/ domingo 10 de febrero de 2019

Roma o el artista invisible

La experiencia cinematográfica de Cuarón arroja un mea culpa del artista blanco que se ha centrado, o en su propio "malestar" hacia una civilización de la que no puede escapar o que mueve erróneamente una extravagante red libidinal para salvar a los pobres y oscuros de un mundo desigual

Como todas las grandes obras estéticas, Roma de Alfonso Cuarón se puede ver y sentir de innumerables maneras. Quiero centrarme en una.

Roma es una de las críticas más mordaces y hermosas del cine a través del cine, la forma más pura de meta-crítica. Lo que Cuarón pone en juego es nada menos que una evaluación profunda de la capacidad del cine, como forma poética pura, para representar un mundo y al mismo tiempo su poder de transformarlo, como Wilde ordenó, "ocultando al artista".

Foto Especial

El cineasta mexicano ha puesto una poderosa luz sobre el cine como una forma de denuncia y protesta política, y como una forma estética que podría revertir las sólidas relaciones de esta cosa extraña que llamamos “realidad”. Cuarón derriba las cuatro paredes del cine a través de la pura objetividad. ¿Hay objetividad en el arte? Sólo si los medios a disposición del artista no perturban el mundo que ellos mismos crean. Si tal cosa es posible, el cineasta mexicano se ha acercado, como pocos, a través de una cámara que se convierte en un ojo desnudo, un ojo sin párpados que penetra a un pasado para producir el presente a cada corte.

La cinematografía de Roma es un ojo espiritual que escinde las membranas del tiempo, no juzga, no interviene, sino que revela, desde una distancia calculada, los fantasmas que nos habitan. ¿Toma partido el director? Pues el que sabe que no hay jerarquía en la confección de la mirada y el sentido. Esta técnica que involucra un estilo que podríamos identificar como fenomenológico, convierte a Roma en un homenaje y al mismo tiempo un juicio crucial de los valores estéticos y políticos del cine. El director lleva al extremo los trabajos de algunos de los más relevantes cineastas de la historia. Cineastas que también se han distinguido por su compromiso político al mismo tiempo que son estetas hasta la médula.

Foto: Netflix

Cuarón utiliza el cine como una acusación al cine. Utiliza el cine como un vehículo para que el cine muestre sus límites ínsitos como forma de arte cuando enfrenta los abismos de la vida en su forma más cruda. Cuarón (hasta donde puedo ver yo) pregunta y responde qué pasaría si trajésemos escenas (y estilos) icónicos de Bergman, Hitchcock o Fellini a una historia impregnada de tintes raciales y coloniales.

Por ejemplo, la escena de Cleo en medio de dolores de parto atrapada en un monumental atasco de tráfico en la Ciudad de México el día del halconazo creo, proviene de la secuencia del sueño de 8 ½ de Fellini. Sin embargo, los contrastes hablan volúmenes, expresan mundos adyacentes que son diametralmente opuestos. La escena de Fellini expresa la "alienación" del hombre blanco urbano moderno. A pesar de su belleza, es solo eso, una alienación que no se desdobla en un mundo fracturado por relaciones muy complicadas de dominación de género, raza, etc. Es simplemente la carga posmoderna del intelectual cuyos demonios palpitan en sus venas culturales. Este tipo de alienación del hombre moderno es sólo la punta de un iceberg, o más bien, otro privilegio del hombre blanco, que crea a los monstruos de poder los cuales él denuncia con privilegio estético al flexionar unos músculos lacios que jamás practicaron levantar ningún peso en común.

Roma de Cuarón

Así, dicha denuncia es una cuenca ciega, es egoísta, cuando no narcisista. ¿Qué sucede cuando Cuarón pone a una mujer indígena en la misma situación en la que Fellini pone el carácter de Mastroianni? El mundo es arrojado al abismo del dolor, penetra instantáneamente y destruye las máquinas de alienación que ahora se perciben como máquinas puras de opresión, no del hombre blanco, sino de lo que el hombre invisibiliza con su alienación y delimita con su privilegio estético. La diferencia entre Guido Anselmi y Cleo es la diferencia entre la asfixia horizontal del macho moderno y sus formas estéticas de negación y la opresión que puede ser visible y audible sólo como un gemido eterno, un gruñido dentro del túnel hueco de la opresión vertical.

La primera escena de la película es una construcción impecable de la arquitectura del poder. Una cámara neutral, que nunca invade, que se desliza con asepsia y que nunca se convierte en un voyerista, como Hitchcock. Cuarón no quiere desvestir el “rubio objeto de deseo” de los James Stewart o Cary Grant's del mundo blanco; ¡no! Cuarón nos lleva de lo invisible a lo visible (inclinándose más hacia Tarkovsyi). La luz con la que existe la casa burguesa (morada de la verdad) se ilumina desde un punto invisible, desde un vacío oscuro e impenetrable que, sin embargo, la amamanta sin cesar. Esta arquitectura (una hermosa marca de Cuarón) describe atentamente que lo que el privilegio de clase muestra y lo que esconde son partes indivisibles, hechas de la misma sustancia, atadas por el mismo cordón umbilical. La cámara nos proyecta desde los cuartos traseros (cuartos de lavado, cuartos de servicio) que son los huesos grises y corroídos de la riqueza de donde se brillan y nutren las maderas finas y los niños blancos.

Foto @alfonsocuaron

El incendio en la "hacienda" es similar a muchas escenas que involucran a la clase ociosa de La Dolce Vita de Fellini. Nuevamente, Cuarón nos muestra que al otro lado del espectáculo que los despierta (el fuego), hay una economía entera de pobreza estructural e invisibilidad. Si no fuera por un incendio fortuito para sacarlos de la eterna modorra, bien podría ser una guerra, ya saben "sólo para ver el mundo arder en hermosos colores". El "baile" que precede al fuego, mejor aún que lo profetiza mediante animales mágicos, es alusivo a Fanny y Alexander de Bergman. En este último, la escena sirve al director como un proyecto social integracionista; en esa danza del ciempiés humano, la familia Ekdahl integra simbólicamente el ejército de sirvientes a su servicio. Pero Cuarón le da un giro oscuro, el ciempiés danzante se muestra como un macabro ritual de los ricos que observan los pobres (Cleo, sentada en el suelo), con igual curiosidad que con horror.

Žižek ha hecho un análisis de la película como un cierto despertar de Cleo como sujeto político. Creo que podemos añadir algo más aquí. La película está hecha de ciclos, comienza con un avión reflejado en un piso jabonoso, una ilusión, y se cierra con otro avión en el cielo abierto. Sin embargo, hasta donde yo puedo ver, el ciclo pesa no sobre Cleo, sino sobre nosotros, los espectadores: ¿Amamos que el simbolismo sea más poderoso que la persistencia vital de Cleo? ¿Celebramos el cierre del ciclo porque Cleo ha vuelto (¿despierta?) a una normalidad estética? A donde ella pertenece ¿No es más bien que el auténtico sujeto político petrificado y anestesiado, atrapado en la red de la normalidad somos nosotros, el espectador? Cleo y su "hermana" saben que siempre están siendo vigiladas, siempre supervisadas, si apagan o no la luz, etc. Cleo sabe muy bien (quizás no con estas palabras) que para la familia de clase media ella es un lujo consumista tan desechable como el Ford Galaxy. Ella sabe que sólo puede expresar lo que ha sido reprimido dentro del tejido humano al que sirve cuando está dispuesta a sacrificarse por él. Que solo puede "declarar" o "informar" por encima de un gruñido cuando se somete a un rito sacrificial, mientras tanto, cada grito se suprime y controla, y es medido como una libra de harina de maíz.

La experiencia cinematográfica de Cuarón como vehículo para la crítica cinematográfica (hasta donde alcanzo a ver) arroja un mea culpa del artista blanco que se ha centrado, o bien en su propio "malestar" hacia una civilización de la que no puede ni escapar ni abjurar; o que, peor aún, mueve erróneamente una extravagante red libidinal para salvar a los pobres y oscuros de un mundo desigual. Este es el complejo del salvador que siempre lo hace caer en los pozos podridos del poder como dominación, siempre perdiendo su marca por mundos a la vez.

La cámara de Cuarón es fría pero hermosa, no de intimidad sino de arquitecturas, de ángulos abiertos que no dilatan las realidades, sino que las pintan y las dejan sin anunciar, sin siquiera tocarlas. No vemos su mano tratando de salvar a nadie, de recitar un manifiesto o de pegar un nauseabundo panfleto en nuestra cara; no es un tratado político.Las ruedas que gira el mexicano están dentro de una tradición (blanca y heterosexual) que usa como un filtro estético, para cuestionar la capacidad del cine como una forma de arte poética para abrir nuevas grietas en esto que llamamos "verdad". Esa puesta en escena que hace presente el régimen de las sensibilidades, y que anuncia una novedad de la perspectiva se llama ficción, y es el arte de hacer presente lo posible o lo que el "simulacro" de la verdad hace que parezca imposible.

*Profesor visitante del Instituto Tecnológico Autónomo de México, ITAM

Como todas las grandes obras estéticas, Roma de Alfonso Cuarón se puede ver y sentir de innumerables maneras. Quiero centrarme en una.

Roma es una de las críticas más mordaces y hermosas del cine a través del cine, la forma más pura de meta-crítica. Lo que Cuarón pone en juego es nada menos que una evaluación profunda de la capacidad del cine, como forma poética pura, para representar un mundo y al mismo tiempo su poder de transformarlo, como Wilde ordenó, "ocultando al artista".

Foto Especial

El cineasta mexicano ha puesto una poderosa luz sobre el cine como una forma de denuncia y protesta política, y como una forma estética que podría revertir las sólidas relaciones de esta cosa extraña que llamamos “realidad”. Cuarón derriba las cuatro paredes del cine a través de la pura objetividad. ¿Hay objetividad en el arte? Sólo si los medios a disposición del artista no perturban el mundo que ellos mismos crean. Si tal cosa es posible, el cineasta mexicano se ha acercado, como pocos, a través de una cámara que se convierte en un ojo desnudo, un ojo sin párpados que penetra a un pasado para producir el presente a cada corte.

La cinematografía de Roma es un ojo espiritual que escinde las membranas del tiempo, no juzga, no interviene, sino que revela, desde una distancia calculada, los fantasmas que nos habitan. ¿Toma partido el director? Pues el que sabe que no hay jerarquía en la confección de la mirada y el sentido. Esta técnica que involucra un estilo que podríamos identificar como fenomenológico, convierte a Roma en un homenaje y al mismo tiempo un juicio crucial de los valores estéticos y políticos del cine. El director lleva al extremo los trabajos de algunos de los más relevantes cineastas de la historia. Cineastas que también se han distinguido por su compromiso político al mismo tiempo que son estetas hasta la médula.

Foto: Netflix

Cuarón utiliza el cine como una acusación al cine. Utiliza el cine como un vehículo para que el cine muestre sus límites ínsitos como forma de arte cuando enfrenta los abismos de la vida en su forma más cruda. Cuarón (hasta donde puedo ver yo) pregunta y responde qué pasaría si trajésemos escenas (y estilos) icónicos de Bergman, Hitchcock o Fellini a una historia impregnada de tintes raciales y coloniales.

Por ejemplo, la escena de Cleo en medio de dolores de parto atrapada en un monumental atasco de tráfico en la Ciudad de México el día del halconazo creo, proviene de la secuencia del sueño de 8 ½ de Fellini. Sin embargo, los contrastes hablan volúmenes, expresan mundos adyacentes que son diametralmente opuestos. La escena de Fellini expresa la "alienación" del hombre blanco urbano moderno. A pesar de su belleza, es solo eso, una alienación que no se desdobla en un mundo fracturado por relaciones muy complicadas de dominación de género, raza, etc. Es simplemente la carga posmoderna del intelectual cuyos demonios palpitan en sus venas culturales. Este tipo de alienación del hombre moderno es sólo la punta de un iceberg, o más bien, otro privilegio del hombre blanco, que crea a los monstruos de poder los cuales él denuncia con privilegio estético al flexionar unos músculos lacios que jamás practicaron levantar ningún peso en común.

Roma de Cuarón

Así, dicha denuncia es una cuenca ciega, es egoísta, cuando no narcisista. ¿Qué sucede cuando Cuarón pone a una mujer indígena en la misma situación en la que Fellini pone el carácter de Mastroianni? El mundo es arrojado al abismo del dolor, penetra instantáneamente y destruye las máquinas de alienación que ahora se perciben como máquinas puras de opresión, no del hombre blanco, sino de lo que el hombre invisibiliza con su alienación y delimita con su privilegio estético. La diferencia entre Guido Anselmi y Cleo es la diferencia entre la asfixia horizontal del macho moderno y sus formas estéticas de negación y la opresión que puede ser visible y audible sólo como un gemido eterno, un gruñido dentro del túnel hueco de la opresión vertical.

La primera escena de la película es una construcción impecable de la arquitectura del poder. Una cámara neutral, que nunca invade, que se desliza con asepsia y que nunca se convierte en un voyerista, como Hitchcock. Cuarón no quiere desvestir el “rubio objeto de deseo” de los James Stewart o Cary Grant's del mundo blanco; ¡no! Cuarón nos lleva de lo invisible a lo visible (inclinándose más hacia Tarkovsyi). La luz con la que existe la casa burguesa (morada de la verdad) se ilumina desde un punto invisible, desde un vacío oscuro e impenetrable que, sin embargo, la amamanta sin cesar. Esta arquitectura (una hermosa marca de Cuarón) describe atentamente que lo que el privilegio de clase muestra y lo que esconde son partes indivisibles, hechas de la misma sustancia, atadas por el mismo cordón umbilical. La cámara nos proyecta desde los cuartos traseros (cuartos de lavado, cuartos de servicio) que son los huesos grises y corroídos de la riqueza de donde se brillan y nutren las maderas finas y los niños blancos.

Foto @alfonsocuaron

El incendio en la "hacienda" es similar a muchas escenas que involucran a la clase ociosa de La Dolce Vita de Fellini. Nuevamente, Cuarón nos muestra que al otro lado del espectáculo que los despierta (el fuego), hay una economía entera de pobreza estructural e invisibilidad. Si no fuera por un incendio fortuito para sacarlos de la eterna modorra, bien podría ser una guerra, ya saben "sólo para ver el mundo arder en hermosos colores". El "baile" que precede al fuego, mejor aún que lo profetiza mediante animales mágicos, es alusivo a Fanny y Alexander de Bergman. En este último, la escena sirve al director como un proyecto social integracionista; en esa danza del ciempiés humano, la familia Ekdahl integra simbólicamente el ejército de sirvientes a su servicio. Pero Cuarón le da un giro oscuro, el ciempiés danzante se muestra como un macabro ritual de los ricos que observan los pobres (Cleo, sentada en el suelo), con igual curiosidad que con horror.

Žižek ha hecho un análisis de la película como un cierto despertar de Cleo como sujeto político. Creo que podemos añadir algo más aquí. La película está hecha de ciclos, comienza con un avión reflejado en un piso jabonoso, una ilusión, y se cierra con otro avión en el cielo abierto. Sin embargo, hasta donde yo puedo ver, el ciclo pesa no sobre Cleo, sino sobre nosotros, los espectadores: ¿Amamos que el simbolismo sea más poderoso que la persistencia vital de Cleo? ¿Celebramos el cierre del ciclo porque Cleo ha vuelto (¿despierta?) a una normalidad estética? A donde ella pertenece ¿No es más bien que el auténtico sujeto político petrificado y anestesiado, atrapado en la red de la normalidad somos nosotros, el espectador? Cleo y su "hermana" saben que siempre están siendo vigiladas, siempre supervisadas, si apagan o no la luz, etc. Cleo sabe muy bien (quizás no con estas palabras) que para la familia de clase media ella es un lujo consumista tan desechable como el Ford Galaxy. Ella sabe que sólo puede expresar lo que ha sido reprimido dentro del tejido humano al que sirve cuando está dispuesta a sacrificarse por él. Que solo puede "declarar" o "informar" por encima de un gruñido cuando se somete a un rito sacrificial, mientras tanto, cada grito se suprime y controla, y es medido como una libra de harina de maíz.

La experiencia cinematográfica de Cuarón como vehículo para la crítica cinematográfica (hasta donde alcanzo a ver) arroja un mea culpa del artista blanco que se ha centrado, o bien en su propio "malestar" hacia una civilización de la que no puede ni escapar ni abjurar; o que, peor aún, mueve erróneamente una extravagante red libidinal para salvar a los pobres y oscuros de un mundo desigual. Este es el complejo del salvador que siempre lo hace caer en los pozos podridos del poder como dominación, siempre perdiendo su marca por mundos a la vez.

La cámara de Cuarón es fría pero hermosa, no de intimidad sino de arquitecturas, de ángulos abiertos que no dilatan las realidades, sino que las pintan y las dejan sin anunciar, sin siquiera tocarlas. No vemos su mano tratando de salvar a nadie, de recitar un manifiesto o de pegar un nauseabundo panfleto en nuestra cara; no es un tratado político.Las ruedas que gira el mexicano están dentro de una tradición (blanca y heterosexual) que usa como un filtro estético, para cuestionar la capacidad del cine como una forma de arte poética para abrir nuevas grietas en esto que llamamos "verdad". Esa puesta en escena que hace presente el régimen de las sensibilidades, y que anuncia una novedad de la perspectiva se llama ficción, y es el arte de hacer presente lo posible o lo que el "simulacro" de la verdad hace que parezca imposible.

*Profesor visitante del Instituto Tecnológico Autónomo de México, ITAM

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