No es que reniegue el barrio o se avergüence de él. Al contrario: si hay alguien que ha vivido cada recoveco de la Ciudad de México, ese es Luis Álvarez, la voz fundacional de El Haragán y Compañía, una de las bandas más importantes del rock mexicano.
Lo que sucede es que Luis no entiende cómo es que, en algún momento, alguien encerró a su banda en la etiqueta de 'rock urbano'. Un estigma que, dice, ha segregado a El Haragán de festivales culturales como el Cervantino o la Cumbre Tajín.
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“Cuando yo entré a la escena se le llamaba simplemente ‘rock mexicano’ o ‘rock nacional’, pero de pronto no sé a quién se le ocurrió poner etiquetas, y esa etiqueta que nos pusieron se convirtió en un estigma que no se ha podido quitar”, dice en entrevista este hombre que, con sus canciones, se ha convertido en uno de los cronistas más importantes de la metrópoli más grande de América Latina.
A Álvarez no le molesta que lo relacionen con la jungla urbana. Él comenzó su carrera cantando en los camiones y en el metro. Así lo hizo de los 15 a los 20 años con un amigo suyo llamado Miguel. De Balderas a Observatorio. De Taxqueña a Cuatro Caminos. Luis se peinó la ciudad entre acordes de blues y caguamas banqueteras allá en el barrio Acueducto de Guadalupe, donde los ojos tristes se tornan rojos después de uno, dos o tres churros.
“Desgraciadamente al rock urbano lo relacionan con algo mal tocado, algo que está en la periferia, que se auto margina. Ese estigma te segrega de alguna manera, porque desgraciadamente hemos tenido que arrastrar con eso”, señala.
“Sabemos que no todos (en la escena del rock urbano) están trabajando de la manera correcta, pero El Haragán y algunas bandas que conozco sí están haciéndolo de manera muy profesional e impecable. De pronto, que te definan como rock urbano te cierra muchas puertas. No hemos entrado al Cervantino, no hemos entrado a Cumbre Tajín ni a muchos otros festivales porque cuando oyen El Haragán lo relacionan con rock urbano. Y ese calificativo, en vez de ayudar, perjudicó al movimiento de rock mexicano, que en su momento encabezó Alejandro Lora”, agrega.
Luis asegura que no miente en sus canciones y tiene razón. Cualquiera que haya recorrido los subterráneos de esta ciudad ha conocido a alguna muñequita sintética, a algún mal rocanrolero o a algún muchacho que se le hizo fácil robar y acabó en la morgue.
Él no lo mató —el tema más popular del grupo y todo un himno en Latinoamérica y Estados Unidos— estuvo inspirado en Marcos Hernández, un viejo amigo de Luis a quien un día se le ocurrió, más por estulticia que por maldad, asaltar un Aurrerá de la colonia Santa Rosa junto a la palomilla con la que se juntaba. El plan, sin embargo, salió mal: un policía le disparó y la bala perforó sus órganos. La ambulancia llegó muy tarde: Marcos murió horas después en el hospital de La Raza.
Aquella tragedia ocurrió a inicios de la década de 1980, cuando los punks eran la fauna predominante de los barrios bajos del norte de la Ciudad de México. Luis y Marcos se juntaban con ellos. Era una época en la que el rock apenas comenzaba a salir de la marginalidad, de los hoyos funky donde irrumpía la policía bajo el pretexto de que esas tocadas eran el caldo de cultivo de criminales y comunistas. El movimiento de Rock en Tu Idioma —promovido por las disqueras más grandes del país— estaba por llegar y, con ello, se auguraba el fin de decenas de bandas que llevaban años luchando por un lugar en los gustos del público.
“En aquel momento no había tantas bandas como hoy. Nosotros tocábamos en CU, en las prepas, los CCH’s y la UAM. Muchos de los que ahorita están triunfando nos iban a ver. No es que seamos más que ellos, simplemente eso era el rock que había y nada más. Quisiera saber quién puso el nombre de ‘rock urbano’. Porque aunque no me molesta el término, lo manejan de manera despectiva y lo relacionan con la mona, la mota y un montón de cosas que nada tienen que ver con la esencia del rock mexicano”, comenta.
Haber sido un vago de tiempo completo condujo a Luis a forjarse una visión única sobre los seres que deciden asentarse en el asfalto donde nada vive y todo muere. Para él, la ciudad es un ente con vida propia, como si el pulso de sus calles fuera el mismo que el del oficinista que ya no cabe en Pantitlán, la prostituta que fuma sobre Tlalpan o la pareja que se enamora en Ciudad Universitaria.
“La ciudad para mí lo fue todo porque anduve rolando de norte a sur y de sur a norte. Cuando vas en el camión o en el metro ves la tristeza de la gente, los ojos de nostalgia, esos ojos cansados, esos rostros faltos de ilusión. Esa fue la fuente de inspiración de mis letras. Ahí sí te valgo el término ‘urbano’, porque de las calles provienen varias de las historias que escribí”, asegura el cantautor.
Luis recuerda con cariño barrios como la Guerrero, Tlatelolco, Candelaria y Acueducto de Guadalupe, donde actualmente vive. Muchas de sus canciones tienen su génesis en esas colonias. No Estoy Muerto, Él no lo mató, El Chamuco, Urbanidad, Basuras o Ánimas son algunas de ellas.
“Definitivamente hay una visión de ciudad en mis canciones. Pero eso no es una limitante, porque hemos ido a tocar a la selva chiapaneca y ahí también les gustan. La música, aunque siempre tiene un origen a la hora de nacer, es para todos”, afirma.