Al tomar una de las obras de Hugo Salcedo, dramaturgo y filólogo originario de Jalisco, (En esta esquina, Telón abierto: ensayos sobre literatura y teatro, Selena, la reina del Tex Mex: obra en doce cuadros y, por supuesto, La ley del ranchero), Tania María Muñoz y Edgar Valadez, directores, no esperan más y apenas el país y la Ciudad de México dan muestras de una letalidad por infecciones de Covid-19 por demás a la baja, nos convocan a una puesta en escena a la vez perturbadora, inquietante, divertida y demoledora.
Hemos entrado al mes del orgullo, el mes en donde en el mundo occidental se celebra la diversidad social y sexual y, aprovechando el contexto, Muñoz y Valadez no quieren dejar pasar la oportunidad para poner frente a nosotros un espejo en el que, la mayoría de las veces, no queremos mirar, mirarnos.
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Ley del Ranchero una obra de reflexión
¿El escenario? Una cantina, una cantinucha de mala muerte como cualquiera, o no, una en donde el primer distractor es esa gran máscara que tanto le gusta al mexicano.
En ese sentido, by the way, el diseño gráfico de Héctor Ortega es exquisito. En los primeros minutos de la pieza, entre las pelucas, el maquillaje, los hombres ensombrerados en diminutos shorts, algunos cuerpos semidesnudos, el lenguaje abiertamente lépero, vulgar, los travestis, las jotas, los chistes básicos, el griterío, los canijos, la algarabía y los lugares comunes del arrabal homosexual o no, uno bien podría sentenciar que aquello sólo será una obra de teatro de "desmadre" más, como siempre nos advierten al respecto "los conocedores".
No obstante, con el primer apagado de luces y el posterior golpe que se deja escuchar y sentir por toda la sala, ese estruendo, Salcedo en boca de Kid (Edgar Valadez), nos manda el siguiente mensaje. "No, cariño. No te equivoques". En lo que será el comienzo de un fascinante diálogo-hilo conductor, ese que el macho, el ranchero, nos suelta a bocajarro a manera de reflexión, una que bien podría ser la traducción literaria de aquel cuadro de Gustave Courbet, El origen del mundo.
En un diálogo exquisito de altos vuelos, Kid nos ofrece con su acento norteño la más tierna y violenta justificación de por qué al hombre le encanta fornicar, en un paseo en donde lo mismo las vacas que las madres pueden ser fuente de ternura, resguardo, cobijo y placer, pero uno en donde también nos muestra a la vez una pintura, una pieza pictórica parteaguas de un violentísimo ser arrojado al mundo sin mayor protección que las miasmas del alma.
En un par de imágenes literarias bien trabajadas, dramaturgo y director esbozan el fuerte lazo que se establece entre las madres y los hijos varones, vínculo que delineará, por lo demás, la hombría y la sexualidad de los hombres. Pero no cualquier tipo de hombres, antes bien, claramente el de los hombres mexicanos, cuyo ejemplo ideal más crudo del imaginario colectivo se concentra en esos hombres criados en los pueblos, particularmente en los ranchos.
En un país en donde la curiosidad, la exploración, la educación y la experimentación en el sinuoso universo de la sexualidad humana se encuentra enormemente restringida desde que un niño llega al mexicano mundo, justamente el imaginario mencionado es la piedra de toque en donde el hilo conductor muy pronto será en realidad el lazo, el mecate, la reata, que Kid nos estará lanzando de manera intermitente, mientras tres cuadros, tres esbozos, tres caminos sobre la sexualidad, la frustración, el lumpen, el amor y la inconmensurable necesidad de cariño se asoman detrás del violento mundo masculino a la mexicana.
Una frágil frontera que se traduce puntualmente en la naturaleza misma de aquella cantinucha, a todas luces un antro ubicado en algún lugar de la zona limítrofe con Estados Unidos en donde palabras y frases contundentes terminan por aterrizar en aquellos terruños.
El oficio del peculiar dramaturgo, pues, se abrirá de capa en la obra en esos tres abarcadores cuadros.
A saber, el sorpresivo y gracioso encuentro de dos inexpertos chichifos, trabajadores comunes y corrientes que necesitan llegar a fin de mes, en realidad. A saber, la coincidencia entre dos viejos conocidos, cuyos recuerdos no sólo a ellos los sacudirán. A saber, el encontronazo entre un travesti y un homófobo estafador de putos closeteros en medio de un terrible suceso.
Así, mientras el hilo conductor nos deja muy claro que Kid ha tenido que irse a rodar por el cruel mundo, viéndose obligado a escapar de su terruño, de la evidente furia social que a la postre buscará cazarlo, debido a que ha dejado bien preñada de leche a su antes virginal noviecita, un Toto parado en la barra del lugar será abordado por un Tito, con el pretexto de un todo y de una nada, de un trago de cerveza y de una conversación que busca a todo costa ser entablada aunque sus protagonistas (Elías Toscano y Antonio Saavedra, cuya voz tendría que ser más fuerte y contundente), cada quien a su manera, no acepten que la buscan, que la propician, que en el fondo, incluso, desean algo más allá de la misma.
A su vez, de manera intercalada, y mientras Kid nos devuelve con sus monólogos al hilo ese en donde nos sigue narrando entre poético y descarado lo muy hombre que es y el buen físico que lo corrobora, en una descripción cruda y caricaturesca de su miembro viril, ¿o era quizás en algún otro diálogo?, Mayeli (Martín Villarreal) se decide, va y se sienta al lado de un hombre solitario y ensimismado, Mayito (Héctor Iván González), quien se sorprende con el gesto, pues aparentemente él nunca la invitó, ni a ella ni a nadie, a sentarse a su mesa.
En una especie de putazo contra el estilo Almodóvar, entre los detalles del maquillaje, los accesorios femeninos, la operación jarocha, el costo de las hormonas, el dolor del cuerpo, el jale en la maquila, el aparente fastidio del vato y el pago del cubetazo de chelas, va emergiendo un esbozo de ola que más temprano que tarde termina por ir a romper contra lo más sórdido y lo más tierno que un par de vidas al filo de miles de fronteras hayan podido mostrar.
Quizás por eso, Kid no da tregua para que nos quedemos ahí, sumergidos en la parte del posible afecto, de la cercana empatía, y, sin más, retoma su hilo, vuelve a hacer giros y suertes con su reata y nos lanza un homófobo discurso en donde expone su mirar sincero sobre El Ranchero, ese lugar al que fue a dar, ese sitio lleno de promiscuidad, de esos seres que parecen gusanos en comal, saltando de aquí para allá.
Y justo allá nos manda, a los baños del lugar, sitio hasta donde va justo a parar un angustiado Max (Óscar Serrano), un estafador de poca monta que se topa con la peor versión de todas sus fobias y de todos sus temores juntos, esa que, en definitiva, le caga el palo, con Mimí (un sorprendente y extraordinario José Juan Sánchez), ese travesti animador del lugar, el mismo que siempre sostiene en el tenor arrabalero y teatral justo los momentum de la pieza en su totalidad.
Max ha llegado huyendo de una tragedia que acaba de suceder en un hotel contiguo, la muerte de alguien que terminó cayendo y estrellándose sobre la banqueta, un muchachito al que utilizaba para seducir y luego robar y timar a otros hombres. Un baño de cantina, pues, con un travesti y un machín. Uno esperaría a un mujercito temeroso y chillón y a un cabrón sometiendo a la más terrible de sus pesadillas. No obstante, los besos, ¡qué caray! Los besos siempre colocan a cada quien en su verdadero sitio.
Y he ahí que, sin que nos demos cuenta, la reata nos ha sido lanzada hasta aprisionarnos las patas traseras. El ranchero ha hecho su trabajo. Al final, por nuestro propio peso y nuestra incontenible inercia, hemos caído de bruces, resquebrajando nuestras máscaras, rompiéndonos a veces, entre risas, el hocico, en este buen texto y mejor representación.
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Más allá de algunos detalles y ciertas lagunas (se necesita barullo para intuir esa cola en el baño, movimiento real de los extras en las mesas, mejor manejo del sonido para las canciones que dan ambiente, las luces sobre los actores en los momentos precisos son fundamentales, el mejoramiento de la dicción para que la dramaturgia no decaiga, decidir con mayor precisión los instantes de la presencia policiaca o no…), lo cierto es que a la vez que acabamos de ese modo, inermes en aquel terroso suelo de establo, también logramos entender porqué ha tenido que ser así, pues de otro modo el espectador no hubiese podido, ya no se diga descubrir, ni siquiera intuir en El Ranchero, el Kid ese, su profunda lucha de vida entera por tratar de borrar a toda costa de toditito su ser aquella maldita sonrisa, esa, la maldita sonrisa vertical.
Querido lector, vaya a ver esta obra de teatro y descubra el enorme poder de esa fuerte sonrisa.
La ley del ranchero
- Jueves 20:00 horas
- Mayores de 18 años.
- Entrada general 205 pesos
- Foro La Gruta del Centro Cultural Heléncio
- Av. Revolución 1500, Guadalupe Inn, 01020 Ciudad de México, CDMX