/ lunes 24 de julio de 2023

¿En qué radica la "ciencia" de un buen chiste?

No cualquiera sabe contar un buen chiste y no cualquiera logra entenderlo, y esto se debe a las habilidades y el bagaje que deben tener tanto el emisor como el receptor

Marta Vergara Martínez, profesora titular de Psicología Evolutiva y de la Educación de la Universidad de Valencia, publicó un estudio realizado con un grupo de sus alumnos, en el que ‘destripa’ los chistes y expone las causas por las que nos hacen gracia, nos provocan carcajadas o nos dejan indiferentes en los casos menos malos, y explica sus conclusiones.

El secreto de un chiste es que tenga una estructura prototípica en la que hay unas premisas que en principio no tienen mucha relación, pero activan conocimientos previos de los oyentes con los que tratan de relacionar la información. En realidad, tratamos de buscar sentido y encajar lo que nos dicen con respecto a algún referente que tengamos y, si no encontramos esa relación, utilizamos una información alternativa, o bien lo descubrimos por nosotros mismos, o bien el chiste termina con una información final que nos lo descubre”, comparte.

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La psicóloga comenta que cada chiste tiene tres fases, una de detección de incongruencias entre las premisas que se plantean, otra fase de resolución de incongruencias y la fase final de deleite en el momento que nos damos cuenta de la resolución alternativa de esas incongruencias. Cuando nos damos cuenta de esa resolución alternativa es cuando nos hace gracia.

En el chiste hay un pozo misterioso sobre cómo es posible que nos planteen una situación absurda para después ver una resolución alternativa que nos haga reír. Pero hay muchas resoluciones alternativas posibles, por ejemplo, en las metáforas, donde para entenderlas tenemos que pensarla desde otro punto de vista, como sucede con las frases hechas, como con la frase ‘montar un pollo’, en la que tienes que entender que se está refiriendo a una bronca, es decir, que no tiene que ver con la interpretación literal de las palabras, pero no nos hace gracia”, señala Vergara.


Los chistes que se cuentan mil veces

“Pero sí nos hace gracia -continúa la psicóloga- cuando estamos en una situación donde te plantean que resuelvas un determinado dilema, por ejemplo: ‘¿En qué se parece una bruja y un fin de semana?: En que las dos se van volando’. Eso es un chiste, pero cuando lo dices mil veces ya no hace gracia, sin embargo, la primera vez que lo oyes sí te la hace, no es que te partas de risa, pero es curioso”.

Para Vergara Martínez, “en realidad, se aprovechan de la novedad de decirte cosas que no nos esperamos, algo totalmente inesperado, así como de ese juego ambiguo entre la información que nos dan y las alternativas que hay para interpretarlo”.


También depende del contexto, pues, a veces, se cuenta un chiste con una estructura conocida: ‘¿En qué se parece esto a lo otro?’, entonces activamos un modelo de situación que nos dice que esto va a ser un chiste para el que ya tenemos unos guiones y, a lo mejor, nos parece curioso, pero no concluimos con una carcajada. Hay una serie de factores, dice Vergara, que hacen que esas ambigüedades las juzguemos, a veces, “simplemente como graciosas”.

Según la doctora en psicología, quien gestiona toda esa información es la amígdala del cerebro que es como un servidor que nos proporciona marcadores de lo que es relevante para cada persona.

Por ejemplo, en una película de humor donde sale un perro y hacen chistes con eso, pero ha fallecido tu mascota y esos chistes no te hacen ninguna gracia, porque ese estímulo tiene una connotación de dolor, hasta que pasa un tiempo y esa connotación se va perdiendo y puedes volver a experimentar la gracia de determinados chistes con ese elemento.

La amígdala se encarga de darle un valor a los elementos a tu alrededor y a las experiencias en función de cómo te haya ido con ellas. Por eso, determinados chistes no los ‘pillamos’ o no nos hacen gracia, porque hay determinados estímulos que en nuestra vida no estamos acostumbrados a tener y cuando se hacen bromas con ellos tampoco nos llegan a la amígdala.

El secreto de un chiste es que tenga una estructura prototípica en la que hay un par de premisas que en principio no tienen mucha relación


Para Vergara, “los chistes varían, por ejemplo, cuando el humorista quiere llegar a todos, entonces hace chistes con cosas muy básicas, muy elementales, como los que se cuentan sobre alguien que tenga algún defecto”.

“Pero hay un humor más fino, que depende de sutilezas y que no todo el mundo lo ‘pilla’, aunque todo tiene que ver con el valor que damos a los estímulos, las experiencias que hayamos tenido en nuestra vida y que la amígdala se encarga de almacenar y gestionar para dar determinada importancia a cada estímulo, que es por lo que nos reímos de unas cosas u otras”.

En muchos casos se ha demostrado también que personas con depresión o algún trastorno interno que provoca alteraciones estructurales de la amígdala, no son capaces de identificar, por ejemplo, emociones a la hora de si un estímulo es positivo o negativo, y en esos casos es complicado entender el chiste, y que te haga gracia es aún más complicado.

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“Son muchas las formas de reaccionar a un chiste, y muchas de ellas dependen de las habilidades narrativas de la persona a la hora de contarlos, de tal manera que unas empatizan mejor con los oyentes y otras menos. Puede ocurrir que cuando cuentas chistes que recuerdas con frecuencia hagan mucha gracia, pero si intentas contar otros ya no tienes tanta gracia”, argumenta la psicóloga.

Añade que también existen factores culturales, “porque hay chistes que se cuentan para un grupo determinado al que les provoca hilaridad, sin embargo, si, por ejemplo, se trata de un humor muy negro o explícito, a lo mejor no les hace gracia”.



Marta Vergara Martínez, profesora titular de Psicología Evolutiva y de la Educación de la Universidad de Valencia, publicó un estudio realizado con un grupo de sus alumnos, en el que ‘destripa’ los chistes y expone las causas por las que nos hacen gracia, nos provocan carcajadas o nos dejan indiferentes en los casos menos malos, y explica sus conclusiones.

El secreto de un chiste es que tenga una estructura prototípica en la que hay unas premisas que en principio no tienen mucha relación, pero activan conocimientos previos de los oyentes con los que tratan de relacionar la información. En realidad, tratamos de buscar sentido y encajar lo que nos dicen con respecto a algún referente que tengamos y, si no encontramos esa relación, utilizamos una información alternativa, o bien lo descubrimos por nosotros mismos, o bien el chiste termina con una información final que nos lo descubre”, comparte.

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La psicóloga comenta que cada chiste tiene tres fases, una de detección de incongruencias entre las premisas que se plantean, otra fase de resolución de incongruencias y la fase final de deleite en el momento que nos damos cuenta de la resolución alternativa de esas incongruencias. Cuando nos damos cuenta de esa resolución alternativa es cuando nos hace gracia.

En el chiste hay un pozo misterioso sobre cómo es posible que nos planteen una situación absurda para después ver una resolución alternativa que nos haga reír. Pero hay muchas resoluciones alternativas posibles, por ejemplo, en las metáforas, donde para entenderlas tenemos que pensarla desde otro punto de vista, como sucede con las frases hechas, como con la frase ‘montar un pollo’, en la que tienes que entender que se está refiriendo a una bronca, es decir, que no tiene que ver con la interpretación literal de las palabras, pero no nos hace gracia”, señala Vergara.


Los chistes que se cuentan mil veces

“Pero sí nos hace gracia -continúa la psicóloga- cuando estamos en una situación donde te plantean que resuelvas un determinado dilema, por ejemplo: ‘¿En qué se parece una bruja y un fin de semana?: En que las dos se van volando’. Eso es un chiste, pero cuando lo dices mil veces ya no hace gracia, sin embargo, la primera vez que lo oyes sí te la hace, no es que te partas de risa, pero es curioso”.

Para Vergara Martínez, “en realidad, se aprovechan de la novedad de decirte cosas que no nos esperamos, algo totalmente inesperado, así como de ese juego ambiguo entre la información que nos dan y las alternativas que hay para interpretarlo”.


También depende del contexto, pues, a veces, se cuenta un chiste con una estructura conocida: ‘¿En qué se parece esto a lo otro?’, entonces activamos un modelo de situación que nos dice que esto va a ser un chiste para el que ya tenemos unos guiones y, a lo mejor, nos parece curioso, pero no concluimos con una carcajada. Hay una serie de factores, dice Vergara, que hacen que esas ambigüedades las juzguemos, a veces, “simplemente como graciosas”.

Según la doctora en psicología, quien gestiona toda esa información es la amígdala del cerebro que es como un servidor que nos proporciona marcadores de lo que es relevante para cada persona.

Por ejemplo, en una película de humor donde sale un perro y hacen chistes con eso, pero ha fallecido tu mascota y esos chistes no te hacen ninguna gracia, porque ese estímulo tiene una connotación de dolor, hasta que pasa un tiempo y esa connotación se va perdiendo y puedes volver a experimentar la gracia de determinados chistes con ese elemento.

La amígdala se encarga de darle un valor a los elementos a tu alrededor y a las experiencias en función de cómo te haya ido con ellas. Por eso, determinados chistes no los ‘pillamos’ o no nos hacen gracia, porque hay determinados estímulos que en nuestra vida no estamos acostumbrados a tener y cuando se hacen bromas con ellos tampoco nos llegan a la amígdala.

El secreto de un chiste es que tenga una estructura prototípica en la que hay un par de premisas que en principio no tienen mucha relación


Para Vergara, “los chistes varían, por ejemplo, cuando el humorista quiere llegar a todos, entonces hace chistes con cosas muy básicas, muy elementales, como los que se cuentan sobre alguien que tenga algún defecto”.

“Pero hay un humor más fino, que depende de sutilezas y que no todo el mundo lo ‘pilla’, aunque todo tiene que ver con el valor que damos a los estímulos, las experiencias que hayamos tenido en nuestra vida y que la amígdala se encarga de almacenar y gestionar para dar determinada importancia a cada estímulo, que es por lo que nos reímos de unas cosas u otras”.

En muchos casos se ha demostrado también que personas con depresión o algún trastorno interno que provoca alteraciones estructurales de la amígdala, no son capaces de identificar, por ejemplo, emociones a la hora de si un estímulo es positivo o negativo, y en esos casos es complicado entender el chiste, y que te haga gracia es aún más complicado.

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“Son muchas las formas de reaccionar a un chiste, y muchas de ellas dependen de las habilidades narrativas de la persona a la hora de contarlos, de tal manera que unas empatizan mejor con los oyentes y otras menos. Puede ocurrir que cuando cuentas chistes que recuerdas con frecuencia hagan mucha gracia, pero si intentas contar otros ya no tienes tanta gracia”, argumenta la psicóloga.

Añade que también existen factores culturales, “porque hay chistes que se cuentan para un grupo determinado al que les provoca hilaridad, sin embargo, si, por ejemplo, se trata de un humor muy negro o explícito, a lo mejor no les hace gracia”.



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