que el momento permite advertir. Por ello lo que ocurre en la Secretaría de Cultura no puede nublarse en la transformación que se procesa. Los tres poderes no pueden ser omisos. Sobre todo, en estas semanas, el Ejecutivo y el Legislativo. En sus urgencias deben acometer, al menos y por ahora, la reforma de los dos institutos nacionales en que se sustenta buena parte del sentido de nación.

No es la primera, ni la segunda, ni la tercera, ni la doceava vez en la que se señala la acumulación de oportunidades perdidas. Por lustros se ha buscado que los mandatarios, los titulares del despacho de cultura y los legisladores se decidan a colaborar para que el INBAL y el INAH alcancen el desarrollo postergado. El grado de deterioro que detentan luce a contrapelo de una secretaría que, en su juventud, envejece con rapidez. La crisis que presenciamos en los institutos debe ser atendida con la prestancia con que se abordan las definiciones constitucionales, la ampliación de los programas sociales, la inversión privada, los trenes del futuro o la voracidad inmobiliaria.

Los institutos de Bellas Artes y Literatura y de Antropología e Historia, comparten los ingredientes que sabotean su porvenir en una nueva reforma del Estado. Estos son, una pluralidad ideológica con más disensos que consensos, una interpretación de la política cultural y de la historia a partir de bandos, una trágica falta de recursos económicos que les otorguen viabilidad y una notable incapacidad para reformular los modelos de gestión pública de los organismos. Tras décadas de más restricciones que bonanzas, de supremacía del sentido heroico que de la nobleza honrosamente retribuida de sus protagonistas, no hay poder que se proponga refundar a las dependencias pilares de la política cultural desde la posrevolución. Ellas sí, en ese sentido, tan campantes sin importar el partido político.

Las recetas con los remedios se han acumulado por años. Citemos algunas prescripciones. Del INBAL deben surgir dos nuevos entes. Uno para concentrar las funciones de promoción cultural y otro para la educación e investigación artística, con el rediseño de las relaciones laborales que impone. Lo patrimonial debe incorporarse al INAH, mega entidad que es una de secretaría de Estado de facto.

La construcción del Tren Maya, con la intervención en tareas de rescate y salvamento como de construcción de infraestructura cultural por parte del poder castrense, entre otras incidencias, han confinado al INAH a su ahogamiento. Ya bastante rezago trae a cuestas. Por ello el octogenario es menester rejuvenecerlo con una estructura ministerial como corporativa, dicho en el mejor sentido de administración patrimonial. Si alguna instancia de gobierno demanda crecimiento de plantilla laboral es ésta.

Las carretadas de dinero que tanto el sector cultural, como la Secretaría de Cultura y los institutos nacionales demandan (sabemos que rondan los 80 mil millones de pesos), no se cocinan aparte del acontecer del segundo piso de la cuatroté. Con o sin reforma cultural se necesitan reingenierías de lo público, fondos sin reparos y estímulos fiscales que subsanen los profundos atrasos financieros.

Por ello, el Poder Ejecutivo, como el Poder Legislativo sabrán de las consecuencias de su omisión presupuestal, de su desprecio a la economía cultural, de su preferencia por otros compromisos políticamente más rentables y de su fantasmagórica creencia de que la “riqueza de la cultura mexicana” es posible a punta de negar el desarrollo cultural que genere sostenibilidad en los millones de familias que le dan sentido.

Sin afán reformador, será otro sexenio perdido.

Lo que ocurre por una reforma judicial, en la perspectiva de los ajustes estructurales, debería favorecer, en la dimensión que tiene de necesaria, la reforma cultural. La comparación no es desproporcionada. Si bien el sector cultural no es un poder de la Unión, lo es sustancial en tanto que define la naturaleza del país. Lo que atestiguamos en la disputa por los cambios constitucionales está cruzado por el alcance de la formación cultural de la sociedad (en su sentido más amplio) y en virtud de que en la Constitución yacen los derechos culturales, como variadas responsabilidades del Estado cultural.

Las implicaciones culturales de nuestro proceso histórico son de mucho mayor calado de lo que el momento permite advertir. Por ello lo que ocurre en la Secretaría de Cultura no puede nublarse en la transformación que se procesa. Los tres poderes no pueden ser omisos. Sobre todo, en estas semanas, el Ejecutivo y el Legislativo. En sus urgencias deben acometer, al menos y por ahora, la reforma de los dos institutos nacionales en que se sustenta buena parte del sentido de nación.

No es la primera, ni la segunda, ni la tercera, ni la doceava vez en la que se señala la acumulación de oportunidades perdidas. Por lustros se ha buscado que los mandatarios, los titulares del despacho de cultura y los legisladores se decidan a colaborar para que el INBAL y el INAH alcancen el desarrollo postergado. El grado de deterioro que detentan luce a contrapelo de una secretaría que, en su juventud, envejece con rapidez. La crisis que presenciamos en los institutos debe ser atendida con la prestancia con que se abordan las definiciones constitucionales, la ampliación de los programas sociales, la inversión privada, los trenes del futuro o la voracidad inmobiliaria.

Los institutos de Bellas Artes y Literatura y de Antropología e Historia, comparten los ingredientes que sabotean su porvenir en una nueva reforma del Estado. Estos son, una pluralidad ideológica con más disensos que consensos, una interpretación de la política cultural y de la historia a partir de bandos, una trágica falta de recursos económicos que les otorguen viabilidad y una notable incapacidad para reformular los modelos de gestión pública de los organismos. Tras décadas de más restricciones que bonanzas, de supremacía del sentido heroico que de la nobleza honrosamente retribuida de sus protagonistas, no hay poder que se proponga refundar a las dependencias pilares de la política cultural desde la posrevolución. Ellas sí, en ese sentido, tan campantes sin importar el partido político.

Las recetas con los remedios se han acumulado por años. Citemos algunas prescripciones. Del INBAL deben surgir dos nuevos entes. Uno para concentrar las funciones de promoción cultural y otro para la educación e investigación artística, con el rediseño de las relaciones laborales que impone. Lo patrimonial debe incorporarse al INAH, mega entidad que es una de secretaría de Estado de facto.

La construcción del Tren Maya, con la intervención en tareas de rescate y salvamento como de construcción de infraestructura cultural por parte del poder castrense, entre otras incidencias, han confinado al INAH a su ahogamiento. Ya bastante rezago trae a cuestas. Por ello el octogenario es menester rejuvenecerlo con una estructura ministerial como corporativa, dicho en el mejor sentido de administración patrimonial. Si alguna instancia de gobierno demanda crecimiento de plantilla laboral es ésta.

Las carretadas de dinero que tanto el sector cultural, como la Secretaría de Cultura y los institutos nacionales demandan (sabemos que rondan los 80 mil millones de pesos), no se cocinan aparte del acontecer del segundo piso de la cuatroté. Con o sin reforma cultural se necesitan reingenierías de lo público, fondos sin reparos y estímulos fiscales que subsanen los profundos atrasos financieros.

Por ello, el Poder Ejecutivo, como el Poder Legislativo sabrán de las consecuencias de su omisión presupuestal, de su desprecio a la economía cultural, de su preferencia por otros compromisos políticamente más rentables y de su fantasmagórica creencia de que la “riqueza de la cultura mexicana” es posible a punta de negar el desarrollo cultural que genere sostenibilidad en los millones de familias que le dan sentido.

Sin afán reformador, será otro sexenio perdido.