Ser el peor de la clase, en algún tiempo, significó portar la ignominia en forma de orejas. Sin embargo, ser un burro no siempre fue equivalente a la ineptitud o la torpeza. El burro, de hecho, fue a la guerra antes que el caballo en las culturas antiguas. Incluso fue este animal el que, sobre su lomo, cargó al niño Jesús, a María y a José en su huida de Egipto.
En México y en el mundo, ser un burro es una cuestión de perspectiva. En los deportes, por ejemplo, ser burro puede significar ser un temerario jugador de fútbol americano que representa al Instituto Politécnico Nacional (IPN), “la técnica al servicio de la patria”. En las calles la cosa puede ser distinta: “ser terco como burro” —o como mula— es una frase que no pasa de moda para describir a los obstinados irracionales sin remedio.
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En el cine mexicano hay burros por doquier. Están en prácticamente cada película de la Época de Oro, que se encargó de exaltar el mundo rural donde el burro ara los caminos rumbo al progreso prometido —que jamás llegó. También, por supuesto, existen burros no tan tradicionales, como los que el director español Luis Buñuel utilizó para su cortometraje Un perro andaluz (1929). Casi un siglo después, los psicoanalistas se preguntan si existe alguna connotación sexual en aquella escena en la que dos burritos se aposentan sobre un par de pianos.
Está también el Burrito sabanero que siempre va a Belén y cuya autoría corresponde a un venezolano llamado Hugo César blanco Manzo, quien compuso este simpático tema, primero, como una gaita zuliana. De hecho, no se llamaba burrito ni era sabanero. Simplemente la canción se titulaba El burro de Belén. Cambiarle el nombre, definitivamente, fue un acierto.
Si bien la letra de ese villancico no es un tratado literario, quizá sí lo sea Platero y yo, el libro de cajón que millones de mexicanos tienen que leer en la secundaria o la preparatoria. ¿O acaso alguien no recuerda a Platero, el pequeño, peludo y suave burrito que —se dice— fue el amigo inseparable de Juan Ramón Jiménez, premio Nobel de Literatura?
“Lo dejo suelto y se va al prado y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas... Lo llamo dulcemente: ¿Platero? Y viene a mí con un trotecillo alegre, que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal”.
Menos tierno es el burro de los albures, que de pequeño no tiene nada. Entre mexicanos sabemos que a quien le apodan el burro no le va mal necesariamente. A menos que sea muy tonto o muy terco… pero si no tiene ninguno de esos defectos, no hay motivo de vergüenza. Ahí está como ejemplo Jorge Burro Van Rankin, amigo de Luis Miguel, conductor del programa de la década de los noventa: El calabozo y actual protagonista de la serie 40 y 20 de Televisa.
En peligro de extinción y menospreciado por su supuesta torpeza, el burro emprende su andanza por un mundo que lo ha utilizado para lo que más le conviene. Quizá sea su nobleza la que nos permite moldearlo en todas las concepciones posibles.
La historia bíblica nos recuerda el momento en que el profeta Balaam azotó tres veces a su burra por apartarse de un camino donde repentinamente se apareció un ángel. El animal, misteriosamente, habló. Le preguntó a su amo por qué la había golpeado si toda su vida le había servido. El ángel intervino:
“¿Por qué has azotado a tu asna estas tres veces? Yo soy el que ha salido a resistirte, porque tu camino es perverso delante de mí. El asna me ha visto y se ha apartado de mí estas tres veces. Y si de mí no se hubiera apartado, ya te hubiera matado a ti, y a ella la habría dejado viva”.
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Y finalmente, otro burro que habla, el de la película Shrek, que en inglés le dio voz Eddie Murphy y en español el comediante mexicano Eugenio Derbez, que dejó para la posteridad la interpretación en cine de la canción Mesa que más aplauda, que al incluirla sin permiso de sus autores, le valió después una demanda millonaria.