/ viernes 20 de agosto de 2021

Lee gratis el primer capitulo de "Silencio", la novela para quien aún cree en la magia

Presentamos un fragmento de esta novela por una cortesía de Grupo Planeta México

Nacida en Texas, Estados Unidos, en 1985, Dylan Farrow debuta en la literatura con esta novela de fantasía, donde una chica intenta todo para detener las mentiras de un grupo de justicieros llamado los Bardos, sin importar las consecuencias. La novela de la hija adoptiva de Mia Farrow y Woody Allen, a quien acusó de abuso sexual, habla sobre la censura, la importancia de la verdad y el empoderamiento femenino.

Presentamos un fragmento de esta novela por una cortesía de Grupo Planeta México

Tris. Tris-tris-tris. Abro los ojos de golpe y estoy en mi cama, con su base sin acolchonar que lastima mi espalda. El mismo sueño, tan vívido como cuando pasó hace cinco años.

Sobre mí está una figura oscura, chascando los dedos.

—¡Buenos días!

—¡Shhh! —susurro—. Baja la voz. Vas a despertar a mamá.

«Ella necesita dormir más que yo».

Fiona resopla y se aleja de mi cama hasta quedar en el espacio que ilumina la luz grisácea que se cuela por la ventana. Siente menos miedo cuando está bajo la luz. Es alta, esbelta y rubia, con los pómulos más afilados de toda Montane; es como la luz moteada que el sol alcanza a filtrar entre las ramas de un árbol, hermosa, pero ella no lo puede ver. Mis padres tenían el cabello oscuro y eran bajitos y regordetes. Mis posibilidades de ser alta y bella como Fiona eran nulas. Pero mis padres no padecían de miles de pecas en la cara. Al parecer esa desgracia solo es mía.

Mi amiga se encoge de hombros.

—La verdad, si duerme tan profundo como tú, lo dudo.

Miro a mi madre. Cobijada en la cama al otro lado de la habitación, tan delicada, con sus costillas subiendo y bajando suavemente con cada respiración. Quizá Fiona tiene razón. Mi madre duerme como si estuviera muerta.

—¿Qué haces aquí? —Me retiro la cobija maltrecha de las piernas y me masajeo el hombro para deshacer un calambre.

—La luna está en cuarto creciente, ¿recuerdas?

El padre de Fiona vende lana de nuestras ovejas y nos paga con comida de su tienda de abarrotes. Es una de las pocas familias que se relaciona con la mía desde que La Mancha nos alcanzó. Desde entonces, cada mes, en cuarto creciente, Fiona viene a mi casa para intercambiar los pocos bienes con los que nuestras familias sobreviven.

—Pero ¿por qué tan temprano? —Disimulo un bostezo. Me duelen los pies cuando tocan el suelo frío y las piernas me tiemblan por el cansancio. Anoche no pude dormir, pese a que había trabajado todo el día en el campo; los malos sueños revoloteaban por el borde de mi mente, llenos de susurros y sombras. Estuve despierta durante horas, cosiendo con los ojos entrecerrados bajo la pálida luz de la luna creciente que se colaba por la ventana, zurciendo para distraerme.

Fiona me sigue al otro lado de la habitación, donde está mi ropa colgada. Una blusa blanca sencilla, la desteñida falda verde a la que le hice unos bordados con hilo de lana, con el dobladillo rasgado y sucio, y un chaleco a juego forrado de suave pelo de conejo. No es nada elegante, en realidad es justo lo contrario, pero es el único atuendo que tengo. Prefiero usar pantalones para trabajar entre la pastura, pero tras años de ver cómo dejaban de quedarme en cuanto terminaba de hacerles la bastilla, resultó más fácil usar falda y hacerle nudos sobre las rodillas cuando hace calor o el terreno es poco amigable.

Fiona me da la espalda amablemente, haciendo un gesto burlón por mi pudor, mientras me quito el camisón de dormir. Cuando termino de vestirme, la saco de la habitación y cierro la ruidosa puerta lo más silenciosamente posible.

—Papá quiere que esté de regreso en la tienda antes de que abra

—me dice Fiona, mirando cómo mis manos, callosas y heridas por hilar, colocan las madejas de estambre en la canasta en la que se las entregaré—. Hoy llegan los Bardos.

«Los Bardos». De pronto siento como si la casa se hubiera convertido en hielo. Los ancianos del pueblo dicen que las palabras tienen poder, que ciertas frases pueden cambiar el mundo que te rodea. Se dijo lo mismo del color de la enfermedad. Se evitó el índigo como si tan solo verlo o escuchar su nombre pudiera ocasionar un rebrote del mal. Ahora se le llama, y esto solo cuando es absolutamente necesario, «el color maldito».

Solamente los Bardos pueden usar las palabras sin peligro, a través de sus Relatos. Todos en Montane saben que cualquier tonto puede materializar la desgracia con solo mencionar algo prohibido.

Algunos dicen que mi hermano fue uno de esos tontos.

Dicen que La Mancha empezó con la palabra escrita. El caos que generó se fue convirtiendo en terror por todas las palabras, escritas o habladas. Cualquier mención descuidada podría bastar para revivir la pandemia.

Mamá dejó de hablar por completo tras la muerte de Kieran. Un miedo conocido me recorre las entrañas.

Los Bardos vienen una o dos veces al año; avisan su llegada ape nas un par de días antes, a través de un mensaje que un cuervo le entrega al condestable del pueblo. Luego él convoca a todos los habitantes a prepararse para la llegada. Se recolecta el diezmo para la Casa Grande y, si quedan complacidos, podrían presentar un Relato, con el que bendicen a la tierra y a su gente.

Pero pocas veces quedan complacidos. Las ofrendas en Aster son pobres: un montoncito de lana, unos cuantos atados de trigo descolorido. El cuero y las astas de un ciervo, si estamos de suerte. En toda mi vida no se ha visto un Relato en Aster, pero el mayor de los ancianos, el abuelo Quinn, suele contar uno de cuando era niño. Cuando los Bardos se fueron, la granja de trigo de su familia dio una cosecha que duró seis semanas.

La última vez que vi a los Bardos fue a lo lejos, el día que Kieran murió. Después, mamá me prohibió verlos; esas fueron las últimas palabras que me dijo. De todos modos, no tengo tiempo para andar fisgoneando durante sus visitas. Con la tierra completamente seca por el sol inclemente, con frecuencia debo llevar a nuestro rebaño a kilómetros de aquí para asegurarme de que coman todos. El mes pasado perdimos a una becerra de tres semanas por inanición.

Ahora entiendo por qué Fiona vino tan temprano. Si las pobres madejas de estambre de nuestros borregos hacen que el diezmo del pueblo se vea aunque sea un poco mejor, quizá los Bardos nos ayudarán a ponerle fin a la sequía. El pueblo de Aster no ha visto una gota de lluvia en nueve meses.

—¿Estás bien? —me pregunta Fiona en voz baja.

Levanto la cabeza bruscamente y la miro. Últimamente me atormentan cosas extrañas que no puedo explicar. Sueños que parecen más bien predicciones terribles y sin sentido. Despierto con el temor creciente de que hay algo muy malo en mí.

—Estoy bien. —Las palabras salen de mi boca con dificultad. Fiona me mira con una expresión de incredulidad en sus enormes ojos verdes.

—Mentirosa —dice sin más.

Tomo aire mientras una idea tonta y desesperada comienza a formarse en mi cabeza. Con una mirada de reojo hacia la puerta cerrada de la habitación, tomo la canasta del estambre con una mano, la muñeca de Fiona con la otra, y salgo de la casa con pasos decididos.

El sol apenas se está anunciando en el cielo cuando salimos; el aire aún está frío y seco. Las montañas que nos rodean dibujan una línea oscura y serrada frente a nosotras y cubren al valle con un velo de sombras diáfanas mientras el rocío se sacude sobre el pasto marchito.

Llevo a Fiona a un costado de la casa en silencio. Pese al frío en el aire, siento la piel caliente e hirsuta. La cabeza me da vueltas. Me preocupa que, si giro y Fiona ve mi rostro, aunque sea por un ins tante, sabrá la verdad.

Puede que yo esté en grave peligro y, al estar cerca de mí, ella también podría estarlo.

Comenzó más o menos hace un año, justo después de mi cumpleaños dieciséis. Estaba bordando una de las pañoletas de mamá, con pájaros negros volando por la tela, cuando levanté la mirada y vi una parvada que iba formando una flecha por el cielo. Poco después, estaba cosiendo una liebre con cola blanca en la funda de una almohada, cuando uno de los sabuesos del vecino se apareció en el campo con una liebre blanca ensangrentada entre los dientes.

Una sensación tibia y de cosquilleo comenzó a llenarme los dedos siempre que cosía. No era desagradable, tan solo extraña.

Pasé incontables noches despierta, mirando las austeras vigas de madera en el techo, intentando descifrar si estaba loca o si me había caído una maldición, o ambas. Algo me quedaba claro: las sombras de la enfermedad ya se habían cernido sobre nosotros antes. La Mancha nos tocó. No podíamos saber qué otra catástrofe podría sucedernos por eso. Y desde que descubrí que mis fantasías bordadas se reflejaban en el mundo a mi alrededor, el silencio de mamá se ha vuelto cada vez más ensordecedor. La casa se llena con el eco de todo lo que no se dice.

Pérdida. Agotamiento. Hambre brutal, día tras día.

El aire de la mañana me estremece y revuelca el miedo helado que llevo en las entrañas. Cuando llegamos junto al establo, al fin suelto a Fiona, pero no puedo evitar lanzar otra mirada temerosa por encima del hombro. La casita de madera gris está en silencio bajo el rocío de la mañana, tal como la dejamos.

—¿Qué te traes, Shae? —Enarca una ceja con gesto de sospecha e intriga.

—Fiona —empiezo a decir, mordiéndome el labio con fuerza al darme cuenta de que no sé bien cómo decirlo—, necesito un favor. —Es la primera cosa sincera que se me ocurre.

Sus ojos se suavizan.

—Claro, Shae. Lo que sea.

Inmediatamente quiero tragar mis palabras. Intento imaginar qué pasaría si simplemente le explico lo que pasa. «Es posible que me haya caído una maldición por La Mancha y por eso quiero preguntar si los Bardos pueden curarme».

En el mejor de los casos, me arriesgo a perder a mi amiga por miedo a que le haya pasado la maldición, además de que todo el pueblo lo sabrá en un santiamén. Sus padres cancelarán el trato con mamá, nadie comprará nuestra lana y mi familia se morirá de hambre.

Incluso decir eso en voz alta está prohibido. Cualquier palabra que conjure malos pensamientos debe evitarse a toda costa. Se dice que esas palabras traen sus propias maldiciones y que estas caen tanto en quien las pronuncia como en quien las escucha. Es probable que las palabras por sí solas materialicen los eventos.

En el peor de los casos, le paso la maldición a mi mejor amiga en el mundo.

No puedo arriesgarme a eso.

Al ver el dulce y ansioso rostro de Fiona, sé que no puedo. No me puedo arriesgar a perderla a ella también.

Nacida en Texas, Estados Unidos, en 1985, Dylan Farrow debuta en la literatura con esta novela de fantasía, donde una chica intenta todo para detener las mentiras de un grupo de justicieros llamado los Bardos, sin importar las consecuencias. La novela de la hija adoptiva de Mia Farrow y Woody Allen, a quien acusó de abuso sexual, habla sobre la censura, la importancia de la verdad y el empoderamiento femenino.

Presentamos un fragmento de esta novela por una cortesía de Grupo Planeta México

Tris. Tris-tris-tris. Abro los ojos de golpe y estoy en mi cama, con su base sin acolchonar que lastima mi espalda. El mismo sueño, tan vívido como cuando pasó hace cinco años.

Sobre mí está una figura oscura, chascando los dedos.

—¡Buenos días!

—¡Shhh! —susurro—. Baja la voz. Vas a despertar a mamá.

«Ella necesita dormir más que yo».

Fiona resopla y se aleja de mi cama hasta quedar en el espacio que ilumina la luz grisácea que se cuela por la ventana. Siente menos miedo cuando está bajo la luz. Es alta, esbelta y rubia, con los pómulos más afilados de toda Montane; es como la luz moteada que el sol alcanza a filtrar entre las ramas de un árbol, hermosa, pero ella no lo puede ver. Mis padres tenían el cabello oscuro y eran bajitos y regordetes. Mis posibilidades de ser alta y bella como Fiona eran nulas. Pero mis padres no padecían de miles de pecas en la cara. Al parecer esa desgracia solo es mía.

Mi amiga se encoge de hombros.

—La verdad, si duerme tan profundo como tú, lo dudo.

Miro a mi madre. Cobijada en la cama al otro lado de la habitación, tan delicada, con sus costillas subiendo y bajando suavemente con cada respiración. Quizá Fiona tiene razón. Mi madre duerme como si estuviera muerta.

—¿Qué haces aquí? —Me retiro la cobija maltrecha de las piernas y me masajeo el hombro para deshacer un calambre.

—La luna está en cuarto creciente, ¿recuerdas?

El padre de Fiona vende lana de nuestras ovejas y nos paga con comida de su tienda de abarrotes. Es una de las pocas familias que se relaciona con la mía desde que La Mancha nos alcanzó. Desde entonces, cada mes, en cuarto creciente, Fiona viene a mi casa para intercambiar los pocos bienes con los que nuestras familias sobreviven.

—Pero ¿por qué tan temprano? —Disimulo un bostezo. Me duelen los pies cuando tocan el suelo frío y las piernas me tiemblan por el cansancio. Anoche no pude dormir, pese a que había trabajado todo el día en el campo; los malos sueños revoloteaban por el borde de mi mente, llenos de susurros y sombras. Estuve despierta durante horas, cosiendo con los ojos entrecerrados bajo la pálida luz de la luna creciente que se colaba por la ventana, zurciendo para distraerme.

Fiona me sigue al otro lado de la habitación, donde está mi ropa colgada. Una blusa blanca sencilla, la desteñida falda verde a la que le hice unos bordados con hilo de lana, con el dobladillo rasgado y sucio, y un chaleco a juego forrado de suave pelo de conejo. No es nada elegante, en realidad es justo lo contrario, pero es el único atuendo que tengo. Prefiero usar pantalones para trabajar entre la pastura, pero tras años de ver cómo dejaban de quedarme en cuanto terminaba de hacerles la bastilla, resultó más fácil usar falda y hacerle nudos sobre las rodillas cuando hace calor o el terreno es poco amigable.

Fiona me da la espalda amablemente, haciendo un gesto burlón por mi pudor, mientras me quito el camisón de dormir. Cuando termino de vestirme, la saco de la habitación y cierro la ruidosa puerta lo más silenciosamente posible.

—Papá quiere que esté de regreso en la tienda antes de que abra

—me dice Fiona, mirando cómo mis manos, callosas y heridas por hilar, colocan las madejas de estambre en la canasta en la que se las entregaré—. Hoy llegan los Bardos.

«Los Bardos». De pronto siento como si la casa se hubiera convertido en hielo. Los ancianos del pueblo dicen que las palabras tienen poder, que ciertas frases pueden cambiar el mundo que te rodea. Se dijo lo mismo del color de la enfermedad. Se evitó el índigo como si tan solo verlo o escuchar su nombre pudiera ocasionar un rebrote del mal. Ahora se le llama, y esto solo cuando es absolutamente necesario, «el color maldito».

Solamente los Bardos pueden usar las palabras sin peligro, a través de sus Relatos. Todos en Montane saben que cualquier tonto puede materializar la desgracia con solo mencionar algo prohibido.

Algunos dicen que mi hermano fue uno de esos tontos.

Dicen que La Mancha empezó con la palabra escrita. El caos que generó se fue convirtiendo en terror por todas las palabras, escritas o habladas. Cualquier mención descuidada podría bastar para revivir la pandemia.

Mamá dejó de hablar por completo tras la muerte de Kieran. Un miedo conocido me recorre las entrañas.

Los Bardos vienen una o dos veces al año; avisan su llegada ape nas un par de días antes, a través de un mensaje que un cuervo le entrega al condestable del pueblo. Luego él convoca a todos los habitantes a prepararse para la llegada. Se recolecta el diezmo para la Casa Grande y, si quedan complacidos, podrían presentar un Relato, con el que bendicen a la tierra y a su gente.

Pero pocas veces quedan complacidos. Las ofrendas en Aster son pobres: un montoncito de lana, unos cuantos atados de trigo descolorido. El cuero y las astas de un ciervo, si estamos de suerte. En toda mi vida no se ha visto un Relato en Aster, pero el mayor de los ancianos, el abuelo Quinn, suele contar uno de cuando era niño. Cuando los Bardos se fueron, la granja de trigo de su familia dio una cosecha que duró seis semanas.

La última vez que vi a los Bardos fue a lo lejos, el día que Kieran murió. Después, mamá me prohibió verlos; esas fueron las últimas palabras que me dijo. De todos modos, no tengo tiempo para andar fisgoneando durante sus visitas. Con la tierra completamente seca por el sol inclemente, con frecuencia debo llevar a nuestro rebaño a kilómetros de aquí para asegurarme de que coman todos. El mes pasado perdimos a una becerra de tres semanas por inanición.

Ahora entiendo por qué Fiona vino tan temprano. Si las pobres madejas de estambre de nuestros borregos hacen que el diezmo del pueblo se vea aunque sea un poco mejor, quizá los Bardos nos ayudarán a ponerle fin a la sequía. El pueblo de Aster no ha visto una gota de lluvia en nueve meses.

—¿Estás bien? —me pregunta Fiona en voz baja.

Levanto la cabeza bruscamente y la miro. Últimamente me atormentan cosas extrañas que no puedo explicar. Sueños que parecen más bien predicciones terribles y sin sentido. Despierto con el temor creciente de que hay algo muy malo en mí.

—Estoy bien. —Las palabras salen de mi boca con dificultad. Fiona me mira con una expresión de incredulidad en sus enormes ojos verdes.

—Mentirosa —dice sin más.

Tomo aire mientras una idea tonta y desesperada comienza a formarse en mi cabeza. Con una mirada de reojo hacia la puerta cerrada de la habitación, tomo la canasta del estambre con una mano, la muñeca de Fiona con la otra, y salgo de la casa con pasos decididos.

El sol apenas se está anunciando en el cielo cuando salimos; el aire aún está frío y seco. Las montañas que nos rodean dibujan una línea oscura y serrada frente a nosotras y cubren al valle con un velo de sombras diáfanas mientras el rocío se sacude sobre el pasto marchito.

Llevo a Fiona a un costado de la casa en silencio. Pese al frío en el aire, siento la piel caliente e hirsuta. La cabeza me da vueltas. Me preocupa que, si giro y Fiona ve mi rostro, aunque sea por un ins tante, sabrá la verdad.

Puede que yo esté en grave peligro y, al estar cerca de mí, ella también podría estarlo.

Comenzó más o menos hace un año, justo después de mi cumpleaños dieciséis. Estaba bordando una de las pañoletas de mamá, con pájaros negros volando por la tela, cuando levanté la mirada y vi una parvada que iba formando una flecha por el cielo. Poco después, estaba cosiendo una liebre con cola blanca en la funda de una almohada, cuando uno de los sabuesos del vecino se apareció en el campo con una liebre blanca ensangrentada entre los dientes.

Una sensación tibia y de cosquilleo comenzó a llenarme los dedos siempre que cosía. No era desagradable, tan solo extraña.

Pasé incontables noches despierta, mirando las austeras vigas de madera en el techo, intentando descifrar si estaba loca o si me había caído una maldición, o ambas. Algo me quedaba claro: las sombras de la enfermedad ya se habían cernido sobre nosotros antes. La Mancha nos tocó. No podíamos saber qué otra catástrofe podría sucedernos por eso. Y desde que descubrí que mis fantasías bordadas se reflejaban en el mundo a mi alrededor, el silencio de mamá se ha vuelto cada vez más ensordecedor. La casa se llena con el eco de todo lo que no se dice.

Pérdida. Agotamiento. Hambre brutal, día tras día.

El aire de la mañana me estremece y revuelca el miedo helado que llevo en las entrañas. Cuando llegamos junto al establo, al fin suelto a Fiona, pero no puedo evitar lanzar otra mirada temerosa por encima del hombro. La casita de madera gris está en silencio bajo el rocío de la mañana, tal como la dejamos.

—¿Qué te traes, Shae? —Enarca una ceja con gesto de sospecha e intriga.

—Fiona —empiezo a decir, mordiéndome el labio con fuerza al darme cuenta de que no sé bien cómo decirlo—, necesito un favor. —Es la primera cosa sincera que se me ocurre.

Sus ojos se suavizan.

—Claro, Shae. Lo que sea.

Inmediatamente quiero tragar mis palabras. Intento imaginar qué pasaría si simplemente le explico lo que pasa. «Es posible que me haya caído una maldición por La Mancha y por eso quiero preguntar si los Bardos pueden curarme».

En el mejor de los casos, me arriesgo a perder a mi amiga por miedo a que le haya pasado la maldición, además de que todo el pueblo lo sabrá en un santiamén. Sus padres cancelarán el trato con mamá, nadie comprará nuestra lana y mi familia se morirá de hambre.

Incluso decir eso en voz alta está prohibido. Cualquier palabra que conjure malos pensamientos debe evitarse a toda costa. Se dice que esas palabras traen sus propias maldiciones y que estas caen tanto en quien las pronuncia como en quien las escucha. Es probable que las palabras por sí solas materialicen los eventos.

En el peor de los casos, le paso la maldición a mi mejor amiga en el mundo.

No puedo arriesgarme a eso.

Al ver el dulce y ansioso rostro de Fiona, sé que no puedo. No me puedo arriesgar a perderla a ella también.

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