A los mexicanos nos gusta comer picoso. O, digo, a la mayoría de los mexicanos. Eso de saborear un mole poblano, unas ricas enchiladas verdes o rojas, unos chilaquiles, un mole de olla, unos chiles rellenos, un caldo de camarón cargado de chile guajillo –del picoso-, o unos tacos de lo que se quiera, pero que sin salsa picosa hasta rabiar saben a nada, como que sin chile les falta el espíritu, el castillo de cohetes o los toritos de fuegos artificiales de mil colores brillantes en la feria.
¡Ah! Porque las salsas picosas mexicanas son otro mundo, son el cielo y las estrellas puestas en el metate o el molcajete; es el aire que se respira; es el sol de la mañana y es la urgencia de bomberos una vez que se da el bocado celestial: “¡A jijo… pica de la ch…!”
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Pero no suelta uno el taco así llueva, truene o relampaguee; ni el mordisco. Y uno sigue y sigue y los ojos llorosos acusan dolor de la conciencia y la nariz fluyente nos dice que hay respingo interno y el resollar, porque arde la boca, es por todo junto. Pero es así y es como nos gusta comer: el puro sacrificio, el puro masoquismo, el puro deleite y el sabor inolvidable desde que comenzamos la vida y hasta que nos recetan ‘caldito de pollo, sin chile y sin grasa’.
Porque nos gusta que la comida tenga esa furia que es una mezcla de fuego y de necesidad y esa picardía inigualable que sólo está en los platillos mexicanos de todos los días, aunque, también es cierto: en México hay comida de todo y para todos…, cuando la hay.
No en balde en 2010 la comida mexicana fue declarada “ Patrimonio inmaterial de la Humanidad”, según la UNESCO.
Y esto porque mantiene entre sus ingredientes y condimentos productos de origen histórico; los que nacieron primero aquí, en lo que hoy es México y que ha sido un aporte para el mundo, entre los que están el jitomate, el tomate verde, el aguacate, el cacao –para el chocolate sabroso y espumoso-, la vainilla, el nopal, el fríjol, el zapote, el chicozapote, la jícama, la calabaza, la tuna, el camote, el chayote, la chía y tantos más…
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Pero uno es especial. Uno que causó extrañeza a los hombres barbados que llegaron del mar a principios del siglo XVI a estos territorios que –lo dicho- no configuraban todavía a México pero que ya mantenían culturas y costumbres ancestrales propias: su propia religión, sus conocimientos, su arquitectura, su sentido de la vida propio, su medicina, su educación, su solaz y, sobre todo, su alimentación sana y dichosa.
Y eso: Entre los productos que llamaron la atención de los españoles estaba uno en particular: era el chile. Era ese condimento que parecía inofensivo, pequeño, tenue, pero cuyo sabor sacó de quicio sus propios gustos, les advirtió del peligro, pero al mismo tiempo comenzaron a reconocer sus intensidades y sus propiedades; su gusto y su ‘estarse quieto’ luego del trance.
En el siglo XVI, en su “Historia General de las Cosas de la Nueva España”, Fray Bernardino de Sahagún, describió que los antiguos habitantes de aquí conocían una enorme variedad de formas de cocinar el chile. Generalmente, el ‘ capsicum’ era sazonado con tomate, en una especie de salsa con diversos colores, sabores, olores y texturas muy representativas. Esos que podrían compararse con alguna salsa de molcajete, como hoy la conocemos.
‘Los mexicas lo cultivaron en chinampas y lo convirtieron en ingrediente base de su alimentación junto con el tomate, el maíz, el frijol y la calabaza. Fue tal su trascendencia que incluso le asignaron atribuciones militares (el humo del chile en el fuego provocaba una especie de gas irritante usado con fines bélicos).
‘La diosa hermana de Tláloc, “dios de la lluvia”, fue bautizada como la “Respetable señora del chilito rojo”. Incluso, Fray Bernardino de Sahagún menciona que, para los antiguos mexicanos, el chile tenía significaciones relacionadas al amor carnal e incentivaba el apetito sexual.
‘De hecho, durante las celebraciones en honor al dios de las flores, la danza, de los juegos y del amor, Macuilxóchitl, los pobladores se sometían a un riguroso ayuno y se abstenían de comer chile. Todo aquel insensato que osara violar el ritual y romper el ayuno, según Sahagún, padecería de serias enfermedades en “sus partes secretas”.’ (Jorge Aguilar Bello)
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El chile aparece en algunos vestigios prehispánicos. La huella más antigua de semillas en México se encontró en la cueva de Coxcatlán, en Tehuacán, Puebla, donde arqueólogos encontraron restos de chile de entre 6,900 y 5,000 a.C., como también en una de las lápidas del Edificio J de la Zona Arqueológica de Monte Albán, Oaxaca. Otro ejemplo son los restos de braseros prehispánicos localizados en Teotihuacán, con ornamentos en forma de chile.
Durante la Conquista, en el siglo XVI, los españoles nombraron ají al “axi” o ‘chilli’, en su afán de darle nombre nuevo a las cosas o al modo como lo entendían. Y lo utilizaban para sazonar carnes; lo llevaron a España para su cultivo, pero al sembrarse en aquellas tierras perdió su rasgo característico: el picante, convirtiéndose en el chile dulce conocido hoy como pimiento.
“… En el Códice de Yanhuitlán se encuentra la imagen de chiles almacenados, lo cual hace referencia a los cultivos coloniales de los habitantes de Oaxaca, según Enrique Vela ( Revista Arqueología Mexicana, No. 32.)
Y ahora que hable la ciencia: La Capsaicina, componente presente en el chile, es la causante de la sensación de quemazón en la boca; ésta estimula la liberación de endorfinas, sustancias del cerebro que producen la sensación del placer.
El doctor Héctor Gómez Jaramillo, gastroenterólogo del Instituto Mexicano del Seguro Social, ha dicho que esta es la razón por la cual el consumo de chile ayuda a aumentar los niveles de serotonina, neurotransmisor responsable de la sensación de bienestar.
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Luego: los mismos médicos dicen que consumir chile produce beneficios para el sistema cardiovascular; contiene las propiedades antiinflamatorias y antioxidantes de la capsaicina; ayuda a controlar el peso; regula la tasa de azúcar en sangre, reduce el riesgo de cáncer y mejora la digestión. Aporta vitamina C, B6, K y A; además de minerales como el hierro y el potasio.
Pero también dice que en exceso produce malestares estomacales. Esto es: Para algunas personas comer chile puede ocasionar dolores en el estómago y según la Journal of Neurogastroenterology… las personas que sufren estos problemas al comer chile comúnmente tienen el síndrome de intestino irritable, aunque también puede ser que sufran el “¡corre, que te alcanzo!” y puede alterar la úlcera y las gastritis.
Pero nada, el chile es parte esencial del alimento mexicano. Es como la sal, la pimienta, el clavo, el comino, el tomate o jitomate, el cilantro, el aguacate… y tanto: “un día sin chile es un día perdido”…Y hay aquí, según se sabe, hasta 96 especies distintas de chile-picante, de las que se exportan unas 500 mil toneladas al año, ya de chiles frescos y 60 mil de secos, principalmente a Estados Unidos y Europa, “lo que le vale ser el sexto productor a nivel mundial, detrás de China, España, Turquía, Nigeria e India”, muestra el investigador Jaime Ortega Zaldívar.
Y los hay de todos colores y sabores e intensidades y consecuencias. Los hay desde el furioso y siempre muy enojado chile habanero… ese mismo que hace que el cielo y las estrellas se miren borrosas luego de un bocado…
El chile guajillo, el pasilla, el chile de árbol, el puya, el poblano, el cuaresmeño luego convertido en chipotle, el chilaca, el piquín, o el “de agua” de mi tierra oaxaqueña –que de agua tiene el sabor y el picor a cuestas- o el chile “paradito” (épale, sin albures), que nace en las matas silvestres y que arruga el entrecejo.
¿Y qué tal el chile serrano… o chile verde? “Llorona, picante, pero sabroso”, ese que no falta en las mesas de los mexicanos al grito de “oooooorale’s” y más si es “toreadito” para que pique aún más y para que el alma rebose de alegría.
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Es la picardía en nuestra comida; es su alegría; un poco de ardor y enorme devoción por el sabor extremo, ese brío del espíritu que hace que quedemos pasmados, quietos como la estatua de marfil, perdidos en nuestro dolor y nuestro llanto para pasar luego a la alegría y a la necesidad de otro taco: “¡Con mucha salsa, pero que pique de a de veras!”… “¡Ay de mí, Llorona!… Llorona del campo mío…”