Augusto Monterroso, en busca del dinosaurio

Los Monterroso sólo conocían la dictadura como forma de gobierno; las diferenciaban por su potencial represor y las excentricidades de su dirigente.

El Sol de México

  · viernes 25 de diciembre de 2020

Augusto Monterroso, en busca del dinosaurio, de Alejandro Lámbarry. Fragmento publicado con autorización de Bonilla Artigas Editores

Hacia el año de 1947 solo cinco países no habían vivido una elección democrática: Etiopía, Mongolia, Yemen, Arabia Saudita y Nepal. Otros cinco tuvieron una sola: Afganistán, China, Paraguay, Tailandia (entonces Siam) y Guatemala. Los diez fueron en su momento (la mayoría lo sigue siendo) sociedades empobrecidas, desiguales y arbitrarias.

Los Monterroso sólo conocían la dictadura como forma de gobierno; las diferenciaban por su potencial represor y las excentricidades de su dirigente. A Estrada Cabrera lo inmortalizó la novela de Miguel Ángel Asturias; a Rafael Carrera el hecho de que algunos lo acusaran de no saber leer ni escribir cuando subió al poder; a Carías Andino su estadio de futbol como único legado. En la década de los treinta el dictador en Guatemala era el general Ubico, a él lo inmortalizaron un par de referencias de Pablo Neruda en su autobiografía: el poeta escribió que los guatemaltecos temían tanto hablar de política que, para hacerlo, subían en coche a la cima de las montañas.

Jorge Ubico fue un liberal educado en la élite guatemalteca y en los Estados Unidos. Cuando ascendió al poder suprimió la autonomía de la universidad, prohibió que se usara la palabra “obrero”, exoneró a los finqueros de responsabilidad criminal en los límites de sus dominios, se hizo tomar fotografías posando como Napoleón y convirtió al país en una sociedad de espías. Un secretario de Ubico le contó a Neruda que por discutirle una opinión, fue amarrado a una columna del despacho presidencial y azotado.

Según Michel Foucault en su libro "Historia de la locura en la época clásica", el poder se encuentra en todos los espacios e instituciones humanas; es omnipresente porque se encarna en el lenguaje que es el sistema por medio del cual entendemos el mundo; es, al igual que la ideología, aquello que nos hace sujetos. El poder nos separa entre cuerdos y locos, sanos y enfermos, es la medida de las dualidades. Todos ejercemos el poder, aunque no lo percibamos. De hecho, podemos ejercerlo muchas veces porque no tenemos cargo de conciencia, lo naturalizamos. En este hecho último radica el elemento revolucionario del pensamiento de Foucault. Hacer consciente el ejercicio de poder para así poder regularlo de manera más justa e inteligente: la búsqueda de la equidad por medio del reconocimiento del subordinado.

Ubico ejercía un poder represor extremo; creía que ese poder le había sido legítimamente otorgado ya fuera por su innata inteligencia y carisma, por su educación en las mejores escuelas de Guatemala y Estados Unidos, por su estúpido linaje napoleónico. Ubico naturalizó el hecho de azotar a un secretario por discutirle una opinión. Ubico entendió su papel de dictador dentro de una sociedad acostumbrada a obedecer sin pedir razones. Ubico creó a esta sociedad políticamente pasiva y resignada: despertó en la sociedad un deseo profundo y legítimo de reclamar mayor igualdad. No me Ubico, escribió Monterroso, en un muro de la ciudad.

Al dictador y a sus empleados, a los espías y a los orejas, a los soldados y las policías se les cimbró el piso. En este juego de palabras se tradujo con lucidez el movimiento de protesta que inició en Guatemala en 1944.

Como en muchas grandes revoluciones, la de Guatemala empezó por un hecho en apariencia trivial: la intervención en las elecciones para reemplazar a los decanos de la Universidad de San Carlos. Los universitarios sintieron su autonomía violada. El gobierno negó toda acusación, hubo marchas y en ellas murió la profesora María Chinchilla. Quizá el asesinato se debió a un error de las fuerzas de represión; si este fue el caso, el mensaje era aún más grave: significaba que los esbirros del dictador habían naturalizado la violencia al punto de matar por error a manifestantes pacíficos. Se encendió la revuelta, la sociedad activa e inconforme se lanzó en protesta a las calles a sabiendas de que arriesgaban la vida.

La Universidad de San Carlos tenía una población estudiantil de aproximadamente mil quinientos a dos mil estudiantes. En números eran pocos, pero aumentaron rápidamente con la población civil. La sociedad guatemalteca ya no soportaba su posición, quería cambiar de lugar, quería respeto; necesitaba situarse en un ámbito distinto; debía deshacerse de Ubico. Monterroso se unió a las protestas desde temprano, acompañado por el grupo de escritores y artistas jóvenes de Guatemala; a los diálogos literarios siguieron las discusiones políticas; dejaron la revista Acento por nuevos proyectos de periodismo comprometido.

Una palabra en el lugar equivocado podía entrañar un costo altísimo. Las marchas eran reprimidas con violencia. Casi al inicio del movimiento, su amigo Otto-Raúl González fue atacado con un sable a media cara mientras marchaba pacíficamente en grupo. Pidió y recibió asilo político en México, país que ya conocía y desde el cual pensaba contribuir a la lucha sin tantos riesgos.

Vivir la dictadura era vivir el peligro. “No he hecho otra cosa en El Señor Presidente, decía Asturias, que traducir el sentimiento que mamé con la leche materna, que viví, infante: el miedo”. Enfrentarse a la dictadura era todavía peor. Hubo arrestos, muertos, desapariciones y exilios. La ola de protestas no cesaba, su radio se iba, al contrario, ampliando, de los estudiantes a la clase obrera, los funcionarios públicos y, por último, a la clase media alta, los aliados de Ubico.

1944 fue un año de protestas, de marchas y reuniones clandestinas que terminaron con un hecho inesperado: la derrota del dictador. Renunció a su cargo en el mes de julio de ese mismo año. La inconformidad de la gente, incluyendo la oligarquía, que salió a las calles a protestar, librando amenazas y represiones, fue demasiada. No podía gobernar de esa manera, y antes de matar a más ciudadanos, dejó el poder. Llegó el momento de la celebración, de reconocer sus logros: una clase social no por su posición subordinada sino por compartir los mismos intereses, un país que había logrado organizarse y ganar.

Pero a Ubico le sucedió el general Ponce Vaides, cercano al dictador y, por ende, sin la menor idea del momento histórico ni del país que iba a gobernar. Interpretó la caída de su predecesor como debilidad al otorgarle demasiada libertad al pueblo. Ponce Vaides canceló las elecciones democráticas, las protestas fueron reprimidas con mayor fuerza. Si a Otto-Raúl González estuvieron a punto de matarlo con un sable, a Monterroso casi lo mató un caballo que se alzó sobre su cabeza en una marcha.

Foto: Cuartoscuro

La dictadura de Ponce Vaides se entiende con el dictamen de Marx: la historia suele repetirse dos veces, la primera como tragedia y la segunda como farsa. Si con Ubico hubo represión en las marchas de protesta, intransigencia, violencia y corrupción por permanecer en el poder y el culto exagerado a la persona, con Vaides hubo lo mismo en un lapso menor, porque esta vez el pueblo fue menos tolerante.

Monterroso y sus amigos dejaron Acento para publicar, en su lugar, un periódico más subversivo que repartían en las calles a gritos: El Espectador. En una ocasión, al salir de una reunión clandestina con amigos, Monterroso creyó que lo seguía un espía del gobierno, desesperado se comió la hoja donde habían escrito sus anotaciones: “Todavía recuerdo el sabor de la cuartilla escrita a máquina, partida en pedazos, que tuve que masticar y tragarme”.

Las protestas siguieron. Si habían obligado a la renuncia de uno, podrían hacerlo con el sucesor: seguir hasta que hubiera elecciones democráticas. Monterroso fue uno de los trescientos once firmantes de una carta que pedía la renuncia del dictador Ponce Vaides; hay que agregar su participación en las marchas. Las autoridades sabían de su activismo, pero fue la publicación del periódico El Espectador lo que colmó su límite de tolerancia.

Monterroso y Francisco Catalán publicaron El Espectador el miércoles treinta de agosto de 1944. Al día siguiente la policía fue a su casa a buscarlos. Después de tres requerimientos lograron por fin localizarlos y los condujeron a la jefatura de policía. Los entrevistó el jefe y el director de la policía; les ordenaron que dejaran de publicar el periódico y ellos tuvieron la osadía de preguntar los motivos. Como respuesta, el director les pidió un número del periódico, ordenándoles que regresaran en la tarde del día siguiente para conocer su veredicto censor. Y regresaron al día siguiente, forzados por la policía.

–“Tienen ustedes el pelo muy bonito, para que se les quite”.

Este fue el fallo del jefe de policía.

Lograron salir una segunda vez de la jefatura. No habría una tercera advertencia, por lo que una vez afuera, planearon su huida. Monterroso fue al Banco de Londres para sacar todos sus ahorros y salir del país. Fue interceptado con violencia ostensible y llevado de nueva cuenta con el director de policía. También detuvieron a Catalán. Cuando el director los vio en su oficina, habló por teléfono al jefe de Seguridad ordenando su detención inmediata. Ya no había necesidad ni ganas de discutir: ¡a la cárcel!

Caminaban hacia su inminente arresto, cuando vieron a un costado, en el patio, una puerta abierta. Sin dudarlo escaparon trepidantes de la jefatura. Corrieron por las calles céntricas sin levantar grandes sospechas porque era una tarde de lluvia intensa. En el parque de la Concordia, tomaron un taxi que los llevó directo a la embajada de México.

Años después, Monterroso hablaría de una estancia en la cárcel y de cómo escapó de ahí “rocambolescamente” para obtener asilo diplomático en la embajada de México. Lo rocambolesco debió ser su carrera por toda la ciudad de Guatemala, perseguidos por policías que debían custodiarlos a la cárcel.

Monterroso y su amigo llegaron indemnes a la embajada mexicana. En ella los separaron; a cada uno pidieron que narrara los hechos ocurridos durante los últimos tres días. Pasaron un día entero escribiendo. Después de cotejar las versiones, el embajador Romeo Ortega les concedió el asilo. El único libro que pudo empacar fue el de los Ensayos de Montaigne en la traducción de Constantino Román y Salamero, de Garnier. Para que viajaran sin problemas hasta Tapachula, en México, los acompañó un funcionario de la embajada; además, los tres guardaban en su equipaje una bandera mexicana que podían mostrar en defensa personal contra cualquier esbirro del dictador. Una vez en Tapachula, el funcionario les dio dinero para comprar los boletos de autobús a la capital; Monterroso y Catalán lo usaron mejor para tomarse unas cervezas. Así terminó una intensa actividad política en la ciudad donde había aprendido a leer, escribir y trabajar.

Foto: Cuartoscuro

Un mes después de su exilio, asesinaron en Guatemala al periodista Alejandro Córdova, fundador del diario El Imparcial. Se trataba de un periódico de gran historial y difusión. ¿Qué habrían hecho con un grupo de jóvenes que repartían su periódico de mano en mano? Preocupado por las constantes marchas callejeras y el descontento general, Ponce Vaides llamó a elecciones. Cuando se reunieron los legisladores en la Asamblea Legislativa, se arrepintió de lo dicho y la invadió con sus soldados despidiendo a los presentes. Un hombre pusilánime, indeciso, heredero de Ubico. Cuatro meses después de su ascenso al poder, se vio obligado, por fin, a abdicar. Fue una ironía que realizara el mismo recorrido que Monterroso había hecho en septiembre hacia la embajada de México para pedir asilo.

La tradición literaria guatemalteca

Monterroso abandonó Guatemala a los veintidós años, jamás volvió a vivir en un país de Centroamérica. La mayor parte de su vida transcurrió en México, aunque nunca adoptara la nacionalidad mexicana; hacerlo implicaba renunciar a la nacionalidad guatemalteca, a lo cual Monterroso se negó siempre, no por pertenecer a una raza, ni por nacionalismo. Más que su historia, su belleza natural, su pasado político y su florecimiento artístico, se sintió centroamericano por su tradición literaria: uno de sus sueños fue ocupar una página en un libro de texto de su país.

Entre todos los autores que forman la tradición literaria guatemalteca, el más cercano a Monterroso, aquel con quien se relacionó por la escritura del ensayo y la visión universalista de la literatura, la nacionalidad y el subsiguiente exilio en México, fue Luis Cardoza y Aragón (1901-1992).

Los veinte años de diferencia de edad hicieron de su primer encuentro uno entre discípulo y maestro. Cuando Monterroso llegó a México, Cardoza y Aragón era ya un autor reconocido, sus escritos sobre los pintores mexicanos habían viajado por toda América, había vivido en Europa y había sido testigo de los movimientos de vanguardia como el surrealismo.

En México, Cardoza y Aragón se relacionó con los Contemporáneos sin llegar a identificarse por completo con el grupo; se afilió a la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (lear) sin defender ciegamente sus ideales. Octavio Paz recuerda haber escuchado uno de los discursos en los que definía a la poesía como una actividad al servicio de la perpetua subversión humana, y haber abandonado el auditorio con la expectativa incumplida de escucharlo pronunciar la Revolución socialista. Luis Cardoza y Aragón encontró el punto medio entre vanguardia y compromiso político, fue figura marginal que no obtuvo la proyección merecida y, sin embargo, el medio cultural especializado lo admiró siempre. En cierta medida, fue alguien muy parecido a Monterroso antes de Monterroso. Se vieron la primera semana de la llegada de éste a México, en la cantina del Puerto de Cádiz. Los presentó Otto Raúl-González y el encuentro resultó fascinante. Fue, en el recuerdo de Monterroso, el momento de mayor confianza que hubo entre ambos. Hablaron de política, literatura y ciudades. El joven era claramente el discípulo, ignorante del medio cultural mexicano, necesitado y dispuesto a seguir al maestro. Cardoza y Aragón lo guió con el aprecio de quien apoyaba a un joven compatriota, inteligente y exiliado por los ideales políticos que compartían.

Fue un encuentro memorable y productivo, pero breve. Cardoza regresó a Guatemala para apoyar, en el medio cultural, al nuevo presidente, Juan José Arévalo. Cuando él y Monterroso volvieron a encontrarse habrían transcurrido más de diez años y otro exilio. Nada parecía haber cambiado. Cardoza narraba sus aventuras, contaba los planes de sus obras, evocaba el pasado y Monterroso escuchaba. Hubiera querido impresionarlo, pero en el medio siglo que duró su relación, a pesar de ser leído y valorado en América y Europa, a pesar de los premios y reconocimientos, Cardoza pareció siempre distante. “Cardoza no me lee” –escribió Monterroso en uno de sus cuadernos– “aunque yo no escribo una línea sin atormentarme por lo que él vaya a pensar de esa línea”.

Con el tiempo, Monterroso adquirió distancia para valorar su obra y la relación con su maestro. Leyendo el ensayo “Hours in a library” (1916) de Virginia Woolf, admiró su claridad y sencillez. Su prosa había querido ser como la de Woolf, quizá ese había sido el motivo de sus diferencias, los disgustos traducidos en ninguneos del maestro. Leyó después las casi mil páginas de El Río. Novela de caballerías, en la que Cardoza vació sus críticas y encuentros con los mejores pintores mexicanos y extranjeros, su aventura política, su exilio, sus opiniones y encuentros con escritores. Se trataba de la novela total, por completo Cardoza. Y en ella le dedicó a Monterroso dos bromas, una sobre su estatura (“a Monterroso le preguntaron si todos los guatemaltecos eran de su estatura, a lo cual respondió: ‘también hay chaparros’”) y otra sobre su mala suerte con las mujeres (“a Augusto Monterroso había que amarrarlo cada vez que veía pasar una loca, a fin de evitar se casara con ella”); y dos páginas sobre su obra, a la que comparaba con la de Alfonso Reyes. Comparación habría sido el mejor halago, pero Cardoza la expresó de manera tangencial, sin mencionar su estilo o un texto, y en compañía del caricaturista Toño Salazar.

Monterroso escribió en su cuaderno que la novela El río... no tenía valor literario alguno, era un libro descuidado. Él, tan preciso con las frases, tan exigente con la estructura de un relato, y este libro ingente desbordaba en figuras retóricas usadas por mera presunción, con una trama que, como su nombre lo sugería, generaba náuseas y mareos.

A cada llamado de Cardoza para acudir a un encuentro o a una actividad social, a cada solicitud para revisar un manuscrito, Monterroso siempre había accedido. Escribió artículos enteros sobre él, alabando su estilo a pesar de que a veces le parecía rebuscado. Abundó sobre su obra, aunque le pareciera descuidada con el tiempo. Cardoza debía haberle demostrado mayor interés, debía haber reconocido su valor literario, su talento, su superioridad.

Cardoza quiso heredarle a Monterroso todos sus originales y papeles literarios en 1975, su biblioteca, así como las regalías de sus libros editados y por editarse. ¿Reconocimiento del padre a su sucesor literario u órdenes para un empleado eficiente? ¿El viejo de más de setenta años heredaba al discípulo o en realidad lo ataba a una figura de la que hubiera preferido independizarse? En esas fechas, Monterroso tenía más de cincuenta años y había escrito tres de sus Obras más importantes: ya no era un alumno. Rechazó la oferta de Cardoza aunque, con los años, asumiría un papel predominante en la creación de la Fundación Cultural Lya y Luis Cardoza y Aragón.

En sus cuadernos de 1983 Monterroso escribió:

El miércoles pasado proclamé una más de mis independencias. Me llamó Luis Cardoza y Aragón para recordarme que esa noche sería la mesa redonda sobre cultura popular guatemalteca. Por primera vez desde que nos conocemos le dije que no a algo. Naturalmente se sorprendió de mi actitud, e hizo algún intento de convencerme, pero yo me mantuve firme. Sin embargo, sé que ya soy otro; y el mismo. Unonunca llega a ser otro.

Su primera rebelión, a los sesenta años. Después escribió que Cardoza lo excluía de firmas colectivas, pretendiendo, así, restarle importancia a su persona. Además sospechó públicamente de su compromiso político. Les había preguntado a otros compañeros escritores si creían que Monterroso estaba con ellos. Lo hacía para sembrar cizaña, desprestigiarlo, reprenderlo por su rebeldía. Admiración, enojo, aprecio y envidias... ¡qué amistad no las tiene! Hubo un momento de total reconciliación, en 1988, cuando murió Lya Cardoza, la compañera de toda la vida de Cardoza y Aragón. Fue un velorio privado y discreto, familiar, a él acudieron tres personas, Monterroso y Bárbara. Cardoza era un anciano de casi noventa años, Monterroso estaba a punto de alcanzar los setenta. Todo estaba dicho. Después de cuarenta años de conocerse, de trabajar en conjunto, de leerse y escribirse, de admirarse y odiarse, se igualaron ante la imagen de la muerte. Fue grato saber que los dos la sobrevivirían en una página escolar de la tradición literaria guatemalteca.

Primera elección democrática

Al caer Federico Ponce Vaides (1944), se organizaron las primeras elecciones democráticas de Guatemala. En ellas ganó Juan José Arévalo; un hombre blanco, alto –en un país de hombres bajos– y educado en el extranjero.

En su ingreso a la presidencia de Guatemala en 1945, Arévalo enfrentó a un país con el setenta y un por ciento de la población analfabeta, donde el dos por ciento de las fincas controlaban el setenta y dos por ciento de la tierra cultivable. Sus dos prioridades fueron mejorar la educación y la búsqueda de equidad en el campo. Para la primera, tenía ya un trabajo reconocido e iniciado años atrás con la elaboración y la publicación de un método de enseñanza De lectura, escritura y dibujo, llamado Quetzal. Al incluir el dibujo entre los ejes fundamentales de enseñanza, demostró conocimiento de las culturas indígenas que suelen otorgarle prioridad al lenguaje visual que al escrito. Aumentó, en su gobierno, la planta de maestros de siete mil a once mil y los favoreció con prestaciones para la vivienda. El segundo tema, la equidad en el campo, fue una tarea más difícil. La United Fruit Co. tenía una presencia enorme en el país, era el mayor terrateniente, aunque el Estado era el mayor contratista: había expropiado las fincas de café a los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial y contaba con fortalecer ese comercio de manera más igualitaria. Impulsado por una lucha contra el monopolio estadounidense, el gobierno construyó una infraestructura ferroviaria en el noroeste del país, creando rutas alternativas que no estuvieran en manos de la Fruit Co. En ese momento empezaron los problemas.

Foto: Cuartoscuro

El gobierno de Arévalo afectaba a una industria estadounidense y por lo mismo se convirtió, ante sus ojos, en un gobierno comunista. Las batallas de la Guerra Fría no se libraron en ninguno de los dos países en conflicto, sino en la periferia de ambos. La zona de los enfrentamientos más sanguinarios en América fueron Guatemala, Nicaragua y El Salvador. Tenemos con Arévalo el primer vaticinio de esa disputa que alcanzaría su peor momento en los años ochenta.

Arévalo caminó, desde el inicio de su presidencia, sobre una cuerda floja entre la ideología conservadora de un país con una fuerte tradición católica, y la ideología capitalista liberal del imperio; entre los intereses de la Iglesia y los grandes empresarios. A su proyecto político le llamó “Socialismo Espiritual”. Con esta bandera, resistió el retiro del embajador de Estados Unidos en Guatemala, el ataque de los grupos de derecha y las oligarquías locales. Su mayor apoyo fueron las figuras culturales y, sobre todo, las clases bajas, a las que a veces manipuló a su antojo y conveniencia.

Al final de su mandato polarizó su discurso controlando la prensa, denostando y minimizando a la oposición. Según el historiador Carlos Sabino, Arévalo intentó gobernar solamente para el sector de los trabajadores urbanos y rurales, oponiéndose en ocasiones de manera clara y directa a la oligarquía semifeudal. Sus discursos recaían casi siempre en el tema de la revolución en contra de la oscura reacción, de la libertad contra los intereses imperialistas. Pero la oligarquía semifeudal y la Fruit Co. recibieron el golpe más fuerte cuando al terminar el mandato de Arévalo, perdieron, de nueva cuenta, las elecciones de 1951. Las únicas elecciones libres en la historia de Guatemala habían sido ganadas, dos veces, por un partido de izquierda. Este triunfo impactaría de manera directa en la vida y obra de Augusto Monterroso.