Había un país en donde las diosas pepenaban
Ahora que el Fonca ha pasado a formar parte institucional de la Secretaría de Cultura, con todo lo que eso implicará a mediano y largo plazos, y a propósito de sendas encuestas que diversos actores culturales (traductores literarios, trabajadores de la edición y empresas especializadas que enfocaron su ejercicio en la comunidad cultural en general) han echado a andar en estos tiempos para, justamente, acercarnos al impacto económico que la pandemia por Covid-19 dejará en la, ya de por sí, golpeada comunidad creadora del país (ya abordaremos en su momento sus resultados), se me vino de nuevo a la cabeza la necesidad de volver a enarbolar con fuerza y decisión la demanda de seguridad social para los artistas. También volví a recordar, tal vez por lo mismo, cómo hubo un anteproyecto de ley que, en su momento, llegó hasta el Senado de la República, para no prosperar nunca.
Nos gusta recordarlos, nos encanta citarlos, nos vanagloriamos con sus obras (las llegamos a usufructuar, de hecho, sin pago ninguno en no pocas ocasiones), nos enorgullece su trabajo y no nos cansamos de evocar lugares comunes con tal de hacernos presentes a la hora del homenaje, de los acalorados recuerdos, de las multitudinarias menciones, del reconocimiento nacional o internacional. Nos gustan y nos encantan, pues, nuestros artistas, nuestros creadores, esos incansables y peculiares trabajadores del terreno cultural. Sobre todo, los más reconocidos.
Y, no obstante, poco nos gusta ubicarlos en ese lado en donde los laureles no son sino hojas y ramas secas llenándose de pequeños gusanos y hormigas.
Víctor Hugo Rascón Banda, en su libro ¿Por qué a mí? Diario de un Condenado, narra cómo, para controlar una terrible enfermedad, tuvo que vender todo para pagar sus tratamientos, sus hospitalizaciones, sus recetas. El maestro escribe cómo le pasaban por debajo de la puerta las facturas del hospital, y la angustia que le daba cada vez que aquello sucedía. Y eso que Rascón Banda llegó a ser el presidente de la Sociedad General de Escritores de México (Sogem).
Eduardo López Rojas, aquel gran actor, tuvo una diabetes que provocó que le fueran amputando varios miembros del cuerpo acabando de filmar en Estados Unidos. Había ido a rodar la película My Family, pero, asaltado por la gravedad, y ante la necesidad de hospitalización inmediata, se endeudó de igual forma, grave y preocupantemente, hasta morir.
Amparo Ochoa, nuestro revolucionario y vernáculo jilguero, falleció muy joven de cáncer de estómago, sin más ayuda que la de su familia.
Rita Guerrero murió también muy joven, y a pesar de que se hicieron colectas para la compra de medicamentos especiales y de alimentos orgánicos, al final, el cáncer alcanzó a la grandiosa cantante de Santa Sabina sin que el pago por conciertos o por sus clases en el Claustro de Sor Juana le garantizaran o cubrieran una hospitalización digna, eficaz y oportuna.
En fin, que existen y han existido no pocos artistas, contemporáneos y no tanto, que a la hora de la verdad, esa que coquetea tanto con la vida como con la muerte, aunque mucho más con la muerte, para ser sinceros, se ven en la mayor de las desprotecciones, aquella en donde la seguridad social brilla por su ausencia.
México, en ese sentido, sigue teniendo una enorme deuda. Enorme, gigante, descomunal. Una deuda grosera con sus artistas, con sus creadores. Creadores que, por cierto, aparecen sí o sí en las listas fiscales como unas entidades que tributan cual personas físicas con actividades empresariales.
Los artistas, pues, cumplimos al final con nada despreciables actividades de empresa con nuestras obligaciones fiscales; en mi caso particular porque siempre habré de agradecer que en mi país exista la educación pública. Sin ella, sencillamente, yo no sería quien soy. La escuela pública no tiene que morir, todo lo contrario. Por eso me gusta pagar. Punto. Pero, al ser también trabajadores, precisamos como cualquiera de una mínima seguridad social, que nos garantice el derecho efectivo a la salud, para empezar. Y eso es lo que, justo, la comunidad cultural y creadora del país no tiene. Punto.
Vuelvo a citar a Rascón Banda, quien, en sus tiempos combativos, llegó a decir que la cultura, después del petróleo y el turismo, aportaba el 6.7% del PIB, siendo la tercera fuente de ingresos más importantes de este país. Puedo apostar a que dicha cifra no se ha modificado mucho que digamos, si acaso en contrario, justamente por las actuales circunstancias por la pandemia. Los productos culturales, pues, generan una gran derrama económica, de otro modo, no se entendería la existencia de empresas que viven, precisamente, de la subsistencia de los creadores que los paren.
Si esto es así, ¿por qué entonces los artistas, los creadores mexicanos, siguen, en pleno siglo XXI, sin poder ejercer un derecho fundamental como lo es la seguridad social? Trabajamos todos los días, como en cualquier otro sector. Dejamos la vida en nuestra labor artística y productiva, ¿luego entonces?
Se me viene a la mente aquella anécdota que me compartió hace unos años un monstruo nacional de la actuación. Fue intimidante. Casi no podía creer que me hubiese concedido una entrevista.
“Yo llevo 43 (hoy 50) años trabajando profesionalmente, empecé a los 10 años a estudiar teatro. Pero en estos tiempos, resulta que en muchos lados, si no soy licenciada, yo no soy nada, no soy actriz… es como para preguntarse, ¡ah, caray! entonces, ¿dónde está mi vida en todo esto?, ¿dónde toda la aportación cultural a mi país?
“Y es que, mira, te platico. Una vez, me ofrecieron una plaza en una universidad, por medio de un director de teatro que conoce muy bien toda mi carrera, todo lo que yo he hecho, y con el que trabajé; pues nada, que es maestro en esa universidad y me ofreció una plaza. Ok. Me hicieron llevar un currículum y toda una bola de papeleo peor que cuando presentas algo al Fonca para solicitar una beca… de verdad. Pero bueno, a pesar de eso, yo junté todo y de todo, y pasó después que ya cuando revisaron mis papeles, la plaza que me ofrecieron fue de mucho menor categoría que la que me habían ofrecido en un principio.
“Fue una lástima, porque en esas condiciones ya no valía mucho la pena para mí, la verdad. Pasó. Y digo, la intención con este maestro era precisamente que yo pudiera dar clases para tener seguridad social y todas las prestaciones de ley. ¿Te suena? Pero resulta que un buen día, me encuentro en la universidad en cuestión a un chico al que aprecio, aclaro, cuyo examen de actuación yo había presenciado dos años atrás, y le pregunto extrañada ‘¿qué andas haciendo por acá?’, y me dice ‘pues, entré a dar clases’. ‘Hombre, ¡qué bien! ¿Y de qué?’, que me contesta ‘pues me dieron una plaza de tiempo completo… ¡en actuación!’ Y mira, para serte sincera… yo me quedé frí-a. Con esto te digo todo.
“Por eso insisto y espero que Conaculta no nos vaya a pedir que seamos todos licenciados para poder estar en ese padrón (un padrón de creadores que se planteó en épocas de María Rojo en el Senado, justamente en el marco del anteproyecto arriba mencionado). Porque hay mucha gente valiosa que estudiamos en los años 50, y todavía hay gente viva de la primera generación de la Escuela de Teatro del INBA, por ejemplo. Gente de los años 60, 70… ¿y vamos a quedar fuera por el único hecho de que no tenemos un papel en donde diga “licenciado”? No sería justo. Por eso será importante que también tomen en cuenta el currículum artístico, la experiencia, los años reales, comprobables, de la gente que ha trabajado en la cultura, pero de verdad”.
El monstruo al que aludo es ganadora del Ariel a Mejor Actriz de Cuadro en 1989 por la película Mentiras Piadosas y Mejor Actriz de Teatro por Antígona en Nueva York en 1998, entre otros premios, referencia obligada del cine y del teatro de calidad en México, a su poderosa calidad de histrión le debemos deslumbrantes actuaciones en filmes como Historias Violentas, El Imperio de la Fortuna, Mentiras Piadosas, Cuentos de Hadas para Dormir Cocodrilos, La Máscara del Zorro, Párpados Azules, Hasta Morir, Sin Remitente, Enemigos Íntimos, Principio y Fin, Un Embrujo y El Crimen del Padre Amaro, por mencionar sólo algunos. Hay una aparición contemporánea suya en la última temporada de La Casa de las Flores, serie de Netflix. ¡Y qué decir de su papel de María Moliner en la extraordinaria obra de teatro El Diccionario!
Ese monstruo del que hablo es la primerísima actriz Luisa Huertas, nombrada apenas el año pasado Patrimonio Cultural Vivo de Ciudad de México. ¡Patrimonio Cultural Vivo!
Y yo añadiría, por tanto, de México.
Este país, insisto, tiene una enorme deuda con sus artistas, con sus creadores.