Siglo XII, 1163. Empezó su construcción en París, su andadura como catedral en la Isla de la Cité, sobre el mismo suelo sacralizado desde época celta, donde se había erigido el templo romano dedicado a Júpiter y después, en el siglo VI, la basílica merovingia de Saint-Étienne, primera iglesia cristiana de París. Fue el obispo Maurice de Sully quien dio comienzo a la magna obra durante el reinado de Luis VII.
Siglo XXI, 2019. Se derrumbó, 856 años después, tras arder durante más de 15 horas ante la mirada, horrorizada primero y llena de dolor después, de millones de personas. La labor exhaustiva, inteligente y científica del cuerpo de bomberos de la ciudad fue insuficiente para evitar la catástrofe.
Nuestra Señora de París, testigo activo de ocho siglos y medio de historia, había sufrido severas destrucciones parciales y saqueos; sobre todo en 1793 durante la Revolución Francesa. Resistió también a las guerras entre católicos y hugonotes en el siglo XVI, a las insurrecciones durante la Comuna de París en 1871 y claro, a dos guerras mundiales el siglo pasado. Sin embargo no soportó las llamas.
Su aguja de 93 metros desplomándose era como un lamento y la sentimos como si se hubiera clavado en cada uno de nosotros. Fue elaborada por Eugène Viollet-le-Duc a mediados del siglo XIX para sustituir la original de 1250, removida en el siglo XVIII. De roble recubierto de plomo, tenía como remate la figura de un gallo -reconocido emblema de Francia- en cuyo interior había tres de los objetos más señalados de la catedral: un fragmento de la corona de espinas, una reliquia de San Dionisio y otra de Santa Genoveva, patronos de Francia y París respectivamente.
Notre Dame no es sólo un símbolo para parisinos y franceses, en ella encontramos todos un registro simbólico que nos atañe; es como el libro que recoge amorosamente todo lo que nos concierne de la historia sagrada y mucho más, es la espléndida inscripción de la historia cultural que explica el porqué y el cómo del pasado, de la arquitectura, la estética, las ideas, el arte… La tristeza al ver cómo el fuego se ensañaba era más grande por haber ocurrido en fechas muy señaladas en el calendario litúrgico de los cristianos, el umbral de la Semana Mayor.
Paradoja terrible: el rosetón occidental en vez de recoger la luz y proyectarla dentro del templo como iluminación divina de maravillosos colores, hacía el inverso de su función, reflejaba impotente las llamas rabiosas del interior sobre el Sena en el crepúsculo.
Imponente, fuerte, espléndida morada de espiritualidad, de paz y amor entre los seres humanos fue inspiración toral para la monumental novela de Victor Hugo: Notre-Dame de Paris. La historia de un pueblo entero se halla personificada en la figura de esta magnífica catedral: desde la persona del rey hasta los mendigos quienes, por cierto, es la primera vez que aparecen como protagonistas. Además del valor literario esta obra consiguió otro de los objetivos de su autor: defender de la demolición los edificios medievales que entonces padecían apreciaciones negativas y poner nuevamente en valor aquel estilo arquitectónico; apareció así el neogótico, del que tenemos espléndidos ejemplos en Europa y América.
Reconforta pensar en las palabras del gran medievalista Georges Duby porque explican el origen y vocación de este monumento:
La catedral es pues una iglesia urbana. Lo que el arte de las catedrales significa, ante todo en Europa, es el despertar de las ciudades… La catedral domina la fiebre y los pecados del mundo urbano. Es su orgullo, su protección, su coartada. Si recordamos que la Iglesia del siglo XIII se identifica con Nuestra Señora, se comprende el mensaje: le pertenece el poder supremo en este mundo… Toda catedral tenía a su lado una escuela. La de París pronto superó a todas. Coincidencia entre los focos de la investigación intelectual y las vanguardias de la creación artística.
Hace casi nueve siglos que Nuestra Señora de París nos acompaña, el fuego voraz una vez extinguido ha dado paso a los dictámenes especializados y a la esperanza de verla erguida de nuevo con todo su esplendor. Hemos de acudir una vez más en la historia a la posibilidad infinita que tienen los símbolos para dotar de profunda significación las reconstrucciones que se hagan de lo perdido. Poco a poco empieza a verse luz al final de la desgracia.
¡Larga vida a Notre Dame de París!
María del Carmen Alberú Gómez
Barcelona
Primavera de 2019