“Soy un provinciano de una provincia muy específica. Y continúo pensando y sintiendo como un provinciano”.
Esas fueron las palabras del historiador y antropólogo Alfredo López Austin (1936-2021) cuando tuvo que responder quién era durante al participar en un documental conmemorativo del INAH sobre Los rostros de la antropología.
La sencillez de aquellas palabras —provenientes de la boca de uno de los historiadores más distinguidos del último siglo— conforman la autodefinición de un hombre que vio, en lo local, una mirada universal. En los antiguos pueblos indígenas de México, López Austin encontró una explicación a las grandes interrogantes del ser humano: ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Hacia dónde vamos?
“Fue de los grandes historiadores de México de los últimos 100 años. Sus estudios sobre la cosmovisión mesoamericana abrieron un nuevo campo de investigación y de reflexión sobre las culturas indígenas que sigue siendo fundamental”, asegura el historiador y doctor de Estudios Mesoamericanos de la UNAM, Federico Navarrete.
Con obras como Hombre-Dios. Religión y política en el mundo náhuatl (1973) y Cuerpo humano e ideología (1980), López Austin abrió brecha para que escritores, historiadores, antropólogos, arqueólogos, sociólogos y un sinfín de profesionales se interesaran en el mundo antiguo de México.
“Realmente abrió los horizontes para que mucha gente se adentrara en el mundo mesoamericano, sobre todo cuando se dio a la tarea de reflexionar sobre los mitos del pensamiento indígena prehispánico”, dice el historiador mexicano de origen francés Patrick Johansson. “En un campo de estudio donde las fuentes eran bastante contradictorias, él llegó a poner orden”, observa quien también es uno de los mayores expertos del mundo en literatura náhuatl.
Y es que los estudios de López Austin se metieron, literalmente, hasta la cocina de los antiguos mexicanos. Sus ensayos e investigaciones no sólo versan sobre la totalidad de las complejas cosmovisiones indígenas: también hurgan en el detalle, en qué y cómo comían los pueblos prehispánicos, cómo se embriagaban, cómo se divertían, cómo profesaban, cómo se curaban sus enfermedades, cómo estudiaban, cómo hablaban.
En su ensayo La embriaguez en los antiguos mexicanos (1967), López Austin hace una crónica peculiar de los tipos de borrachos que vivían en la civilización nahua, en la que el pulque era privilegio sólo de unos cuantos. Sin embargo, a sabiendas de los castigos, la gente se embriagaba.
Escribe López Austin: “¿Cómo pudieron coexistir las duras leyes penales y los hombres que las desafiaban? Como en todos los pueblos y en todos los tiempos: vivían estos desgraciados oprimidos por la repulsión social y bajo el peligro de ser asesinados en las plazas públicas; pero el vicio los dominaba ya en tal grado que les era imposible desprenderse de la bebida. Al final, la muerte trágica los sorprendía, ya en forma accidental, ya en manos de salteadores, ya bajo los verdugos”.
“Se metía en lo cotidiano, se sumergía en verdad. Yo diría que soñaba día y noche con el mundo prehispánico, porque nunca salió de él. Quizás de ahí la gran validez y profundidad de todo su trabajo”, dice Johansson.
Alfredo López Austin creció muy cerca, pero también muy lejos, del progreso. En la Ciudad Juárez más desértica, experimentó el abandono de la Revolución que prometió paz y justicia social para los indígenas. Él no era uno de ellos, pero supo en carne propia lo que era vivir al margen, fuera del foco de interés de las instituciones. Muy cerca, sin embargo, estaba la frontera. Y apenas unos pasos más allá del Río Bravo, el sueño americano.
“En ese tiempo, (la comunidad donde crecí) estaba muy abandonada en medio del desierto. Antes había tenido épocas de mucha prosperidad, sobre todo en la posguerra, pero culturalmente siempre formamos una entidad diferente, puesto que, por un lado, teníamos el abandono, y a unos metros del abandono, teníamos a Estados Unidos”, cuenta López Austin en el documental Alfredo López Austin. La mirada de la historia.
Aquel episodio fue trascendental en su vida porque entendió que la historia —como él mismo lo dijo muchas veces— es un juego ambivalente entre cambios y permanencias, entre mitos y realidades. De ahí su gran interés por estudiar el mito como la mayor expresión de la cosmovisión de un pueblo, como el depósito de las leyes universales que rigen a la humanidad desde su origen.
Quienes lo conocieron lo describen como un hombre pasional y bondadoso, que nunca se dejó llevar por los pragmatismos ni las intransigencias que a veces pululan en el mundo académico. López Austin solía decir que la historia no sólo contempla lo racional, sino también lo emotivo: “Estamos acostumbrados a considerar que la cosmovisión es un producto absoluto de la razón, del pensamiento. Y no: el sentimiento es un motor tremendo en la vida del hombre”.
“López Austin era un hombre con un amor y una pasión tremenda por sus temas de estudio, pero a la vez con una erudición infinita y un rigor intelectual excepcional, además de haber sido un maravilloso escritor; él tenía uno de los mejores vocabularios del gremio”, asegura Navarrete.
El historiador y exdirector del Colegio de México, Javier Garciadiego, coincide: “Hemos perdido a uno de los más grandes historiadores de los últimos 50 años en México, a un excepcional ser humano y a una persona de una ética pública admirable”.