De 1946 hasta 2010 los conflictos armados han sido el principal factor de la disminución de las especies silvestres
Destrucción de ciudades, pérdidas humanas y grandes cantidades de dinero tiradas a la basura, son sólo algunos de los aspectos que se visibilizan durante y después de las guerras.
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Pero, ¿qué pasa con el planeta? ¿Qué sucede con esos animales que no apoyan a ninguna de las partes en conflicto? Animales, plantas, tierras y ecosistemas enteros pagan las cuentas de los conflictos humanos sin haber participado en ellos. Sin embargo, son quienes más afectaciones tienen aún tiempo después de que la guerra haya terminado.
Adiós a la biodiversidad
En tiempos de guerra el medioambiente sufre una degradación acelerada y los sistemas de gestión de recursos se ven gravemente afectados.
De acuerdo con datos del Programa del Medio Ambiente de la ONU, más del 40 por ciento de los conflictos del mundo están vinculados con la explotación de recursos naturales.
Algunos de los más explotados son la madera, el oro, el petróleo o algunos menos abundantes como el agua y la tierra fértil.
“Cuando inicia un proceso de guerra no sólo comienza una destrucción de edificaciones o de vidas, también se destruye el paisaje y toda la biodiversidad que ahí ocurre”, explica a Organización Editorial Mexicana (OEM), José Antonio Ordóñez, biólogo y doctor en Ciencias por el Instituto de Ecología del programa doctoral en Ciencias Biomédicas de la UNAM.
Una de las prácticas más comunes durante la guerra para debilitar al enemigo es la tala o quema de sus áreas naturales. A su vez, el envenenamiento del suelo suele ser otra estrategia ventajosa de la que no se mide el impacto ambiental que pueda tener.
Un ejemplo de ello fue la guerra de Vietnam, en la cual, el ejército estadounidense roció con productos químicos algunas áreas de la selva con el objetivo de devastar las áreas y de este modo, privar de protección a sus fuerzas enemigas.
Cuando inicia un proceso de guerra se destruye el paisaje y toda la biodiversidad
Dicho grupo de químicos es conocido como el Agente Naranja, un compuesto químico utilizado como herbicida que llevó a muchas especies, plantas y manglares de la zona a la extinción.
Otro caso fue la guerra civil de Mozambique, la cual tuvo una duración de 15 años y provocó que el Parque Nacional de Gorongosa, perdiera más del 90 por ciento de sus animales.
“Para el ser humano en tiempos de guerra, ningún organismo tiene derechos y es aquí en donde la cadena alimenticia se comienza a atrofiar por las diferentes afectaciones que tuvieron los animales”, explicó Ordóñez, quien además es experto internacional en inventarios de gases efecto invernadero.
Lesiones físicas, estrés, falta de alimento y agua, así como la destrucción de su hábitat, son algunas de las consecuencias que los animales sufren durante una guerra.
En algunos casos, las especies pueden verse afectadas por la desaparición de su población local, pero ¿qué pasa si una especie es endémica?
Este fue el caso del rinoceronte blanco, que fue víctima de su extinción a causa de una guerra en República Democrática del Congo en el año de 1996, en donde se extinguió el último grupo de esta especie el cual habitaba en el Parque Nacional Garamba.
Durante el mismo año, la mitad de los elefantes, dos tercios de los búfalos y tres cuartos de los hipopótamos de la reserva, desaparecieron por la llegada de grupos armados, quienes destruyeron el ecosistema e hicieron inhabitable el área natural donde estos ejemplares se desarrollaban.
“En un escenario de guerra y postguerra las especies se encuentran en una cuenta regresiva porque comienzan a tomar las últimas reservas de nutrientes que tienen en el cuerpo, hasta que se quedan sin ellas y sólo es cuestión de tiempo para que mueran”, cuenta desalentado José Antonio.
Agua, tierra y aire contaminados
La contaminación ambiental que generan las guerras tiene diferentes orígenes que van desde las emisiones de gases efecto invernadero hasta la gestión de residuos postguerra.
Uno de los elementos que más contaminan el entorno son las armas y las balas, las cuales están compuestas por metales pesados y no tienen una buena gestión después de su utilización.
“Cuando se dispara una bala con plomo o cobre, sale disparada con una velocidad muy alta que va dejando restos de este material en el suelo y es ahí donde empieza un proceso de oxidación y desnaturalización del metal, es decir; se echa a perder”, explicó Ordóñez, quien también colabora con The Climate Reality Project.
Durante el proceso de oxidación dichos metales se comienzan a incorporar en el sustrato del suelo, lo que provoca que la tierra tenga un excedente de metales tanto ligeros como pesados.
Los elementos que más contaminan el entorno son las armas y las balas
“La diferencia entre los metales es que los pesados son cancerígenos e impiden el crecimiento de las plantas de la zona. Sin embargo, algunos hongos y bacterias los necesitan para proliferar, por lo que a falta de competencia por alimento o espacio, esto puede dar pie a que se conviertan en plagas”, comentó José Antonio, quien además es catedrático del ITESM y de la UNAM.
Sin embargo, la tierra no es la única área del planeta que sufre las consecuencias de la guerra, también el agua y en especial de los océanos, tiene que sobrellevar las afectaciones que conlleva.
Una de las prácticas que se realizaron al término de las dos Guerras Mundiales fue el hundimiento de armamento en el mar para evitar su reutilización por el bando enemigo.
Hoy en día, se estima que los mares del Norte y Báltico, tienen alrededor de 1.6 millones de toneladas de municiones, según señalan datos presentados por Fundación Aquae.
El problema de hundir armas o municiones en el océano radica en la cantidad de materiales tóxicos que desprenden después de haber sido arrojados, los cuales afectan de manera directa a los ecosistemas marinos.
En 1972 a través de la Convención de Oslo, esta práctica fue prohibida, pero aún se desconoce la cantidad de armamento que se encuentra en el fondo del mar.
“Con todo esto nos damos cuenta que los costos ambientales de la guerra son y siempre han sido muy graves pero nunca se ha dicho porque siempre existen conflictos de intereses y nadie tiene dinero ni quiere pagar las facturas ambientales, entonces ¿cuál es el futuro?”, cuestiona Ordóñez.
¿Qué hay por hacer?
En aras de disminuir el impacto que las guerras tienen en el medioambiente, en 2001 la Asamblea General de la ONU declaró el 6 de noviembre como el Día Internacional para la Prevención de la Explotación del Medio Ambiente en la Guerra y los Conflictos.
Quince años más tarde, la misma asamblea aprobó una resolución en la que se reconoce que los ecosistemas saludables y recursos naturales, gestionados de manera sostenible, contribuyen a reducir el riesgo e impacto de los conflictos armados.
Ante ello, el Comité Internacional de la Cruz Roja, CICR, puso sobre la mesa en mayo del 2022 algunos aspectos que en caso de un conflicto, las partes involucradas deberían seguir para reducir su impacto ambiental.
Entre algunos de ellos destacan: Evitar ubicar a las tropas o el material militar en ecosistemas frágiles o zonas protegidas, como los parques nacionales; cartografiar las zonas de importancia ecológica o fragilidad, y no conducir operaciones militares en ellas; acordar la designación de esas zonas como zonas desmilitarizadas donde no pueda desplegarse ninguna acción militar y donde se prohíba el acceso de los combatientes y del material militar.
Por otro lado, se deben tomar en cuenta informes como el publicado en 2022 por el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, el cual refiere que más de tres mil 600 millones de personas viven en condiciones vulnerables a causa de la destrucción de áreas naturales provocadas por las guerras.
“Los daños que causan son integrales y por ello muchas personas son víctimas de los efectos de la radiación o de sustancias tóxicas e incluso son orilladas a dejar sus hogares”, puntualizó José Antonio.
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Si bien la mayor parte de la responsabilidad del impacto de las guerras en el medioambiente recae en políticos o grupos de interés, los especialistas exponen algunas estrategias que las personas pueden seguir desde casa para contribuir a disminuir el impacto.
“Debemos de cuestionar y revisar nuestros hábitos de consumo y aprender a trabajar de manera colaborativa, no individualista, porque un trabajo en conjunto y bien direccionado siempre va a funcionar mejor y va a traer mejores beneficios para todas y todos”, dijo finalmente José Antonio Ordóñez.