Charles Bukowski | La senda del perdedor

Te compartimos capítulos de la novela autobiográfica del considerado último escritor "maldito" de la literatura estadounidense

  · viernes 14 de agosto de 2020

Traducción de Jorge G. Berlanga y Ernesto Giménez-Caballero Alba

Editorial Anagrama

Barcelona



1

La primera cosa que recuerdo es estar debajo de algo. Era una mesa, veía la pata de una mesa, veía las piernas de la gente, y una parte del mantel colgando. Estaba oscuro allí debajo, me gustaba estar ahí. Debió haber sido en Alemania, yo debía tener entre uno y dos años de edad. Era en 1922. Me sentía bien bajo la mesa. Nadie parecía darse cuenta de que yo estaba allí. La luz del sol se reflejaba en la alfombra y en las piernas de la gente. Me gustaba la luz del sol. Las piernas de la gente no eran interesantes, no eran como el trozo de mantel que colgaba, ni como la pata de la mesa, ni como la luz del sol.

Luego no hay nada... luego un árbol de Navidad. Velas. Adornos de aves: aves con pequeños racimos de frutas en sus picos. Una estrella. Dos personas mayores peleándose, gritando. Gente comiendo, siempre gente comiendo. Yo también. Mi cuchara estaba doblada de tal forma que si quería comer, tenía que cogerla con mi mano derecha. Si la cogía con la izquierda, se apartaba de mi boca. Yo quería cogerla con la izquierda.

Dos personas: una más grande, con pelo rizado, una narizota, una boca enorme, mucha ceja; siempre parecía estar furiosa, gritando cada dos por tres. La persona más pequeña era tranquila, de cara redonda, más pálida, con grandes ojos. Yo las temía a las dos. Algunas veces había una tercera, una persona gorda que llevaba vestidos con un lazo en el cuello. Llevaba un gran broche, y tenía muchas verrugas en la cara con pequeños pelos saliendo de ellas. «Emily», la llamaban. Esta gente no parecía feliz de estar junta. Emily era la abuela, la madre de mi padre. El nombre de mi padre era «Henry». El de mi madre, «Katherine». Yo nunca los llamaba por su nombre. Yo era «Henry Junior». Esta gente hablaba en alemán la mayor parte del tiempo, y al principio yo también.

La primera cosa que recuerdo haberle oído decir a mi abuela fue: «¡Os enterraré a todos!» Lo dijo por primera vez un día antes de la comida y luego lo repetiría muchas veces, siempre antes de que empezáramos a comer. La comida parecía algo muy importante. Comíamos carne en salsa con puré de patata, especialmente los domingos. También comíamos rosbif, salchichas con chucrut, guisantes, ruibarbo, zanahorias, espinacas, judías verdes, pollo, albóndigas con espaguetis, algunas veces también con raviolis, y cebollas cocidas, espárragos, y todos los domingos pastel de fresas con helado de vainilla. Para desayunar tomábamos tostadas con salchichas, o tortitas con bacon y huevos revueltos. Y siempre café. Pero lo que recuerdo sobre todo es la carne en salsa con puré de patata y mi abuela Emily diciendo: «¡Os enterraré a todos!»

Nos solía visitar a menudo después de que viniésemos a América, cogiendo el tranvía rojo de Pasadena a Los Ángeles. Nosotros sólo la íbamos a ver en contadas ocasiones, viajando en el Ford T.

A mí me gustaba la casa de la abuela. Era un edificio pequeño cubierto por la sombra de una verdadera masa de árboles. Emily tenía a todos sus canarios en diferentes jaulas. Recuerdo sobre todo una visita. Aquella tarde ella fue cubriendo todas las jaulas con fundas de tela para que los pájaros pudieran dormir. La gente estaba sentada y charlaba. Había un piano, y yo me senté en el piano y empecé a pulsar las teclas y a escuchar su sonido mientras la gente hablaba. Me gustaba sobre todo el sonido de las teclas del extremo, donde apenas tenían sonido. Su sonido era como el de dos pedacitos de hielo chocando entre sí.

–¿Te quieres estar quieto? –dijo mi padre a voz en grito.

–Deja al chico que toque el piano –dijo mi abuela.

Mi madre sonrió.

–Este chico es un caso –dijo mi abuela–. Cuando traté de levantarle para darle un beso, fue y me pegó un golpe en plena nariz.

Siguieron hablando y yo seguí tocando el piano.

–¿Por qué no afinas ese aparato? –preguntó mi padre.

Entonces me dijeron que íbamos a ir a ver a mi abuelo. Mi abuelo y mi abuela no vivían juntos. Me dijeron que mi abuelo era un mal hombre, que le apestaba el aliento.

–¿Por qué le apesta el aliento?

No me contestaron.

–¿Por qué le apesta el aliento?

–Porque bebe.

Subimos en el Ford T y fuimos a ver a mi abuelo Leonard. Cuando llegamos, él estaba de pie en el porche de su casa. Era viejo, pero se mantenía muy firme. Había sido oficial en Alemania y se había venido a América después de oír que las calles estaban asfaltadas con oro. No lo estaban, así que montó una empresa de construcción.

La otra gente no salió del coche. Mi abuelo me hizo señas con un dedo. Alguien abrió la puerta del coche, yo salí y me acerqué hacia él. Su cabello era largo y de un color blanco puro, y su barba era también larga y de una blanca pureza, y a medida que me acercaba pude ver que sus ojos eran brillantes, como luces azules observándome. Me detuve a cierta distancia de él.

–Henry –me dijo–, tú y yo nos conocemos. Entra en casa.

Me tendió la mano. Al acercarme, pude sentir el olor de su aliento. Era muy fuerte, pero de cualquier forma él era el hombre más hermoso que había visto nunca, y yo no tenía miedo.

Entré en su casa con él. Me llevó hasta una silla.

–Siéntate, por favor. Me alegro mucho de verte.

Entró en otro cuarto. Entonces salió con una pequeña caja de hoJalata.

–Es para ti. Ábrela.

Tenía problemas con el cierre, no podía abrirla.

–Espera –dijo–, déjame a mí.

Soltó el cierre y me devolvió la caja. Levanté la tapa y vi la cruz, una cruz de hierro alemana con distintivo.

–Oh, no –dije yo–, no puedo aceptarla.

–Es tuya –dijo él–, no es más que una vieja condecoración.

–Gracias.

–Será mejor que te vayas ya, deben estar preocupados.

–Está bien. Adiós.

–Adiós, Henry. No, espera...

Me detuve. Él buscó en uno de sus bolsillos con un par de dedos, mientras sostenía una larga cadenilla de oro con su otra mano. Entonces me dio su reloj de bolsillo de oro, con la cadena.

–Gracias, abuelo...

Ellos estaban esperando afuera. Yo subí al coche y partimos. Hablaron de muchas cosas durante el viaje. Siempre estaban hablando, y no pararon en todo el camino hasta casa de mi abuela. Hablaron de muchas cosas, pero no dijeron ni una palabra de mi abuelo.


2


Recuerdo el Ford T. Te sentabas alto, y las aceras en movimiento resultaban amistosas, y en los días fríos, por las mañanas, y a veces en algún otro momento, mi padre tenía que colocar la manivela en la parte delantera del motor y hacerla girar un buen número de veces hasta conseguir hacerlo arrancar.

–Un hombre se puede partir el brazo haciendo esto. Pega unas coces como las de un caballo.

Los domingos, cuando no nos visitaba la abuela, nos íbamos de excursión con el Ford T. A mis padres les gustaban las fincas de naranjales, millas y millas de naranjos bordeando el camino, siempre florecidos o llenos de fruta. Mis padres llevaban una cesta de picnic y una neverita portátil. En la neverita iban botes de fruta helados, y en la cesta sándwiches de salami y mortadela, patatas fritas, plátanos y gaseosa. La gaseosa tenía que ser continuamente transportada de la neverita a la cesta, y viceversa, porque se congelaba muy rápidamente y había que sacarla de vez en cuando.

Mi padre fumaba cigarrillos Camel y conocía muchos juegos y trucos con los paquetes de Camel. ¿Cuántas pirámides hay aquí? Contadlas, vamos. Las contábamos y luego nos mostraba que había más.

Tenía también trucos sobre las jorobas de los camellos y acerca de las palabras escritas en el paquete. Los cigarrillos Camel eran cigarrillos mágicos.

Hubo un domingo en particular que recuerdo perfectamente. La cesta de picnic estaba vacía. Aún así seguíamos viajando a través de las plantaciones de naranjos, alejándonos más y más de nuestra ciudad.

–Papá –dijo mi madre–, ¿no crees que vamos a quedarnos sin gasolina?

–No, vamos bien de gasolina.

–¿Adónde vamos?

–¡Voy a coger unas cuantas naranjas!

Mi madre se quedó sentada muy rígida mientras seguíamos la marcha. Entonces mi padre se fue a un lado de la carretera, aparcó cerca de una valla de alambre y nos quedamos allí quietos escuchando. Luego mi padre abrió la puerta de una patada y salió.

–Coge la cesta.

Saltamos la valla.

–Seguidme –dijo mi padre.

Entonces nos vimos entre dos hileras de naranjos, a cubierto del sol por ramas y hojas. Mi padre se paró y comenzó a coger naranjas de las ramas más bajas del árbol más cercano. Parecía estar furioso, arrancando las naranjas del árbol, y las ramas parecían también enfurecidas, saltando arriba y abajo. Lanzaba las naranjas a la cesta del picnic, que sostenía mi madre. A veces fallaba y yo recogía las naranjas del suelo y las metía en la cesta. Mi padre iba de árbol en árbol, arrancando las naranjas de las ramas más bajas, arrojándolas a la cesta de forma frenética.

–Papá, ya tenemos bastantes –dijo mi madre.

–Y un cojón.

Siguió arrancando.

Entonces apareció un hombre, un hombre muy alto. Llevaba una escopeta.

–Muy bien, capullo. ¿Qué crees que estás haciendo?

–Estoy cogiendo unas naranjas. Aquí hay naranjas de sobra.

–Éstas son mis naranjas. Y ahora escucha, dile a tu mujer que las eche al suelo.

–Hay un jodido montón de naranjas por aquí. Usted no va a echar en falta unas pocas jodidas naranjas.

–No voy a echar en falta ninguna naranja. Dile a tu mujer que las eche al suelo.

El hombre apuntó a mi padre con su escopeta.

–Échalas –le dijo mi padre a mi madre.

Las naranjas rodaron por el suelo.

–Ahora –dijo el hombre–, largaos de mi plantación.

–Usted no tiene necesidad de todas estas naranjas.

–Yo sé lo que necesito. Fuera de aquí.

–¡Deberían colgar a los tipos como usted!

–Yo soy la ley aquí. ¡Fuera he dicho!

El hombre volvió a levantar la escopeta. Mi padre se dio la vuelta y comenzó a andar hacia afuera. Nosotros le seguimos y el hombre nos escoltó. Subimos al coche, pero era una de esas veces que no arrancaba ni a la de tres. Mi padre salió del coche para usar la manivela. Le dio un par de veces y no arrancó. Mi padre estaba empezando a sudar. El hombre permanecía de pie al borde de la carretera.

–¡Pon en marcha esa maldita caja de galletas! –gritó.

Mi padre se dispuso a darle de nuevo a la palanca.

–No estamos en su propiedad. ¡Podemos estar aquí todo el tiempo que nos parezca!

–¡Y un carajo! ¡Saquen esa cosa de aquí, y rápido!

Mi padre accionó otra vez la manivela. El motor dio unos cuantos petardeos, luego se paró. Mi madre estaba sentada con la cesta de picnic vacía en su regazo. A mí me daba miedo mirar al hombre. Mi padre giró de nuevo la manivela y el motor arrancó. Montó de un salto en el coche y empezó a hacer la maniobra para salir.

–No vuelvan por aquí –dijo el hombre–, o la próxima vez no saldrán tan bien parados.

Mi padre salió con el Ford T. El hombre seguía de pie junto a la carretera. Mi padre se puso a conducir muy deprisa. Entonces aminoró la marcha y dio un giro de noventa grados. Regresó a donde había estado de pie el hombre. Ya no estaba. Volvimos hacia la ciudad.

–Pienso regresar un día y ajustarle las cuentas a ese hijo de puta –dijo mi padre.

–Papá, tomaremos una buena cena esta noche. ¿Qué te gustaría? –preguntó mi madre.

–Chuletas de cerdo –contestó él.

Nunca le había visto conducir tan deprisa.


3

Mi padre tenía dos hermanos. El más joven se llamaba Ben y el mayor se llamaba John. Los dos eran alcohólicos y mangantes. Mis padres hablaban a menudo de ellos.

–Ninguno de los dos vale para nada –decía mi padre.

–Vienes de una mala familia, papá –decía mi madre.

–¡Pues tu hermano tampoco vale para nada!

El hermano de mi madre vivía en Alemania. Mi padre hablaba a menudo mal de él.

Tenía otro tío, Jack, que estaba casado con la hermana de mi padre, mi tía Elinore. Yo nunca había visto a ninguno de los dos porque se llevaban mal con mi padre.

–¿Ves esta cicatriz en mi mano? –preguntaba mi padre–. Bueno, ahí es donde me clavó Elinore un lápiz afilado cuando yo era casi un niño.

La cicatriz nunca ha llegado a desaparecer.

A mi padre no le gustaba la gente. Yo tampoco le gustaba.

–Los niños deben ser vistos, pero no se les debe oír –me decía.

Ocurrió un domingo por la tarde en que no estaba la abuela Emily.

–Deberíamos ir a ver a Ben –dijo mi madre–. Se está muriendo.

–Se llevó casi todo el dinero de Emily. Lo tiró en el juego, las mujeres y la bebida.

–Ya lo sé, papá.

–A Emily no le queda dinero para dejarnos cuando se muera.

–Deberíamos de todas formas ir a ver a Ben. Dicen que sólo le quedan dos semanas de vida.

–¡Está bien! ¡Está bien! ¡Iremos!

Así que nos subimos en el Ford T y nos pusimos en marcha. Nos llevó tiempo, y mi madre tuvo que pararse a por flores. Era un viaje largo hacia las montañas. Llegamos a las colinas y cogimos la carretera de subida de la montaña. El tío Ben estaba en un sanatorio allá arriba, muriéndose de tuberculosis.

–A Emily le debe estar costando un montón de dinero el tener a Ben allí arriba.

–Puede que Leonard esté ayudando.

–Leonard no tiene nada. Se lo ha gastado todo en bebida y en el juego.

–A mí me gusta el abuelo Leonard –dije yo.

–A los chicos se les debe ver, pero no oír –dijo mi padre. Luego siguió–: Ah, Leonard sólo era bueno con nosotros cuando estaba borracho. Bromeaba y nos daba dinero. Pero al día siguiente era el hombre más antipático y violento del mundo.

El Ford T subía muy bien la carretera de la montaña. El tiempo era claro y soleado.

–Aquí es –dijo mi padre. Metió el coche en el aparcamiento del sanatorio y nos apeamos. Seguí a mis padres al interior del edificio. Cuando entramos en su habitación, mi tío Ben estaba incorporado en la cama, mirando por la ventana. Se dio la vuelta y nos miró. Era un hombre muy guapo, delgado, de pelo moreno, y tenía ojos oscuros que relucían, brillaban con una luz resplandeciente.

–Hola, Ben –saludó mi madre.

–Hola, Katy. –Entonces me miró a mí–. ¿Éste es Henry?

–Sí.

–Sentaos.

Mi padre y yo nos sentamos.

Mi madre siguió de pie.

–Te hemos traído estas flores, Ben. No veo ningún jarrón.

–Son unas flores muy bonitas, gracias, Katy. No, no hay jarrón.

–Iré a buscar uno –dijo mi madre.

Salió de la habitación con las flores en la mano.

–¿Dónde están ahora todas tus novias, Ben? –preguntó mi padre.

–Vienen de vez en cuando.

–Seguro.

–Te digo que vienen de vez en cuando.

–Estamos aquí porque Katherine quería verte.

–Lo sé.

–Yo también quería verte, tío Ben. Creo que eres un hombre muy guapo.

–Como mi culo –dijo mi padre.

Mi madre entró en la habitación con las flores colocadas en un jarrón.

–Ya está. Las pondré en esta mesa junto a la ventana.

–Son unas flores muy bonitas, Katy.

Mi madre se sentó.

–No podemos quedarnos mucho tiempo –dijo mi padre.

El tío Ben buscó bajo el colchón y su mano sacó un paquete de cigarrillos. Cogió uno, raspó una cerilla y lo encendió. Pegó una larga calada y expulsó el humo.

–Sabes que no puedes fumar cigarrillos –dijo mi padre–. Sé cómo los consigues. Esas putas te los traen. Bueno, se lo pienso decir a los doctores y voy a hacer que no permitan venir a esas malditas prostitutas.

–No seas un mierda –protestó mi tío.

–¡Tengo el suficiente juicio como para quitarte ese cigarrillo de la boca! –dijo mi padre.

–Nunca has sido una buena persona –dijo mi tío.

–Ben –intervino mi madre–, no deberías fumar, te va a matar.

–He tenido una buena vida –dijo mi tío.

–Nunca has tenido una buena vida –dijo mi padre–. Todo el día vagueando, pidiendo dinero prestado, yendo de putas, emborrachándote. ¡No has trabajado un solo día en toda tu vida! ¡Y ahora te estás muriendo a los veinticuatro años!

–No ha estado mal –dijo mi tío. Le pegó otra calada al Camel, luego echó el humo.

–Vámonos de aquí –dijo mi padre–. ¡Este tipo está loco!

Mi padre se levantó. Luego se levantó mi madre. Luego yo.

–Adiós, Katy –dijo mi tío–, y adiós, Henry–. Me miró para indicar a qué Henry se refería.

Seguimos a mi padre por los pasillos del sanatorio y salimos al aparcamiento hasta el Ford T. Subimos, se puso en marcha y comenzamos el viaje montaña abajo por la serpenteante carretera.

–Deberíamos habernos quedado un rato más –dijo mi madre.

–¿No sabes que la tuberculosis es contagiosa? –dijo mi padre.

–A mí me parece un hombre muy guapo –intervine yo.

–Es la enfermedad –dijo mi padre–. Les da ese aspecto. Y además de la tuberculosis, ha cogido también muchas otras cosas.

–¿Qué cosas? –pregunté yo.

–No te lo puedo decir –contestó mi padre. Siguió manejando el volante del Ford T bajando por la tortuosa carretera de montaña mientras yo me preguntaba qué había querido decir.