Deimos y Fobos, los gemelos del terror, hijos del dios griego de la guerra Ares, acompañaban a su padre en la batalla. Uno aparecía antes de iniciar las hostilidades y sembraba dudas y angustia entre los combatientes; el otro llegaba al final paralizando a los soldados y dejándolos inermes ante el enemigo
“No gana uno para sustos” … decía mi abuela.
Y así es, desde que los hombres somos hombres (y mujeres), el miedo ha estado con nosotros, para obligarnos a vencerlo y, muchas veces, lo conseguimos para bien.
Ejemplos sobran, desde aquel lejano antepasado que se atrevió a salir de la caverna donde habitaba, hasta aquel otro que, ignorando lo que sus sentidos le comunicaban, tomó una rama ardiendo, o aquel que se montó, por primera vez, en un caballo o quien, simplemente, le hincó el diente a un zapote prieto para ver a qué sabía.
Las grandes historias de la humanidad casi siempre hablan no de quien no tiene miedo, sino de los y las que, a pesar de estar aterrados, se aventaron a lo desconocido, alzaron la voz contra la injusticia o desafiaron las convenciones sociales para lograr un mundo mejor.
En otras palabras, quienes vencieron al miedo
Compañero constante de la humanidad, el miedo ha sido abordado desde todos los ángulos, probablemente en un afán de comprenderlo y dominarlo, recordemos que es más fácil no temerle a lo que ya conocemos o podemos explicar.
Es por ello que los antiguos griegos, a los que les encantaba cargar sus altares de dioses mayores y menores, tenían no uno, sino dos deidades que encarnaban al miedo: Deimos y Fobos, gemelos, hijos de Ares el dios de la guerra y de Afrodita, la diosa del amor.
Una combinación explosiva
Deimos y Fobos acompañaban a su padre en la batalla. Fobos aparecía ante los combatientes antes de iniciar las hostilidades, llenándolos de dudas, angustia y, en muchos casos, haciéndolos huir de la lucha, mientras que Deimos llegaba cuando la contienda ya estaba en curso, paralizando a los soldados y dejándolos inermes ante el enemigo.
Ambos “gemelos del terror” están representados en esculturas, textos, pinturas y, más recientemente les han dado nombre a las dos lunas del planeta Marte, apelativo de la versión romana de su padre Ares, con lo cual han eternizado su peregrinar por el cosmos junto a su progenitor y nos acompañan desde el cielo.
E igual que con los griegos, todas las culturas tienen dioses, monstruos y todo tipo de seres aterradores, que, además de servir como entretenimiento con sus historias o para obligar a los niños a comerse la sopa, continúan con esta búsqueda interminable por hacer del miedo un conocido, si no agradable, por lo menos llevadero porque es un hecho que nunca se va a ir.
También por eso, cuando la ciencia fue opacando a la fantasía, los nuevos magos comenzaron a ver qué es lo que pasa en nuestro cuerpo y en nuestra mente cuando nos asustamos, porque recordemos que, así como había Deimos y Fobos, también hay muchas formas del miedo; aquí, solo dos de las más comunes.
No es lo mismo asustarse en una película de terror o cuando alguien te grita “bú” desde atrás de una pared al terror continuo que nos inspira el pensar en que se acerca el fin de mes y, dependiendo de la edad que tengamos, nos va a llegar la boleta de calificaciones o el estado de cuenta de la tarjeta de crédito, ambos con más “argollas” que una fábrica de donas.
En su libro "¿Por qué las cebras no tienen úlceras?", el biólogo Robert Sapolsky hace un análisis de ambos tipos de miedo.
El primero, el que nos da ante amenazas inmediatas y reales, es una reacción natural y sana de nuestro organismo que, inmediatamente, comienza a producir sustancias como la adrenalina, el cortisol y otras que ayudan a que el cuerpo esté más alerta, listo para la lucha o para la huida, la famosa respuesta fight or flight descrita por Walter Bradford Cannon, fisiólogo de Harvard, en 1915.
Para ilustrar esta acción, Sapolsky nos habla de una cebra que se topa con algún depredador.
Nuestra rayada amiga comienza a producir hormonas y su cerebro manda órdenes a todas las áreas del cuerpo que no resulten esenciales en ese momento para que se “apaguen”.
Por eso nos cuesta trabajo pensar cuando estamos asustados, la capacidad para resolver ecuaciones matemáticas no nos va a ayudar a escapar de o a vencer a la amenaza percibida. También por eso hay quien se hace pipí cuando está asustado, ya que el área del cerebro que se ocupa del control de esfínteres está ocupada en otros asuntos.
En el caso de la cebra, cuando la amenaza desaparece (o se la come), la respuesta del cuerpo termina aunque, como cualquiera que haya recibido un susto sabe, uno se tarda en calmarse, porque todo lo que se produjo en nuestro cuerpo tiene que ser eliminado poco a poco por el organismo y, en nuestra mente, permanece el recuerdo del miedo, lo cual nos ayuda a evitar repetir acciones que podrían volver a ponernos en peligro.
Para usar un ejemplo más moderno, lo que pasa con nuestro cuerpo cuando nos asustamos es semejante a lo que ocurre en un motor de automóvil como los de Rápido y Furioso cuando le inyectan óxido nitroso para subir las revoluciones.
El auto desarrolla velocidades impresionantes, pero solo puede hacerlo por poco tiempo ya que, si no es así, el motor acaba reventándose.
Lo mismo pasa con los seres humanos
Cuando el miedo se da por cuestiones que no han ocurrido (boleta de calificaciones, estado de cuenta), por cosas que sólo están en nuestra mente (mi jefe me vio raro en la junta, seguro me va a correr) u otro tipo de amenazas, reales o imaginarias, que nos tienen asustados y estresados por largos periodos de tiempo, entonces nuestro organismo, como el motor del auto sobrerrevolucionado, comienza a fallar.
Nos cuesta trabajo dormir, estamos nerviosos, no rendimos en el trabajo, nuestras defensas bajan, comenzamos a comer de más, el corazón y otros órganos comienzan a resentirse y estamos en riesgo de, literalmente, morir de miedo, además de que nuestra calidad de vida se deteriora visiblemente, aunque no lleguemos a “entregar los tenis”.
El miedo y sus efectos son, por lo tanto, buenos o malos según la manera en que los encaremos y el tiempo que permanezcan con nosotros. Lo mejor es, como decía también mi abuela, tratarlos como a los mariachis y a los parientes: “después de una hora hay que mandarlos a la chingada”.
Aunque nos dé miedo.
FB Angel Dehesa