/ viernes 28 de agosto de 2020

"Salvar el fuego", fragmento de la novela de Guillermo Arriaga

Por una cortesía de Editorial Alfaguara para con los lectores de la Organización Editorial Mexicana, presentamos un fragmento de Salvar el Fuego, de Guillermo Arriaga y premio Alfaguara de Novela 2020

Editorial Alfaguara 2020


Manifiesto

Este país se divide en dos: en los que tienen miedo y en los que tienen rabia.

Ustedes, burgueses, son los que tienen miedo. Miedo a perder sus joyas, sus relojes caros, sus celulares.

Miedo a que violen a sus hijas.

Miedo a que secuestren a sus hijos.

Miedo a que los maten.

Viven presos de su miedo.

Encerrados en sus autos blindados, sus restaurantes, sus antros, sus estúpidos centros comerciales.

Atrincherados.

Aterrados.

Nosotros vivimos con rabia.

Siempre con rabia.

Nada poseemos.

Nuestras hijas nacen violadas.

Nuestros hijos, secuestrados.

Nacemos sin vida, sin futuro, sin nada.

Pero somos libres porque no tenemos miedo.

No nos importa crecer entre el fango y la mierda, ni que nos refundan en sus cárceles, ni terminar en sus morgues como cadáveres anónimos.

Somos libres.

Podemos alimentarnos de basura y respirar el aire pútrido de los caños y beber orines y bucear en aguas negras y enfermar de diarrea y disentería y tifoidea y sífilis y dormir sobre heces y no bañarnos y apestar a sudor y a tierra y a muerte, no importa, resistimos.

Ustedes con sus carnes fofas, sus cerebros blandos, no sobrevivirían ni un minuto fuera de su miedo.

Y por más que sus policías y sus ejércitos nos masacren, persistimos. Somos imbatibles. Nos reproducimos como ratas. Si eliminan a uno de nosotros, surgimos otros miles. Sobrevivimos entre escombros. Huimos por escondrijos. Ustedes se deshacen en dolor si pierden a uno de los suyos. Se cagan con solo escuchar la palabra muerte. Nosotros no. Somos libres. Sin miedo. Con rabia. Libres.

José Cuauhtémoc Huiztlic

Reo 29846-8

Sentencia: cincuenta años por homicidio múltiple

Foto Alejandro Aguilar | El Sol de México

La mujer corre por la avenida. Avanza a grandes zancadas. Los hombres que la persiguen se rezagan. Ella lleva un revólver en la mano. Se aproxima a una familia. Sin perder el paso trata de disimular el arma. La pega a su cadera. Una anciana no se percata y se mueve hacia su derecha. Ella gira el cuerpo para evadirla, pero termina por arrollarla. La anciana cae de espaldas. La mujer farfulla un «perdón» y acelera. Uno de los del grupo la increpa. «Estúpida», le grita. La mujer Voltea. Ve a sus perseguidores como puntos diminutos. No van a alcanzarla. Carecen de la potencia de sus piernas. Ella mantiene la velocidad. No puede detenerse. No puede. «Si nos llegan a descubrir, huye por los callejones», le advirtió él. Ahí debería estar a salvo. Perderse en el estrecho laberinto de andadores. La mujer prosigue. Su tranco es largo, el de una atleta musculosa y alta. A lo lejos vislumbra los pasadizos. Debe entrar ahí para salvarse. Jadea. Suda. Sus atacantes corren tras ella para matarla. Unos minutos antes sintió los disparos pegar cerca. Dos tronaron en un auto junto a ella. Varios más zumbaron por encima. Le apuntaron a la cabeza. Deseaban que cayera reventada. Tal y como cayó el hombre que ella mató. Fue un relámpago. El tipo se le plantó y alzó el arma. Ella apretó el gatillo más rápido. Ni siquiera apuntó. Solo levantó el revólver y tiró. La bala le dio al otro en el cuello. Salpicó sangre en el muro blanco. Lo vio caer muerto. No tuvo tiempo de asustarse ni de arrepentirse. Sigue corriendo. La Modelito, el barrio donde él creció, está solo a sesenta metros. Una vez dentro perderá a sus perseguidores. Acelera. La entrada al callejón se vislumbra. Hacia allá se dirige cuando suena una detonación. Rueda sobre la calle y queda despatarrada junto a un árbol. Una bala ha entrado por su pecho y le ha estallado el esternón. Mira la herida. Un círculo de sangre se expande en su camiseta. Se trata de incorporar. No puede. Se aferra de la rama de un árbol y jala, pero se desploma. Siente una quemazón en los pulmones. Tose sangre. Un hombre se acerca con una pistola escuadra en la mano. Busca con la mirada su revólver. Está tirado a unos pasos. El tipo levanta el cañón del arma y le apunta a los ojos. «Hasta aquí llegaste, pendeja.»

Si precisara elegir el momento que transformó mi vida, ese sería cuando Héctor nos invitó a pasar el día en su casa en Tepoztlán. «Marina, vengan el sábado, invité a los Arteaga, a Mimí, a Klaus, a Laura y su novio, a Aljure, a Ruvalcaba, a Ceci, a Julio, más los que se cuelen.» Acepté a sabiendas de que a Claudio le chocaría ir. No soportaba a mis amigos «hippies», a quienes llamaba «artistillas mamones». Le aburrían y no tenía nada en común con ellos. A Claudio una buena película era la que lo divertía, las comedias comerciales chambonas, «las que me hacen olvidar la tensión del trabajo». No toleraba las largas y estáticas cintas dirigidas por Héctor. «Son la cosa más aburrida que hay», reclamaba mi marido, sin importar los Cannes o los Venecias que las avalaran. Ese sábado terminamos por ir a Tepoztlán y ahí, justo ahí, empezó todo. Si yo hubiera rechazado la invitación, si Claudio se hubiese empecinado en que fuéramos a comer con sus padres como cada sábado, mi vida ahora seguiría igual, feliz, ordenada y previsible, y la relojería del desastre no se habría echado a andar.

El día soleado, aunado a que Héctor le prometió sintonizar en la televisión el partido de eliminatorias de la Champions, convencieron a Claudio. Además, a mis hijos les encantaba ir. Disfrutaban de jugar con las mascotas que Héctor y Pedro, su pareja, mantenían en la propiedad: once monos araña, dos mapaches, tres labradores retozones y encimosos, cuatro gatos y seis caballos mansos en los cuales podían montar y recorrer el Tepozteco. «Vamos, vamos», dijeron mis tres hijos entusiasmados. Y es que la verdad se la pasaban muy bien en casa de Héctor y Pedro. Y si Claudio no fuese tan prejuicioso, apuesto que él también. Estoy convencida de que el «aborrecimiento» a mis amigos era solo una pose porque a varios de ellos los conocía desde niños.

Llegamos temprano. Héctor y Pedro recién habían despertado y todavía sin ducharse y sin peinar nos recibieron. «Perdón, nos desvelamos anoche. Pasen por favor, aquí Luchita los va a atender en lo que nos bañamos. Les puede preparar unos chilaquiles y en la mesa hay juguito de naranja recién exprimido. En ese cuarto pueden cambiarse y ponerse cómodos.» Héctor y Pedro se retiraron a alistarse y Claudio no pudo aguantar uno de sus típicos comentarios. «A esos cabrones todavía les huele el culo a vaselina», dijo y soltó una risotada. Esa era su frase favorita para referirse a los homosexuales: «Les huele el culo a vaselina». La frasecita la acuñaron él y sus compañeros para señalar a los curas amanerados que les impartían clases. Pederastas irredentos que abusaron de varios de sus alumnos. De ahí provenía la ligera homofobia de Claudio. No era antigay, ni nada que se le pareciera. Era de entenderse que su percepción de los «maricones» estuviera impregnada por su experiencia en el colegio religioso. Uno de los maestros de primaria solía llevar a sus alumnos de siete, ocho años de edad, a su cubículo. «El veneno del pecado ha entrado en mí», les decía con voz meliflua, «y me mata lentamente. El Santo Padre, conocedor de mis tribulaciones, me ha autorizado a que una boca inocente succione el veneno y lo neutralice con su pureza».

Héctor se consideraba el enfant terrible del cine mexicano y hacía lo posible por alimentar su leyenda. Frente a la prensa era soez, exhibicionista, altanero. Juzgaba al resto de sus colegas con aire de autosuficiencia y la mayoría le parecían pedestres y anodinos. Sus películas exhibían seres monstruosos y perversos con una voracidad sexual imparable. Enanos que violaban a mujeres obesas, masturbaciones en primer cuadro, nalgas cuadriculadas por celulitis, várices, penes descomunales. Bien decía Claudio, las películas de Héctor derramaban pus y orines sobre los espectadores. La crítica y los festivales lo adoraban. Le Monde lo calificaba de «genio que crea imágenes contundentes», Der Spiegel describía su obra como «si Dante y el Bosco hubiesen decidido ser directores de cine». Héctor gozaba de los abucheos de los espectadores, que salieran asqueados, que lo insultaran. Cumplía a cabalidad con el cliché de «escandalizar a la burguesía y darle su merecido». En realidad el burgués era él. Heredero de una fortuna construida sobre la inhumana explotación de cientos de trabajadores en minas carboníferas, jamás cuestionó el dolor y la miseria que causaban sus empresas. Al morir sus padres no se desprendió de ellas y siguió manejándolas desde el consejo de administración que presidía. Sus películas eran financiadas por decenas de rostros anónimos, ennegrecidos por el carbón y con los pulmones anquilosados por años de respirar el infame polvo de las minas. «Black lungs matter», le espetó un periodista en una rueda de prensa para provocarlo parafraseando el famoso «black lives matter». Héctor mandó echarlo de la sala y lo descalificó con rapidez. «Otro imbécil pagado por mis enemigos. Seguro lo envió…» y sin reparos soltaba el nombre de algún crítico o colega que repudiaba su obra.

Aun con sus actitudes petulantes y su fama de intragable, en la vida cotidiana Héctor era un tipo afectuoso y dulce. Un amigo leal siempre dispuesto a ayudar. Sin que Claudio lo supiera, Héctor le ordenó a su director de finanzas que invirtiera parte del dinero de su compañía en el fondo que Claudio manejaba. Lo hizo por mí, por cariño, por los años de conocernos, por su talante generoso. El caso es que nuestra situación económica mejoró de un mes para otro. Ochenta millones de dólares no son poca cosa. Y en manos de Claudio, que era ducho en cuestiones financieras, el capital empezó a generar ganancias constantes. Héctor me hizo prometerle que nunca le revelaría a Claudio quién había transferido tan considerable cantidad a su fondo. Y el bruto de Claudio denostando a Héctor sin imaginar que su reciente poder económico provenía del «cineasta mariconcito».

Pedro también provenía de una «buena familia» dedicada a los bienes raíces. No poseía, ni de lejos, una fortuna tan cuantiosa como la de Héctor, sí mayor a la del 99 % de los mortales. El «rancho», así les gustaba llamar a la casa de Tepoztlán, había pertenecido a sus abuelos. Un erreno rústico de veinte hectáreas sobre el que, claro está, construyeron una casa diseñada por un arquitecto ganador del premio Pritzker y cuyos espacios fueron decorados por Ten Rainbows, la afamada compañía de interiorismo neoyorkina. Cada rincón estaba cuidado al extremo. Doce trabajadores laboraban en la finca para mantenerla impecable. «Hasta a su terrenito le hacen manicure», bromeaba Klaus.

Héctor y Pedro eran consumados mecenas. Museos, galerías, escuelas de artes plásticas, orquestas, bibliotecas eran subvencionados por ellos. Mi compañía de danza contemporánea recibía también sus donaciones. Aunque me preciaba de mantener finanzas sanas, sus aportaciones me permitían un manejo más desahogado, sin las limitantes presupuestarias de otras compañías. Podía rentar mejores teatros para nuestras funciones, pagar a asesores de calidad mundial y extender contratos a los más talentosos bailarines.

Pedro era quien manejaba los asuntos de la fundación. Aunque generoso, su mecenazgo no estaba peleado con las ganancias. En ocasiones, los galeristas les regalaban cuadros del pintor promisorio que ellos apoyaron y cuyo valor crecía veinte, treinta veces en solo un par de años. Cuando alguna de las orquestas que patrocinaban viajaba a tocar a un recinto en el extranjero, ellos se quedaban con un porcentaje del pago efectuado. Y claro, la mayoría de sus donativos eran deducibles de impuestos.

Yo solo había sido infiel una vez en mi vida. Y lo curioso es que fue precisamente con Pedro. A su vez, él me confesó que nunca antes le había puesto el cuerno a Héctor. Por lo tanto ambos fuimos amantes primerizos. Empezamos con bromas tontas. «La única mujer con la que haría el amor sería contigo», dijo una vez en forma de piropo en medio de un grupo numeroso. El comentario causó risotadas. Incluso Claudio lo festejó. «Mi vieja está tan buena que es capaz de excitar hasta a los perros.» A partir de ese momento, iniciamos un juego de coquetería banal. Pedro no perdía oportunidad de cortejarme, aunque no pasaba de la adulación cándida de un gay a su amiga.

Nunca imaginé que terminaríamos en la cama. Contribuyó para ello una buena dosis de tequila y que los dos estábamos en traje de baño. Pasamos una tarde en la alberca del rancho junto con los niños. Claudio me había dejado ahí un viernes por la mañana. Comió con nosotros y regresó a México a una junta de negocios. Héctor, poco resistente al alcohol, se quedó noqueado en un camastro. A mis hijos uno de los trabajadores los llevó a dar una vuelta a caballo. Pedro y yo nos metimos al agua y recargados en la orilla comenzamos a rozarnos con los pies. Parecía un juego inocente, pero poco a poco fuimos enlazando nuestras piernas. Nos quedamos mirando y sonreímos. «Ya párale», le dije bastante excitada. «Ya la paré», bromeó él y señaló hacia su traje de baño. Un bulto erecto surgía por entre la tela. «A ti nunca te han gustado las mujeres», le reproché. «Nunca», respondió, «ni me van a gustar. Marina, tú no eres una mujer, eres una diosa», sonrió y me besó. Traté de evadirlo, pero él me detuvo la cabeza con ambas manos.

Nos besamos unos segundos y me separé de él. Con el mentón señalé a Héctor que dormía profundo en el camastro. «¿No te importa?», le pregunté. «Claro que me importa, si es el amor de mi vida. Pero quiero probar.» Nos quedamos en silencio. Una urraca aterrizó junto a la piscina, tomó una aceituna de un plato y levantó el vuelo. La seguimos con la mirada hasta que fue a posarse a una palmera. «Siempre he querido saber qué se siente con una mujer y qué mejor que sea contigo», continuó, «si quieres aquí muere». Negué con la cabeza. Nunca se me hubiera ocurrido acostarme con él. Además, no existía ninguna razón para que fuéramos infieles. Ambos vivíamos felices con nuestras parejas. Aunque —repito— los tequilas y nuestras pieles desnudas rozándose debajo del agua nos prendieron.

Nos metimos a un cuarto en la casa de visitas y nos empezamos a besar. Pensé que por ser gay sus besos serían más suaves. No, fueron intensos, fuertes. A menudo me mordía los labios casi al punto de lastimarme. Caí en cuenta que Pedro solo había besado a hombres. Me estrujó las nalgas, me apretó la nuca, me lamió los hombros. Lejos de desagradarme, sus caricias primitivas y burdas me excitaron.

Nos tumbamos en la cama. Me quitó el sostén y se detuvo a palpar mis senos. «Se sienten acolchonaditos», dijo, «con razón les gustan tanto a los bugas». Jaló el cordón del bikini y quedé desnuda. Me miró por un breve instante con cierto asombro, como si mi cuerpo desnudo fuera un objeto extraño entre sus manos. Sin mayor preámbulo, se montó sobre mí y me penetró con fuerza. Le encajé las uñas en la espalda. Empezó a ondularse sobre mí con más y más brío. «No te vayas a venir adentro», le advertí. Sin abrir los ojos negó con la cabeza. Estaba a punto de venirme cuando intento salirse. «Me vengo», dijo. Lo abracé. «No se te ocurra salirte.» Se vino él y casi enseguida me vine yo. Hacía años no gozaba de un orgasmo en una relación sexual.

Volví a acostarme con él cuatro veces más. Nada se comparó a la primera. Él tuvo problemas para excitarse y a mí me cansó el ardor de sus besos y su penetración casi inmediata sin darme tiempo para lubricar. La tercera vez pidió metérmela por atrás. «Es lo que conozco», señaló. Me negué. Jamás lo había hecho por el ano y sentí que esa última virginidad se la debía a Claudio.

La quinta vez fue la más delicada y cariñosa. No me besó con tanta fuerza, ni trató de penetrarme a la primera. Se tomó tiempo en acariciar mis senos y luego me pidió que me abriera de piernas. Se agachó y lo que no había hecho antes, lengüeteó mi clítoris por varios minutos. Luego se acostó sobre mí y muy despacio me la fue metiendo. Dio unos cuantos empujones y se detuvo. Me acarició la cara. «Quise que me gustara, pero la verdad no me gusta nada. Perdóname», dijo. «A mí tampoco», confesé. Nos sentamos en el borde de la cama. Tomó mi mano y jugueteó con mis dedos. Volteé a examinar la habitación. Las paredes pintadas en color crema. Las alfombras mullidas. Sillones clásicos. Un balcón con vista hacia los jardines. Lujo sobre lujos. Con mis novios anteriores —incluso con Claudio—, siempre iba a moteles de paso. Me gustaba la sensación de asistir a lugares construidos expresamente para que las personas tuvieran sexo. Educada en la obsesión por la higiene y la asepsia, me excitaba sobremanera saber que entre esas cuatro paredes decenas de amantes clandestinos habían cogido con rabia y furia y amor y ternura y miedo. Cuando le propuse a Pedro ir a un motel porque eran más discretos, se indignó. «Yo no voy a ratoneras donde cogen albañiles.» Para él y Héctor, todo debía exhibir buen gusto y por eso estábamos ahí, en una senior suite del Four Seasons sin saber qué más decirnos. Dejamos el hotel esa tarde, melancólicos y desilusionados. Por fortuna, la relación con Pedro en lugar de deteriorarse se hizo más sólida. No hubo nunca reproches ni mención de lo sucedido. Quedó flotando entre nosotros un aire de complicidad y de cercanía. Él volvió a ser la pareja estable de Héctor y yo la amorosa esposa de Claudio. Y fue Pedro, sin saberlo, quien me condujo directo hacia el huracanado amor que arrancó los cimientos de mi vida y la trastocó hasta dejarla irreconocible.

Ceferino, ¿en qué pensabas esas tardes, inmóvil en tu silla de ruedas, cuando mi hermano te dejaba en la terraza a merced de la intemperie, sin importar si llovía, si era de noche o si helaba? ¿Te dolía saberte inútil y humillado, incapaz de moverte, de expresarte, de defenderte? ¿O no cesabas de rumiar sobre tu pasado de miseria y sobre la opresión de tu pueblo?

«No sabes lo que daría por cambiar el rumbo de la historia y evitar que los míos sufrieran como sufrieron», solías decir. Ya que no era posible cambiar el orden de los acontecimientos, te obcecaste en narrarlos desde un punto de vista más justo y más igualitario. Reescribirlos, nos dijiste, se convirtió en tu proyecto vital. Por eso leías libros de Historia con tal ardor, para saciar tu obsesión de pasado, para nunca olvidar. La escuela era para ti un santuario. «En la educación se encuentran las llaves», solías aleccionarnos. Tu padre les planteó a ti y a tus hermanos que estudiar era la única salida. Él que jamás supo leer y escribir. Él, que apenas sabía una docena de palabras en español. Para motivarlos les ponía de ejemplo a Juárez, «un indio como nosotros que llegó a presidente». No es que tu padre creyera que pudieran ser presidentes, ni que llegarían lejos, solo deseaba que escaparan de ahí. De la sierra, de la miseria, del hambre, de la casa construida con lodo y ramas, del fogón humeante, de los tacos bañados con el aceite en el que alguna vez frieron carne de venado, de los zapatos usados por otros niños y que pasaron a otros niños y luego a otros hasta que llegaron a ustedes. Zapatos que les apretaban y les sacaban ampollas y que tu padre impedía que dejaran de calzar porque sin zapatos ningún indio podía llegar a ser alguien. Los ingenieros, los abogados, los maestros no calzaban huaraches.

Silente, en tu silla de ruedas, ¿recordabas aquellas tardes insulsas a solas en el monte cuidando cabras, pendiente de que los coyotes no se las robaran? Mi abuelo nos contó que, por fin, después de una buena cosecha pudo intercambiar costales de maíz por seis hembras resecas sin ningún macho que las preñara para al menos obtener dos o tres crías. Seis cabras cuyos huesos sobresalían por entre los pliegues sarnosos y que tuvieron que comerse cuando la sequía se prolongó durante tantos meses que nada pudieron sembrar entre los duros y estériles terrones de su diminuta parcela. Seis hembras que, obligado por tu padre, tuviste que degollar. «Ceferino no dejaba de llorar mientras se le desguanzaban entre las manos», nos relató mi abuelo. Esas cabras eran tus hermanas del monte, con las que pasabas horas por las tardes. Me imagino tu dolor al irlas matando una a una y luego verlas servidas en tu plato.

Nosotros no teníamos pretexto para no ir a la escuela. No importaba si nos sentíamos mal, si sufríamos de fiebre o teníamos un hueso roto. Para impelernos, relatabas la mañana en que se le desprendió la suela a uno de tus zapatos y llegaste de la escuela con el pie descalzo y sangrante después de recorrer los cuatro kilómetros que mediaban con tu casa. «Era mi único par. No había dinero para comprar otro. Y así fui diario a clases y cientos de espinas se me clavaban en el pie, y los dedos se me cortaban con las lajas de los cerros. Seis años de edad y no me quejé una sola vez. Tuvieron que pasar meses para por fin contar con otros zapatos.» Después de tus odiseas, porque esa fue una de tantas, era imposible rehusarnos a ir al colegio. No había excusa que valiera y un solo rezongo nos merecía castigos severos, sino es que una golpiza.

Supongo que, atrapado en tu silla de ruedas, sin poder pronunciar una palabra, evocabas esas noches heladas, abrazado a tu perro para darse calor y soportar el golpeteo de las ventoleras que soplaban del norte. Abuelo nos reveló cuánto miedo te daban esos aironazos. No querías morir como dijo tu madre que murió su madre en una noche glacial. Tu abuela se había empeñado en buscar una cabrita que no regresó con las demás y cuando ella quiso volver le cayó la noche. Se hizo bolita en una enramada para escudarse del vendaval que se soltó apenas oscureció. Tu madre tenía ocho años cuando su madre desapareció y al día siguiente acompañó a su padre y a sus hermanos a buscarla al monte. La hallaron cuatro días después con los ojos ya comidos por las hormigas, inflada y apestosa, con la boca abierta en el esfuerzo de una bocanada final. Así nos describió tu madre su cadáver y, según ella, de ahí vino tu miedo a los vientos. ¿En tus pesadillas de niño soñabas con hormigas rojas devorándote los labios, entrando y saliendo por tu nariz? ¿Tu temor era que un día no aguantaras el frío brutal y acabaras igual que ella, rígido y azul, con las cuencas de los ojos vacías, tumbado con la lengua de fuera, hinchada y violácea? Y mira papá, terminaste peor que la madre de tu madre, tu cerebro inundado por la marea roja de una hemorragia incontenible que ahogó tus neuronas y te dejó postrado, mudo y contrahecho, en esa silla de ruedas.

Recuerdo esa tarde en que te quejaste de una migraña súbita y le dijiste a mamá «no me siento bien, veo rojo» y caíste de bruces sobre la alfombra de tu cuarto y ya no pudiste ni hablar ni desplazarte. «Esta es la muerte», debiste pensar mientras mi madre te gritaba «levántate, levántate». Con seguridad solo veías rojo y más rojo. Una realidad roja mientras mamá llamaba a una ambulancia.

Llegaron tus otros dos hijos y el cabrón de José Cuauhtémoc sonrió. ¿Tuviste ganas de levantarte y quitarle a golpes esa estúpida sonrisa, de reventarle la cara como tantas veces lo hiciste? Ya que la ambulancia tardaba, te cargamos para bajarte por la escalera y, por torpeza, te escurriste y azotaste en los escalones y para no moverte más te dejamos en el piso de la cocina y con certeza sentiste el frío de las baldosas porque pronunciaste tu última palabra, «frío», y tu hijo José Cuauhtémoc sonrió de nuevo y debiste pensar «malditos sean los descendientes de mi sangre», y luego de dos horas llegó la ambulancia y te llevaron al Seguro Social de la calzada Ermita Ixtapalapa y los doctores examinaron tus pupilas y uno de ellos se giró hacia nosotros «sufrió un derrame cerebral, urge operarlo para detener el sangrado».

¿Qué pensaste cuando meses después José Cuauhtémoc te roció de gasolina y te susurró al oído «el infierno sí existe» y luego encendió un cerillo y lo arrojó a tu regazo para prenderte en llamas? ¿Qué pensaste, papá? Por favor, dime, ¿qué pensaste?

A lo largo del día arribaron los demás invitados al rancho. Mis niños, junto a los hijos de mis amigos, nadaron en la alberca, montaron a caballo, cazaron ranas y pescaron charales en el riachuelo que cruzaba la propiedad. Fue un pleito constante interrumpir sus actividades para embadurnarlos de bloqueador solar. Mi padre había muerto de cáncer de piel y, obsesionada por ello, cada media hora los llamaba para reuntarles de la crema protectora.

Se suscitó una discusión entre Héctor y Ruvalcaba sobre «Verano», un mediocre artista plástico. Era obvio para todos que su obra era muy menor, pero Héctor —tan dado a la controversia— lo defendió como si se tratara de un pintor icónico. «El suyo es el arte del reptil que devora a los pequeños insectos del capitalismo», dijo con una vena poética fuera de lugar en un día esplendoroso con niños que correteaban en torno a la alberca. El argumento de Héctor de «minar la insustancial existencia de los burgueses» chocaba con los extensos jardines y el ofensivo lujo a nuestro alrededor. A mí me divertían sus afectadas posturas. En el fondo, Héctor no era más que un muchachito mimado que buscaba librarse de la condenatoria moral religiosa impuesta por su churrigueresca familia. El gay tantos años atado dentro de un baúl oscuro y estrecho asumió una posición de gallito de pelea apenas pudo asomar la cabeza. Un gallito sin navajas en los espolones, incapaz de abandonar su zona de confort, sus rentas millonarias, sus empresas tiznadas por la explotación de miles de mineros.

La disputa entre Héctor y Ruvalcaba alcanzó tintes ridículos. ¿A quién de verdad podía interesarle discutir sobre un tipo que se autonombraba Verano? Aburrida de las tonteras de Héctor, me fui a alcanzar a Claudio a una de las habitaciones de la casa donde en un televisor sintonizaban el partido de la Champions entre el Real Madrid y el Bayern Múnich. La vida de Claudio giraba en torno a los juegos del Real Madrid. Era capaz de interrumpir una junta de consejo o salirse de una boda con tal de aplastarse dos horas frente a la televisión a verlo jugar. Su estado de ánimo lo determinaban los triunfos y las derrotas del Madrid. Me parecía inexplicable su pasión por un equipo de futbol madrileño cuando por Claudio apenas corrían vestigios de sangre española. Él lo aducía a Hugo Sánchez, como les había acontecido a muchos mexicanos.

Pedro entró a ver el juego con nosotros. Era muy futbolero a pesar de su exacerbado buen gusto. «Placer culpable», solía decir, consciente de que Héctor lo denostaba por ello. «Jueguito inventado para obreros tarados con inclinaciones homosexuales», sostenía en uno de sus muchos desplantes provocadores. Según él, los pantaloncillos cortos usados por los jugadores no eran por utilidad deportiva, sino para excitar a los «machitos sudorosos después de salir de la fábrica». Aseguraba ver algunos juegos solo para calentarse mirándoles las piernas.

El juego lo vimos en el mismo cuarto donde Pedro y yo nos habíamos acostado unos meses antes. Tuve la sensación de que él había elegido esa recámara para prestársela a Claudio como una proclama territorial. «Aquí me cogí a tu vieja, tú que tanto desprecias a los gays», aunque no hallé en Pedro el mínimo gesto que me hiciera sospecharlo. Fugazmente recordé el instante en que desató el nudo de mi traje de baño, la penetración brusca, mi intenso orgasmo. Ahí estaban sentados frente al televisor los dos únicos hombres con los que me había acostado en los últimos doce años de mi vida. Aunque nada de la breve atracción que llegué a sentir por Pedro sobrevivía.

Al terminar el encuentro volvimos a la palapa. Por suerte el tema Verano había concluido y ahora Héctor justificaba haber incendiado la casa de uno de sus trabajadores para una de sus películas. En aras de lograr una escena «convincente», no le importó que se hicieran ceniza los muebles de madera de mezquite que el mine ro había heredado de sus abuelos, la cuna de su primer hijo, los álbumes de fotografías. «Ningún director de arte hubiese conseguido construir un set con tal autenticidad», presumía Héctor. El trabajador llegó a su casa después de diez horas de jornada laboral, solo para descubrir a un equipo de cine filmando los restos humeantes del que había sido su hogar. No le quedó de otra que aceptar una «generosa» suma para compensar los daños pese a la indignación y la ira. Ni con los mejores abogados de Monclova le hubiera ganado a Héctor un pleito legal.

La película le hizo merecer el Gran Premio del Jurado en Cannes. El jurado ponderó «la enorme dosis de dolor y humanidad mostrada en el rostro del minero que contempla desolado la pérdida de su hogar». Ahora Jaime cuestionaba con dureza a Héctor. «Destruiste la vida de ese hombre», le espetó. Héctor sonrió con sorna. «La casa del tipo da igual, en cambio la película va a trascender por años.» Jaime citó a Orson Welles que declaró: «La vida es más importante que el cine». Ese era un dilema para mí: ¿arte o vida? La famosa interrogante de «si se incendiara una biblioteca con textos inéditos de Shakespeare, ¿qué salvarías: los textos o al bibliotecario?» a menudo resonaba en mi cabeza. Yo me inclinaba por el bibliotecario. Héctor me confrontaba por ello: «Eres demasiado blanda, por eso a tus coreografías les falta intensidad». Me enfurecí. ¿Quién se creía para denigrarme así? Yo pretendía una danza lo más cercana posible a lo humano. Una obra que representara las paradojas de la vida: amor-odio, crueldad-belleza, nacimiento-muerte. Los expertos resaltaban el rigor y la solidez de mis coreografías. Ninguno ponderaba lo que para mí era lo más importante: la emoción. Y en eso Héctor —por más que me doliera— estaba en lo cierto. Mi trabajo carecía de fuerza. Pensé que la maternidad me permitiría reflexionar con más hondura sobre la vida y que ello repercutiría en mi obra. Incluso, creí que mi fugaz affaire con Pedro traería un impulso nuevo y refrescante. No fue así. Mis coreografías mantuvieron su impecabilidad técnica, pero se hallaban vacías de vitalidad y potencia. Un par de críticos vieron en esta inexistencia de emoción una virtud. La emotividad en el arte, argüía Flaubert, es barata, de folletín. El arte debe ser frío y contenido para que sea el espectador, no el autor, quien brinde el sentimiento a la obra, y no a la inversa. De otra manera, es manipulación. Yo me negaba a razonar así. En varias ocasiones vi el trabajo de Biyou, la afamada coreógrafa senegalesa. Cada movimiento, cada giro, parecía suscitar fuego. Un hálito eléctrico se percibía en el escenario. Bien podría un relámpago emanar de esos cuerpos. Obvia decir que Biyou presentaba su compañía en los teatros más codiciados de Europa, mientras nosotros debíamos contentarnos con invitaciones de universidades en Estados Unidos y América Latina. ¿En qué consistía la diferencia? Ningún crítico zahirió mis coreografías, ni alegó que les faltara calidad. Pero, me duele reconocerlo, estaban ausentes esos inefables trazos que transforman un desplazamiento en escena en vida pura e impetuosa. Para lograrlo necesitaba rebasar los límites, empujar a mis bailarines no al extremo del trabajo físico, sino a los bordes de sus abismos emocionales. Incitar, forzar. Héctor sabía que con el arte no se transige. Que es necesario ser un hijo de puta para alcanzar las cuotas más altas. Que el arte no es un concurso de simpatía, sino de resultados. No retroceder, no retractarse, no ceder. Aunque, ¿no tendría razón Orson Welles? ¿No debe estar la vida por encima del arte, el bibliotecario antes que los inéditos de Shakespeare?

Jaime terminó apabullado. Sus criterios humanistas y amelcochados fueron demolidos por la vehemencia de los argumentos de Héctor. En el arte, y sobre todo en el cine, afirmó tajante, no debe haber la menor conmiseración. Nada debe alejar a un director de su visión, así precise maltratar actores, chantajear productores, amenazar al equipo técnico, gritar, insultar, seducir, apapachar. «Al final del camino», remató Héctor, «lo único que queda es lo que se ve en la pantalla, lo demás termina en el cajón de las anécdotas».

Me alegró que Héctor barriera con Jaime. Por eso lo admiraba. Porque nadie podía contra su ímpetu, su frenesí vital y artístico. Pedro intentó aliviar la tensión con una broma. Nadie rio. Héctor no solo había rematado a Jaime, lo humilló. Lo catalogó de imbécil y blandengue. Solo quedaban la vía de los golpes o la de la retirada. Jaime y su mujer optaron por la segunda. Pedro intentó retenerlos, «no tarda en estar lista la carne». No funcionó. Rita, la mujer de Jaime, estaba iracunda. «¿Para qué chingados nos invitas a tu casa si siempre terminas por burlarte de los demás?»

Editorial Alfaguara 2020


Manifiesto

Este país se divide en dos: en los que tienen miedo y en los que tienen rabia.

Ustedes, burgueses, son los que tienen miedo. Miedo a perder sus joyas, sus relojes caros, sus celulares.

Miedo a que violen a sus hijas.

Miedo a que secuestren a sus hijos.

Miedo a que los maten.

Viven presos de su miedo.

Encerrados en sus autos blindados, sus restaurantes, sus antros, sus estúpidos centros comerciales.

Atrincherados.

Aterrados.

Nosotros vivimos con rabia.

Siempre con rabia.

Nada poseemos.

Nuestras hijas nacen violadas.

Nuestros hijos, secuestrados.

Nacemos sin vida, sin futuro, sin nada.

Pero somos libres porque no tenemos miedo.

No nos importa crecer entre el fango y la mierda, ni que nos refundan en sus cárceles, ni terminar en sus morgues como cadáveres anónimos.

Somos libres.

Podemos alimentarnos de basura y respirar el aire pútrido de los caños y beber orines y bucear en aguas negras y enfermar de diarrea y disentería y tifoidea y sífilis y dormir sobre heces y no bañarnos y apestar a sudor y a tierra y a muerte, no importa, resistimos.

Ustedes con sus carnes fofas, sus cerebros blandos, no sobrevivirían ni un minuto fuera de su miedo.

Y por más que sus policías y sus ejércitos nos masacren, persistimos. Somos imbatibles. Nos reproducimos como ratas. Si eliminan a uno de nosotros, surgimos otros miles. Sobrevivimos entre escombros. Huimos por escondrijos. Ustedes se deshacen en dolor si pierden a uno de los suyos. Se cagan con solo escuchar la palabra muerte. Nosotros no. Somos libres. Sin miedo. Con rabia. Libres.

José Cuauhtémoc Huiztlic

Reo 29846-8

Sentencia: cincuenta años por homicidio múltiple

Foto Alejandro Aguilar | El Sol de México

La mujer corre por la avenida. Avanza a grandes zancadas. Los hombres que la persiguen se rezagan. Ella lleva un revólver en la mano. Se aproxima a una familia. Sin perder el paso trata de disimular el arma. La pega a su cadera. Una anciana no se percata y se mueve hacia su derecha. Ella gira el cuerpo para evadirla, pero termina por arrollarla. La anciana cae de espaldas. La mujer farfulla un «perdón» y acelera. Uno de los del grupo la increpa. «Estúpida», le grita. La mujer Voltea. Ve a sus perseguidores como puntos diminutos. No van a alcanzarla. Carecen de la potencia de sus piernas. Ella mantiene la velocidad. No puede detenerse. No puede. «Si nos llegan a descubrir, huye por los callejones», le advirtió él. Ahí debería estar a salvo. Perderse en el estrecho laberinto de andadores. La mujer prosigue. Su tranco es largo, el de una atleta musculosa y alta. A lo lejos vislumbra los pasadizos. Debe entrar ahí para salvarse. Jadea. Suda. Sus atacantes corren tras ella para matarla. Unos minutos antes sintió los disparos pegar cerca. Dos tronaron en un auto junto a ella. Varios más zumbaron por encima. Le apuntaron a la cabeza. Deseaban que cayera reventada. Tal y como cayó el hombre que ella mató. Fue un relámpago. El tipo se le plantó y alzó el arma. Ella apretó el gatillo más rápido. Ni siquiera apuntó. Solo levantó el revólver y tiró. La bala le dio al otro en el cuello. Salpicó sangre en el muro blanco. Lo vio caer muerto. No tuvo tiempo de asustarse ni de arrepentirse. Sigue corriendo. La Modelito, el barrio donde él creció, está solo a sesenta metros. Una vez dentro perderá a sus perseguidores. Acelera. La entrada al callejón se vislumbra. Hacia allá se dirige cuando suena una detonación. Rueda sobre la calle y queda despatarrada junto a un árbol. Una bala ha entrado por su pecho y le ha estallado el esternón. Mira la herida. Un círculo de sangre se expande en su camiseta. Se trata de incorporar. No puede. Se aferra de la rama de un árbol y jala, pero se desploma. Siente una quemazón en los pulmones. Tose sangre. Un hombre se acerca con una pistola escuadra en la mano. Busca con la mirada su revólver. Está tirado a unos pasos. El tipo levanta el cañón del arma y le apunta a los ojos. «Hasta aquí llegaste, pendeja.»

Si precisara elegir el momento que transformó mi vida, ese sería cuando Héctor nos invitó a pasar el día en su casa en Tepoztlán. «Marina, vengan el sábado, invité a los Arteaga, a Mimí, a Klaus, a Laura y su novio, a Aljure, a Ruvalcaba, a Ceci, a Julio, más los que se cuelen.» Acepté a sabiendas de que a Claudio le chocaría ir. No soportaba a mis amigos «hippies», a quienes llamaba «artistillas mamones». Le aburrían y no tenía nada en común con ellos. A Claudio una buena película era la que lo divertía, las comedias comerciales chambonas, «las que me hacen olvidar la tensión del trabajo». No toleraba las largas y estáticas cintas dirigidas por Héctor. «Son la cosa más aburrida que hay», reclamaba mi marido, sin importar los Cannes o los Venecias que las avalaran. Ese sábado terminamos por ir a Tepoztlán y ahí, justo ahí, empezó todo. Si yo hubiera rechazado la invitación, si Claudio se hubiese empecinado en que fuéramos a comer con sus padres como cada sábado, mi vida ahora seguiría igual, feliz, ordenada y previsible, y la relojería del desastre no se habría echado a andar.

El día soleado, aunado a que Héctor le prometió sintonizar en la televisión el partido de eliminatorias de la Champions, convencieron a Claudio. Además, a mis hijos les encantaba ir. Disfrutaban de jugar con las mascotas que Héctor y Pedro, su pareja, mantenían en la propiedad: once monos araña, dos mapaches, tres labradores retozones y encimosos, cuatro gatos y seis caballos mansos en los cuales podían montar y recorrer el Tepozteco. «Vamos, vamos», dijeron mis tres hijos entusiasmados. Y es que la verdad se la pasaban muy bien en casa de Héctor y Pedro. Y si Claudio no fuese tan prejuicioso, apuesto que él también. Estoy convencida de que el «aborrecimiento» a mis amigos era solo una pose porque a varios de ellos los conocía desde niños.

Llegamos temprano. Héctor y Pedro recién habían despertado y todavía sin ducharse y sin peinar nos recibieron. «Perdón, nos desvelamos anoche. Pasen por favor, aquí Luchita los va a atender en lo que nos bañamos. Les puede preparar unos chilaquiles y en la mesa hay juguito de naranja recién exprimido. En ese cuarto pueden cambiarse y ponerse cómodos.» Héctor y Pedro se retiraron a alistarse y Claudio no pudo aguantar uno de sus típicos comentarios. «A esos cabrones todavía les huele el culo a vaselina», dijo y soltó una risotada. Esa era su frase favorita para referirse a los homosexuales: «Les huele el culo a vaselina». La frasecita la acuñaron él y sus compañeros para señalar a los curas amanerados que les impartían clases. Pederastas irredentos que abusaron de varios de sus alumnos. De ahí provenía la ligera homofobia de Claudio. No era antigay, ni nada que se le pareciera. Era de entenderse que su percepción de los «maricones» estuviera impregnada por su experiencia en el colegio religioso. Uno de los maestros de primaria solía llevar a sus alumnos de siete, ocho años de edad, a su cubículo. «El veneno del pecado ha entrado en mí», les decía con voz meliflua, «y me mata lentamente. El Santo Padre, conocedor de mis tribulaciones, me ha autorizado a que una boca inocente succione el veneno y lo neutralice con su pureza».

Héctor se consideraba el enfant terrible del cine mexicano y hacía lo posible por alimentar su leyenda. Frente a la prensa era soez, exhibicionista, altanero. Juzgaba al resto de sus colegas con aire de autosuficiencia y la mayoría le parecían pedestres y anodinos. Sus películas exhibían seres monstruosos y perversos con una voracidad sexual imparable. Enanos que violaban a mujeres obesas, masturbaciones en primer cuadro, nalgas cuadriculadas por celulitis, várices, penes descomunales. Bien decía Claudio, las películas de Héctor derramaban pus y orines sobre los espectadores. La crítica y los festivales lo adoraban. Le Monde lo calificaba de «genio que crea imágenes contundentes», Der Spiegel describía su obra como «si Dante y el Bosco hubiesen decidido ser directores de cine». Héctor gozaba de los abucheos de los espectadores, que salieran asqueados, que lo insultaran. Cumplía a cabalidad con el cliché de «escandalizar a la burguesía y darle su merecido». En realidad el burgués era él. Heredero de una fortuna construida sobre la inhumana explotación de cientos de trabajadores en minas carboníferas, jamás cuestionó el dolor y la miseria que causaban sus empresas. Al morir sus padres no se desprendió de ellas y siguió manejándolas desde el consejo de administración que presidía. Sus películas eran financiadas por decenas de rostros anónimos, ennegrecidos por el carbón y con los pulmones anquilosados por años de respirar el infame polvo de las minas. «Black lungs matter», le espetó un periodista en una rueda de prensa para provocarlo parafraseando el famoso «black lives matter». Héctor mandó echarlo de la sala y lo descalificó con rapidez. «Otro imbécil pagado por mis enemigos. Seguro lo envió…» y sin reparos soltaba el nombre de algún crítico o colega que repudiaba su obra.

Aun con sus actitudes petulantes y su fama de intragable, en la vida cotidiana Héctor era un tipo afectuoso y dulce. Un amigo leal siempre dispuesto a ayudar. Sin que Claudio lo supiera, Héctor le ordenó a su director de finanzas que invirtiera parte del dinero de su compañía en el fondo que Claudio manejaba. Lo hizo por mí, por cariño, por los años de conocernos, por su talante generoso. El caso es que nuestra situación económica mejoró de un mes para otro. Ochenta millones de dólares no son poca cosa. Y en manos de Claudio, que era ducho en cuestiones financieras, el capital empezó a generar ganancias constantes. Héctor me hizo prometerle que nunca le revelaría a Claudio quién había transferido tan considerable cantidad a su fondo. Y el bruto de Claudio denostando a Héctor sin imaginar que su reciente poder económico provenía del «cineasta mariconcito».

Pedro también provenía de una «buena familia» dedicada a los bienes raíces. No poseía, ni de lejos, una fortuna tan cuantiosa como la de Héctor, sí mayor a la del 99 % de los mortales. El «rancho», así les gustaba llamar a la casa de Tepoztlán, había pertenecido a sus abuelos. Un erreno rústico de veinte hectáreas sobre el que, claro está, construyeron una casa diseñada por un arquitecto ganador del premio Pritzker y cuyos espacios fueron decorados por Ten Rainbows, la afamada compañía de interiorismo neoyorkina. Cada rincón estaba cuidado al extremo. Doce trabajadores laboraban en la finca para mantenerla impecable. «Hasta a su terrenito le hacen manicure», bromeaba Klaus.

Héctor y Pedro eran consumados mecenas. Museos, galerías, escuelas de artes plásticas, orquestas, bibliotecas eran subvencionados por ellos. Mi compañía de danza contemporánea recibía también sus donaciones. Aunque me preciaba de mantener finanzas sanas, sus aportaciones me permitían un manejo más desahogado, sin las limitantes presupuestarias de otras compañías. Podía rentar mejores teatros para nuestras funciones, pagar a asesores de calidad mundial y extender contratos a los más talentosos bailarines.

Pedro era quien manejaba los asuntos de la fundación. Aunque generoso, su mecenazgo no estaba peleado con las ganancias. En ocasiones, los galeristas les regalaban cuadros del pintor promisorio que ellos apoyaron y cuyo valor crecía veinte, treinta veces en solo un par de años. Cuando alguna de las orquestas que patrocinaban viajaba a tocar a un recinto en el extranjero, ellos se quedaban con un porcentaje del pago efectuado. Y claro, la mayoría de sus donativos eran deducibles de impuestos.

Yo solo había sido infiel una vez en mi vida. Y lo curioso es que fue precisamente con Pedro. A su vez, él me confesó que nunca antes le había puesto el cuerno a Héctor. Por lo tanto ambos fuimos amantes primerizos. Empezamos con bromas tontas. «La única mujer con la que haría el amor sería contigo», dijo una vez en forma de piropo en medio de un grupo numeroso. El comentario causó risotadas. Incluso Claudio lo festejó. «Mi vieja está tan buena que es capaz de excitar hasta a los perros.» A partir de ese momento, iniciamos un juego de coquetería banal. Pedro no perdía oportunidad de cortejarme, aunque no pasaba de la adulación cándida de un gay a su amiga.

Nunca imaginé que terminaríamos en la cama. Contribuyó para ello una buena dosis de tequila y que los dos estábamos en traje de baño. Pasamos una tarde en la alberca del rancho junto con los niños. Claudio me había dejado ahí un viernes por la mañana. Comió con nosotros y regresó a México a una junta de negocios. Héctor, poco resistente al alcohol, se quedó noqueado en un camastro. A mis hijos uno de los trabajadores los llevó a dar una vuelta a caballo. Pedro y yo nos metimos al agua y recargados en la orilla comenzamos a rozarnos con los pies. Parecía un juego inocente, pero poco a poco fuimos enlazando nuestras piernas. Nos quedamos mirando y sonreímos. «Ya párale», le dije bastante excitada. «Ya la paré», bromeó él y señaló hacia su traje de baño. Un bulto erecto surgía por entre la tela. «A ti nunca te han gustado las mujeres», le reproché. «Nunca», respondió, «ni me van a gustar. Marina, tú no eres una mujer, eres una diosa», sonrió y me besó. Traté de evadirlo, pero él me detuvo la cabeza con ambas manos.

Nos besamos unos segundos y me separé de él. Con el mentón señalé a Héctor que dormía profundo en el camastro. «¿No te importa?», le pregunté. «Claro que me importa, si es el amor de mi vida. Pero quiero probar.» Nos quedamos en silencio. Una urraca aterrizó junto a la piscina, tomó una aceituna de un plato y levantó el vuelo. La seguimos con la mirada hasta que fue a posarse a una palmera. «Siempre he querido saber qué se siente con una mujer y qué mejor que sea contigo», continuó, «si quieres aquí muere». Negué con la cabeza. Nunca se me hubiera ocurrido acostarme con él. Además, no existía ninguna razón para que fuéramos infieles. Ambos vivíamos felices con nuestras parejas. Aunque —repito— los tequilas y nuestras pieles desnudas rozándose debajo del agua nos prendieron.

Nos metimos a un cuarto en la casa de visitas y nos empezamos a besar. Pensé que por ser gay sus besos serían más suaves. No, fueron intensos, fuertes. A menudo me mordía los labios casi al punto de lastimarme. Caí en cuenta que Pedro solo había besado a hombres. Me estrujó las nalgas, me apretó la nuca, me lamió los hombros. Lejos de desagradarme, sus caricias primitivas y burdas me excitaron.

Nos tumbamos en la cama. Me quitó el sostén y se detuvo a palpar mis senos. «Se sienten acolchonaditos», dijo, «con razón les gustan tanto a los bugas». Jaló el cordón del bikini y quedé desnuda. Me miró por un breve instante con cierto asombro, como si mi cuerpo desnudo fuera un objeto extraño entre sus manos. Sin mayor preámbulo, se montó sobre mí y me penetró con fuerza. Le encajé las uñas en la espalda. Empezó a ondularse sobre mí con más y más brío. «No te vayas a venir adentro», le advertí. Sin abrir los ojos negó con la cabeza. Estaba a punto de venirme cuando intento salirse. «Me vengo», dijo. Lo abracé. «No se te ocurra salirte.» Se vino él y casi enseguida me vine yo. Hacía años no gozaba de un orgasmo en una relación sexual.

Volví a acostarme con él cuatro veces más. Nada se comparó a la primera. Él tuvo problemas para excitarse y a mí me cansó el ardor de sus besos y su penetración casi inmediata sin darme tiempo para lubricar. La tercera vez pidió metérmela por atrás. «Es lo que conozco», señaló. Me negué. Jamás lo había hecho por el ano y sentí que esa última virginidad se la debía a Claudio.

La quinta vez fue la más delicada y cariñosa. No me besó con tanta fuerza, ni trató de penetrarme a la primera. Se tomó tiempo en acariciar mis senos y luego me pidió que me abriera de piernas. Se agachó y lo que no había hecho antes, lengüeteó mi clítoris por varios minutos. Luego se acostó sobre mí y muy despacio me la fue metiendo. Dio unos cuantos empujones y se detuvo. Me acarició la cara. «Quise que me gustara, pero la verdad no me gusta nada. Perdóname», dijo. «A mí tampoco», confesé. Nos sentamos en el borde de la cama. Tomó mi mano y jugueteó con mis dedos. Volteé a examinar la habitación. Las paredes pintadas en color crema. Las alfombras mullidas. Sillones clásicos. Un balcón con vista hacia los jardines. Lujo sobre lujos. Con mis novios anteriores —incluso con Claudio—, siempre iba a moteles de paso. Me gustaba la sensación de asistir a lugares construidos expresamente para que las personas tuvieran sexo. Educada en la obsesión por la higiene y la asepsia, me excitaba sobremanera saber que entre esas cuatro paredes decenas de amantes clandestinos habían cogido con rabia y furia y amor y ternura y miedo. Cuando le propuse a Pedro ir a un motel porque eran más discretos, se indignó. «Yo no voy a ratoneras donde cogen albañiles.» Para él y Héctor, todo debía exhibir buen gusto y por eso estábamos ahí, en una senior suite del Four Seasons sin saber qué más decirnos. Dejamos el hotel esa tarde, melancólicos y desilusionados. Por fortuna, la relación con Pedro en lugar de deteriorarse se hizo más sólida. No hubo nunca reproches ni mención de lo sucedido. Quedó flotando entre nosotros un aire de complicidad y de cercanía. Él volvió a ser la pareja estable de Héctor y yo la amorosa esposa de Claudio. Y fue Pedro, sin saberlo, quien me condujo directo hacia el huracanado amor que arrancó los cimientos de mi vida y la trastocó hasta dejarla irreconocible.

Ceferino, ¿en qué pensabas esas tardes, inmóvil en tu silla de ruedas, cuando mi hermano te dejaba en la terraza a merced de la intemperie, sin importar si llovía, si era de noche o si helaba? ¿Te dolía saberte inútil y humillado, incapaz de moverte, de expresarte, de defenderte? ¿O no cesabas de rumiar sobre tu pasado de miseria y sobre la opresión de tu pueblo?

«No sabes lo que daría por cambiar el rumbo de la historia y evitar que los míos sufrieran como sufrieron», solías decir. Ya que no era posible cambiar el orden de los acontecimientos, te obcecaste en narrarlos desde un punto de vista más justo y más igualitario. Reescribirlos, nos dijiste, se convirtió en tu proyecto vital. Por eso leías libros de Historia con tal ardor, para saciar tu obsesión de pasado, para nunca olvidar. La escuela era para ti un santuario. «En la educación se encuentran las llaves», solías aleccionarnos. Tu padre les planteó a ti y a tus hermanos que estudiar era la única salida. Él que jamás supo leer y escribir. Él, que apenas sabía una docena de palabras en español. Para motivarlos les ponía de ejemplo a Juárez, «un indio como nosotros que llegó a presidente». No es que tu padre creyera que pudieran ser presidentes, ni que llegarían lejos, solo deseaba que escaparan de ahí. De la sierra, de la miseria, del hambre, de la casa construida con lodo y ramas, del fogón humeante, de los tacos bañados con el aceite en el que alguna vez frieron carne de venado, de los zapatos usados por otros niños y que pasaron a otros niños y luego a otros hasta que llegaron a ustedes. Zapatos que les apretaban y les sacaban ampollas y que tu padre impedía que dejaran de calzar porque sin zapatos ningún indio podía llegar a ser alguien. Los ingenieros, los abogados, los maestros no calzaban huaraches.

Silente, en tu silla de ruedas, ¿recordabas aquellas tardes insulsas a solas en el monte cuidando cabras, pendiente de que los coyotes no se las robaran? Mi abuelo nos contó que, por fin, después de una buena cosecha pudo intercambiar costales de maíz por seis hembras resecas sin ningún macho que las preñara para al menos obtener dos o tres crías. Seis cabras cuyos huesos sobresalían por entre los pliegues sarnosos y que tuvieron que comerse cuando la sequía se prolongó durante tantos meses que nada pudieron sembrar entre los duros y estériles terrones de su diminuta parcela. Seis hembras que, obligado por tu padre, tuviste que degollar. «Ceferino no dejaba de llorar mientras se le desguanzaban entre las manos», nos relató mi abuelo. Esas cabras eran tus hermanas del monte, con las que pasabas horas por las tardes. Me imagino tu dolor al irlas matando una a una y luego verlas servidas en tu plato.

Nosotros no teníamos pretexto para no ir a la escuela. No importaba si nos sentíamos mal, si sufríamos de fiebre o teníamos un hueso roto. Para impelernos, relatabas la mañana en que se le desprendió la suela a uno de tus zapatos y llegaste de la escuela con el pie descalzo y sangrante después de recorrer los cuatro kilómetros que mediaban con tu casa. «Era mi único par. No había dinero para comprar otro. Y así fui diario a clases y cientos de espinas se me clavaban en el pie, y los dedos se me cortaban con las lajas de los cerros. Seis años de edad y no me quejé una sola vez. Tuvieron que pasar meses para por fin contar con otros zapatos.» Después de tus odiseas, porque esa fue una de tantas, era imposible rehusarnos a ir al colegio. No había excusa que valiera y un solo rezongo nos merecía castigos severos, sino es que una golpiza.

Supongo que, atrapado en tu silla de ruedas, sin poder pronunciar una palabra, evocabas esas noches heladas, abrazado a tu perro para darse calor y soportar el golpeteo de las ventoleras que soplaban del norte. Abuelo nos reveló cuánto miedo te daban esos aironazos. No querías morir como dijo tu madre que murió su madre en una noche glacial. Tu abuela se había empeñado en buscar una cabrita que no regresó con las demás y cuando ella quiso volver le cayó la noche. Se hizo bolita en una enramada para escudarse del vendaval que se soltó apenas oscureció. Tu madre tenía ocho años cuando su madre desapareció y al día siguiente acompañó a su padre y a sus hermanos a buscarla al monte. La hallaron cuatro días después con los ojos ya comidos por las hormigas, inflada y apestosa, con la boca abierta en el esfuerzo de una bocanada final. Así nos describió tu madre su cadáver y, según ella, de ahí vino tu miedo a los vientos. ¿En tus pesadillas de niño soñabas con hormigas rojas devorándote los labios, entrando y saliendo por tu nariz? ¿Tu temor era que un día no aguantaras el frío brutal y acabaras igual que ella, rígido y azul, con las cuencas de los ojos vacías, tumbado con la lengua de fuera, hinchada y violácea? Y mira papá, terminaste peor que la madre de tu madre, tu cerebro inundado por la marea roja de una hemorragia incontenible que ahogó tus neuronas y te dejó postrado, mudo y contrahecho, en esa silla de ruedas.

Recuerdo esa tarde en que te quejaste de una migraña súbita y le dijiste a mamá «no me siento bien, veo rojo» y caíste de bruces sobre la alfombra de tu cuarto y ya no pudiste ni hablar ni desplazarte. «Esta es la muerte», debiste pensar mientras mi madre te gritaba «levántate, levántate». Con seguridad solo veías rojo y más rojo. Una realidad roja mientras mamá llamaba a una ambulancia.

Llegaron tus otros dos hijos y el cabrón de José Cuauhtémoc sonrió. ¿Tuviste ganas de levantarte y quitarle a golpes esa estúpida sonrisa, de reventarle la cara como tantas veces lo hiciste? Ya que la ambulancia tardaba, te cargamos para bajarte por la escalera y, por torpeza, te escurriste y azotaste en los escalones y para no moverte más te dejamos en el piso de la cocina y con certeza sentiste el frío de las baldosas porque pronunciaste tu última palabra, «frío», y tu hijo José Cuauhtémoc sonrió de nuevo y debiste pensar «malditos sean los descendientes de mi sangre», y luego de dos horas llegó la ambulancia y te llevaron al Seguro Social de la calzada Ermita Ixtapalapa y los doctores examinaron tus pupilas y uno de ellos se giró hacia nosotros «sufrió un derrame cerebral, urge operarlo para detener el sangrado».

¿Qué pensaste cuando meses después José Cuauhtémoc te roció de gasolina y te susurró al oído «el infierno sí existe» y luego encendió un cerillo y lo arrojó a tu regazo para prenderte en llamas? ¿Qué pensaste, papá? Por favor, dime, ¿qué pensaste?

A lo largo del día arribaron los demás invitados al rancho. Mis niños, junto a los hijos de mis amigos, nadaron en la alberca, montaron a caballo, cazaron ranas y pescaron charales en el riachuelo que cruzaba la propiedad. Fue un pleito constante interrumpir sus actividades para embadurnarlos de bloqueador solar. Mi padre había muerto de cáncer de piel y, obsesionada por ello, cada media hora los llamaba para reuntarles de la crema protectora.

Se suscitó una discusión entre Héctor y Ruvalcaba sobre «Verano», un mediocre artista plástico. Era obvio para todos que su obra era muy menor, pero Héctor —tan dado a la controversia— lo defendió como si se tratara de un pintor icónico. «El suyo es el arte del reptil que devora a los pequeños insectos del capitalismo», dijo con una vena poética fuera de lugar en un día esplendoroso con niños que correteaban en torno a la alberca. El argumento de Héctor de «minar la insustancial existencia de los burgueses» chocaba con los extensos jardines y el ofensivo lujo a nuestro alrededor. A mí me divertían sus afectadas posturas. En el fondo, Héctor no era más que un muchachito mimado que buscaba librarse de la condenatoria moral religiosa impuesta por su churrigueresca familia. El gay tantos años atado dentro de un baúl oscuro y estrecho asumió una posición de gallito de pelea apenas pudo asomar la cabeza. Un gallito sin navajas en los espolones, incapaz de abandonar su zona de confort, sus rentas millonarias, sus empresas tiznadas por la explotación de miles de mineros.

La disputa entre Héctor y Ruvalcaba alcanzó tintes ridículos. ¿A quién de verdad podía interesarle discutir sobre un tipo que se autonombraba Verano? Aburrida de las tonteras de Héctor, me fui a alcanzar a Claudio a una de las habitaciones de la casa donde en un televisor sintonizaban el partido de la Champions entre el Real Madrid y el Bayern Múnich. La vida de Claudio giraba en torno a los juegos del Real Madrid. Era capaz de interrumpir una junta de consejo o salirse de una boda con tal de aplastarse dos horas frente a la televisión a verlo jugar. Su estado de ánimo lo determinaban los triunfos y las derrotas del Madrid. Me parecía inexplicable su pasión por un equipo de futbol madrileño cuando por Claudio apenas corrían vestigios de sangre española. Él lo aducía a Hugo Sánchez, como les había acontecido a muchos mexicanos.

Pedro entró a ver el juego con nosotros. Era muy futbolero a pesar de su exacerbado buen gusto. «Placer culpable», solía decir, consciente de que Héctor lo denostaba por ello. «Jueguito inventado para obreros tarados con inclinaciones homosexuales», sostenía en uno de sus muchos desplantes provocadores. Según él, los pantaloncillos cortos usados por los jugadores no eran por utilidad deportiva, sino para excitar a los «machitos sudorosos después de salir de la fábrica». Aseguraba ver algunos juegos solo para calentarse mirándoles las piernas.

El juego lo vimos en el mismo cuarto donde Pedro y yo nos habíamos acostado unos meses antes. Tuve la sensación de que él había elegido esa recámara para prestársela a Claudio como una proclama territorial. «Aquí me cogí a tu vieja, tú que tanto desprecias a los gays», aunque no hallé en Pedro el mínimo gesto que me hiciera sospecharlo. Fugazmente recordé el instante en que desató el nudo de mi traje de baño, la penetración brusca, mi intenso orgasmo. Ahí estaban sentados frente al televisor los dos únicos hombres con los que me había acostado en los últimos doce años de mi vida. Aunque nada de la breve atracción que llegué a sentir por Pedro sobrevivía.

Al terminar el encuentro volvimos a la palapa. Por suerte el tema Verano había concluido y ahora Héctor justificaba haber incendiado la casa de uno de sus trabajadores para una de sus películas. En aras de lograr una escena «convincente», no le importó que se hicieran ceniza los muebles de madera de mezquite que el mine ro había heredado de sus abuelos, la cuna de su primer hijo, los álbumes de fotografías. «Ningún director de arte hubiese conseguido construir un set con tal autenticidad», presumía Héctor. El trabajador llegó a su casa después de diez horas de jornada laboral, solo para descubrir a un equipo de cine filmando los restos humeantes del que había sido su hogar. No le quedó de otra que aceptar una «generosa» suma para compensar los daños pese a la indignación y la ira. Ni con los mejores abogados de Monclova le hubiera ganado a Héctor un pleito legal.

La película le hizo merecer el Gran Premio del Jurado en Cannes. El jurado ponderó «la enorme dosis de dolor y humanidad mostrada en el rostro del minero que contempla desolado la pérdida de su hogar». Ahora Jaime cuestionaba con dureza a Héctor. «Destruiste la vida de ese hombre», le espetó. Héctor sonrió con sorna. «La casa del tipo da igual, en cambio la película va a trascender por años.» Jaime citó a Orson Welles que declaró: «La vida es más importante que el cine». Ese era un dilema para mí: ¿arte o vida? La famosa interrogante de «si se incendiara una biblioteca con textos inéditos de Shakespeare, ¿qué salvarías: los textos o al bibliotecario?» a menudo resonaba en mi cabeza. Yo me inclinaba por el bibliotecario. Héctor me confrontaba por ello: «Eres demasiado blanda, por eso a tus coreografías les falta intensidad». Me enfurecí. ¿Quién se creía para denigrarme así? Yo pretendía una danza lo más cercana posible a lo humano. Una obra que representara las paradojas de la vida: amor-odio, crueldad-belleza, nacimiento-muerte. Los expertos resaltaban el rigor y la solidez de mis coreografías. Ninguno ponderaba lo que para mí era lo más importante: la emoción. Y en eso Héctor —por más que me doliera— estaba en lo cierto. Mi trabajo carecía de fuerza. Pensé que la maternidad me permitiría reflexionar con más hondura sobre la vida y que ello repercutiría en mi obra. Incluso, creí que mi fugaz affaire con Pedro traería un impulso nuevo y refrescante. No fue así. Mis coreografías mantuvieron su impecabilidad técnica, pero se hallaban vacías de vitalidad y potencia. Un par de críticos vieron en esta inexistencia de emoción una virtud. La emotividad en el arte, argüía Flaubert, es barata, de folletín. El arte debe ser frío y contenido para que sea el espectador, no el autor, quien brinde el sentimiento a la obra, y no a la inversa. De otra manera, es manipulación. Yo me negaba a razonar así. En varias ocasiones vi el trabajo de Biyou, la afamada coreógrafa senegalesa. Cada movimiento, cada giro, parecía suscitar fuego. Un hálito eléctrico se percibía en el escenario. Bien podría un relámpago emanar de esos cuerpos. Obvia decir que Biyou presentaba su compañía en los teatros más codiciados de Europa, mientras nosotros debíamos contentarnos con invitaciones de universidades en Estados Unidos y América Latina. ¿En qué consistía la diferencia? Ningún crítico zahirió mis coreografías, ni alegó que les faltara calidad. Pero, me duele reconocerlo, estaban ausentes esos inefables trazos que transforman un desplazamiento en escena en vida pura e impetuosa. Para lograrlo necesitaba rebasar los límites, empujar a mis bailarines no al extremo del trabajo físico, sino a los bordes de sus abismos emocionales. Incitar, forzar. Héctor sabía que con el arte no se transige. Que es necesario ser un hijo de puta para alcanzar las cuotas más altas. Que el arte no es un concurso de simpatía, sino de resultados. No retroceder, no retractarse, no ceder. Aunque, ¿no tendría razón Orson Welles? ¿No debe estar la vida por encima del arte, el bibliotecario antes que los inéditos de Shakespeare?

Jaime terminó apabullado. Sus criterios humanistas y amelcochados fueron demolidos por la vehemencia de los argumentos de Héctor. En el arte, y sobre todo en el cine, afirmó tajante, no debe haber la menor conmiseración. Nada debe alejar a un director de su visión, así precise maltratar actores, chantajear productores, amenazar al equipo técnico, gritar, insultar, seducir, apapachar. «Al final del camino», remató Héctor, «lo único que queda es lo que se ve en la pantalla, lo demás termina en el cajón de las anécdotas».

Me alegró que Héctor barriera con Jaime. Por eso lo admiraba. Porque nadie podía contra su ímpetu, su frenesí vital y artístico. Pedro intentó aliviar la tensión con una broma. Nadie rio. Héctor no solo había rematado a Jaime, lo humilló. Lo catalogó de imbécil y blandengue. Solo quedaban la vía de los golpes o la de la retirada. Jaime y su mujer optaron por la segunda. Pedro intentó retenerlos, «no tarda en estar lista la carne». No funcionó. Rita, la mujer de Jaime, estaba iracunda. «¿Para qué chingados nos invitas a tu casa si siempre terminas por burlarte de los demás?»

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En conjunto, los tres Comités de Evaluación necesitan alcanzar poco más de 16 mil candidatos

Mundo

EU rechaza orden de captura de CPI contra Netanyahu

La declaración no menciona la orden de arresto de la CPI emitida contra Mohamed Deif, el jefe militar del movimiento islamista palestino Hamas

México

Corrupción es lo que se va con el INAI, afirma Sheinbaum

La presidenta dio a conocer que en la Auditoría Superior de la Federación al INAI en 2022, se encontró que había nepotismo laboral, gastos indebidos, entre otras cosas

República

Localizan con vida al empresario que fue secuestrado en Pátzcuaro

El dueño del restaurante El Gran Tariácuri había sido privado de la libertad el pasado lunes