/ viernes 10 de enero de 2020

Simulacros en el futbol

Todos los medios del mundo hablaron de esos independentistas catalanes que amenazaban el Barcelona-Real Madrid, y de por qué lo harían. No pasó casi nada

Barcelona.- El futbol reina: es la religión con más creyentes del planeta, más misas, más cepillo, más sumos sacerdotes —más dioses, incluso, y diosecitos—. Y es probable que su secreto principal no sea lo que es sino lo que parece.

Lo brillante del futbol es que parece un conflicto entre manadas de gente, eso que antes llamábamos tribus y hoy naciones. Se forman hordas, se revolean banderas, se recuerdan agravios, se amenaza pelea y después 22 muchachos se encierran en un césped y, alrededor, más cerca o más lejos, millones gritan y se gritan a partir de lo que hacen esos 22 y, según se da esa danza, se sienten triunfadores o derrotados o empatados incluso, que es una sensación rara. Pero sienten, sobre todo, que han participado de un conflicto y lo viven y lo cuentan y lo desean y lo temen: arman vidas alrededor de esos combates que no fueron, que no pueden ser. Es el triunfo del como sí: la genialidad de desviar toda esa necesidad de pertenencia y de combate a algo perfectamente inocuo. Que Peñarol o Nacional salgan campeones, que gane el United o el City, que River Plate descienda a segunda o Messi no sea campeón del mundo no cambia la realidad ni un ápice, agota esa energía sin mayor consecuencia.

Foto: AFP

El negocio funciona. El Barcelona-Real Madrid es el partido más celebrado, más comentado, más esperado: mejor vendido de estos tiempos. No hay espectáculo en vivo en el mundo mundial que atraiga a tanta gente: esa noche —esa tarde, esa mañana— cientos de millones miran este partido. Y eso multiplica, por supuesto, la ansiedad contemporánea clásica: qué les puedo vender a todos esos. Grandes marcas pagan fortunas para mostrarle a ese público multimillonario los productos que ofrecen —y hacen del futbol el mayor despilfarro del mundo actual—; hoy, unos cuantos miles de militantes trataron de aprovechar gratis ese mismo mecanismo: usar el futbol para hacer conocer eso que ofrecen.

Su meta, dicen, es la independencia de Cataluña; su reclamo central, ahora mismo, la libertad de sus líderes presos —que ellos consideran presos políticos y el gobierno español, políticos presos—. Su organización se llama Tsunami Democràtic, funciona muy misteriosamente con el programa informático que pusieron a punto los rebeldes de Hong-Kong y ya consiguió un par de éxitos sonados: su movilización bloqueó, por ejemplo, durante horas el aeropuerto de Barcelona.

En cuestión futbolera, su primer triunfo fue que este partido se jugara el 18 de diciembre, en lugar del 26 de octubre, cuando se suspendió porque la condena de los líderes independentistas era muy reciente y las autoridades catalanas supusieron que no podían garantizar la seguridad del partido y de los jugadores visitantes. Ya pasaron dos meses; el miedo seguía, pero se ha vuelto insostenible. Las autoridades catalanas no podían volver a postergarlo.

El Madrid-Barcelona viene cargado desde siempre. Este partido es también una metáfora de todo este conflicto: el símbolo —dudoso— del centralismo español contra el símbolo —más dudoso aún— de la autonomía catalana. Recuerdo la perplejidad primero, la desazón después, de muchos independentistas cuando descubrieron años atrás que si se separaban de España el Barcelona tendría que jugar una liga catalana radicalmente menor, impresentable: que ya no sería su estandarte en la pelea de las tribus.

Así que organizaron, asustados, el disputado clásico. Esa noche en la calle había 3 mil Mossos d’ Esquadra, la policía autonómica catalana. Y los dos equipos y los árbitros se concentraron juntos en un hotel cercano y los llevaron al Camp Nou con tremenda custodia. Y los rumores crecían: que los del Tsunami iban a traer miles de pelotas que inflarían y echarían al campo, que lo invadirían, que obligarían a suspenderlo. Todos los medios del mundo hablaron de esos independentistas catalanes que amenazaban el mayor espectáculo, y de por qué lo harían.

No pasó casi nada. Antes del partido muchos miles sacaron y exhibieron una cinta de papel azul que decía Spain, sit and talk—porque parece que en Madrid hablan inglés, o quizá porque no le hablaban a Madrid—. Y cantaron durante dos minutos “independencia” y “libertad a los presos políticos” y después se dedicaron a mirar el partido. Nunca tantos amenazaron tanto, hicieron tan poco y consiguieron tanto; es un modelo que debería ser imitado.

En términos publicitarios —y qué es la política en la oposición sino publicidad glorificada— la amenaza es un arma casi perfecta. Hay que conseguir, con el esfuerzo de acciones anteriores, que sea creíble: entonces, sí, se logra mucho sin hacer casi nada, sin los peligros que cualquier acción supone. El modelo del simulacro, que de nuevo funcionó perfecto: el mundo habló de los indepes.

Foto: @FCBarcelona_es

Y después, además, hubo un partido: fue moderadamente malo —que es casi peor que ser desesperantemente malo—. Ahora el Barcelona cree lo que creyó el Madrid durante tantos años: que para ganar partidos de futbol no es necesario jugar al futbol sino tener dos o tres superdotados que, media docena de veces por partido, corran y gocen y consigan los dos o tres goles necesarios para seguir ganando. El equipo que tuvo el mejor medio campo de la historia no tiene medio campo. Ya no elaboran, no construyen; pretenden que todo sea improvisación y raptos personales. Cuando todo depende de uno o dos señores, alcanza con que no estén muy bien para que todo esté muy mal.

El Madrid, mientras, juega más en bloque: todos juntos atrás defendiendo y presionando, casi todos juntos adelante. No tocaba bonito pero tiraba centros al área que traían zozobra y desazón, fracciones de goles que no lograban ser enteras porque le falta calidad delantera: Bale podría estar en cualquier otro campo —de golf—, Benzema se entristece y se desarma. Si hubiera tenido a Messi —o incluso a Cristiano— habría terminado el primer tiempo ganando dos a cero.

Entre la incapacidad del Madrid para dar la última puntada y la del Barcelona para empezar a coser el juego podrían haber seguido días y días sin meterse un gol. La única esperanza era Messi y su visión de mosca, pero no hubo manera de que él mismo recibiera los pases que lanzaba, así que todos terminaron en nada y todo se acabó sin ningún gol. Fue otro simulacro: una simulación de aquel partido que, en las dos últimas décadas, supo volverse el gran clásico mundial.

El Camp Nou, como siempre, se vació muy rápido. Más tarde, en las calles vecinas, algunos manifestantes del Tsunami se pelearon con la policía: unas corridas, unos contenedores incendiados para los fotógrafos. El simulacro necesita estas escaramuzas para seguir siendo creíble; el futbol, supongo, también las necesitaría.


* @martin_caparros es periodista y novelista. Su libro más reciente es la novela "Todo por la patria". Nació en Buenos Aires, vive en Madrid y es profesor at-large en Cornell y colaborador regular de The New York Times.

Barcelona.- El futbol reina: es la religión con más creyentes del planeta, más misas, más cepillo, más sumos sacerdotes —más dioses, incluso, y diosecitos—. Y es probable que su secreto principal no sea lo que es sino lo que parece.

Lo brillante del futbol es que parece un conflicto entre manadas de gente, eso que antes llamábamos tribus y hoy naciones. Se forman hordas, se revolean banderas, se recuerdan agravios, se amenaza pelea y después 22 muchachos se encierran en un césped y, alrededor, más cerca o más lejos, millones gritan y se gritan a partir de lo que hacen esos 22 y, según se da esa danza, se sienten triunfadores o derrotados o empatados incluso, que es una sensación rara. Pero sienten, sobre todo, que han participado de un conflicto y lo viven y lo cuentan y lo desean y lo temen: arman vidas alrededor de esos combates que no fueron, que no pueden ser. Es el triunfo del como sí: la genialidad de desviar toda esa necesidad de pertenencia y de combate a algo perfectamente inocuo. Que Peñarol o Nacional salgan campeones, que gane el United o el City, que River Plate descienda a segunda o Messi no sea campeón del mundo no cambia la realidad ni un ápice, agota esa energía sin mayor consecuencia.

Foto: AFP

El negocio funciona. El Barcelona-Real Madrid es el partido más celebrado, más comentado, más esperado: mejor vendido de estos tiempos. No hay espectáculo en vivo en el mundo mundial que atraiga a tanta gente: esa noche —esa tarde, esa mañana— cientos de millones miran este partido. Y eso multiplica, por supuesto, la ansiedad contemporánea clásica: qué les puedo vender a todos esos. Grandes marcas pagan fortunas para mostrarle a ese público multimillonario los productos que ofrecen —y hacen del futbol el mayor despilfarro del mundo actual—; hoy, unos cuantos miles de militantes trataron de aprovechar gratis ese mismo mecanismo: usar el futbol para hacer conocer eso que ofrecen.

Su meta, dicen, es la independencia de Cataluña; su reclamo central, ahora mismo, la libertad de sus líderes presos —que ellos consideran presos políticos y el gobierno español, políticos presos—. Su organización se llama Tsunami Democràtic, funciona muy misteriosamente con el programa informático que pusieron a punto los rebeldes de Hong-Kong y ya consiguió un par de éxitos sonados: su movilización bloqueó, por ejemplo, durante horas el aeropuerto de Barcelona.

En cuestión futbolera, su primer triunfo fue que este partido se jugara el 18 de diciembre, en lugar del 26 de octubre, cuando se suspendió porque la condena de los líderes independentistas era muy reciente y las autoridades catalanas supusieron que no podían garantizar la seguridad del partido y de los jugadores visitantes. Ya pasaron dos meses; el miedo seguía, pero se ha vuelto insostenible. Las autoridades catalanas no podían volver a postergarlo.

El Madrid-Barcelona viene cargado desde siempre. Este partido es también una metáfora de todo este conflicto: el símbolo —dudoso— del centralismo español contra el símbolo —más dudoso aún— de la autonomía catalana. Recuerdo la perplejidad primero, la desazón después, de muchos independentistas cuando descubrieron años atrás que si se separaban de España el Barcelona tendría que jugar una liga catalana radicalmente menor, impresentable: que ya no sería su estandarte en la pelea de las tribus.

Así que organizaron, asustados, el disputado clásico. Esa noche en la calle había 3 mil Mossos d’ Esquadra, la policía autonómica catalana. Y los dos equipos y los árbitros se concentraron juntos en un hotel cercano y los llevaron al Camp Nou con tremenda custodia. Y los rumores crecían: que los del Tsunami iban a traer miles de pelotas que inflarían y echarían al campo, que lo invadirían, que obligarían a suspenderlo. Todos los medios del mundo hablaron de esos independentistas catalanes que amenazaban el mayor espectáculo, y de por qué lo harían.

No pasó casi nada. Antes del partido muchos miles sacaron y exhibieron una cinta de papel azul que decía Spain, sit and talk—porque parece que en Madrid hablan inglés, o quizá porque no le hablaban a Madrid—. Y cantaron durante dos minutos “independencia” y “libertad a los presos políticos” y después se dedicaron a mirar el partido. Nunca tantos amenazaron tanto, hicieron tan poco y consiguieron tanto; es un modelo que debería ser imitado.

En términos publicitarios —y qué es la política en la oposición sino publicidad glorificada— la amenaza es un arma casi perfecta. Hay que conseguir, con el esfuerzo de acciones anteriores, que sea creíble: entonces, sí, se logra mucho sin hacer casi nada, sin los peligros que cualquier acción supone. El modelo del simulacro, que de nuevo funcionó perfecto: el mundo habló de los indepes.

Foto: @FCBarcelona_es

Y después, además, hubo un partido: fue moderadamente malo —que es casi peor que ser desesperantemente malo—. Ahora el Barcelona cree lo que creyó el Madrid durante tantos años: que para ganar partidos de futbol no es necesario jugar al futbol sino tener dos o tres superdotados que, media docena de veces por partido, corran y gocen y consigan los dos o tres goles necesarios para seguir ganando. El equipo que tuvo el mejor medio campo de la historia no tiene medio campo. Ya no elaboran, no construyen; pretenden que todo sea improvisación y raptos personales. Cuando todo depende de uno o dos señores, alcanza con que no estén muy bien para que todo esté muy mal.

El Madrid, mientras, juega más en bloque: todos juntos atrás defendiendo y presionando, casi todos juntos adelante. No tocaba bonito pero tiraba centros al área que traían zozobra y desazón, fracciones de goles que no lograban ser enteras porque le falta calidad delantera: Bale podría estar en cualquier otro campo —de golf—, Benzema se entristece y se desarma. Si hubiera tenido a Messi —o incluso a Cristiano— habría terminado el primer tiempo ganando dos a cero.

Entre la incapacidad del Madrid para dar la última puntada y la del Barcelona para empezar a coser el juego podrían haber seguido días y días sin meterse un gol. La única esperanza era Messi y su visión de mosca, pero no hubo manera de que él mismo recibiera los pases que lanzaba, así que todos terminaron en nada y todo se acabó sin ningún gol. Fue otro simulacro: una simulación de aquel partido que, en las dos últimas décadas, supo volverse el gran clásico mundial.

El Camp Nou, como siempre, se vació muy rápido. Más tarde, en las calles vecinas, algunos manifestantes del Tsunami se pelearon con la policía: unas corridas, unos contenedores incendiados para los fotógrafos. El simulacro necesita estas escaramuzas para seguir siendo creíble; el futbol, supongo, también las necesitaría.


* @martin_caparros es periodista y novelista. Su libro más reciente es la novela "Todo por la patria". Nació en Buenos Aires, vive en Madrid y es profesor at-large en Cornell y colaborador regular de The New York Times.

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