Fragmento del libro Recuerdos y desinformación (Temas de hoy), 2020, Jim Carrey / Dana Vachon.
Traducción: Alba Pagán. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
CAPÍTULO 1
En otra vida había protagonizado un éxito de verano que llegó a recaudar doscientos veinte millones de dólares en todo el mundo sin ningún esfuerzo, de los cuales el treinta y cinco por ciento se destinó a Carrey en persona y afluyó hasta sus reservas económicas desde los territorios de distribución, que se extendían, como se dice, «desde Tuscaloo hasta Tombuctú». Que la película no estuviera, incluso según él, entre las mejores que había hecho endulzaba todavía más el éxito; cuanto mayor era la impunidad, más se acercaba a Dios.
Se alimentó del amor de las multitudes durante la exitosa trayectoria de la película, con los estrenos en Londres, Moscú y Berlín. Llegó a Roma como un césar del slapstick (1) caminando por una alfombra roja de cien metros donde advirtió a un publicista agachado en medio de su camino y —calibrando el momento igual que calibra la marea alguien que está a punto de saltar desde un acantilado— se tropezó con el tipo y cayó como un águila en picado. La cabeza y los hombros impactaron con tal fuerza en la alfombra que la multitud pensó que acababa de morir frente a ellos. Allí tirado, Carrey pensó en su tío Des, asesinado de un disparo mientras iba a hacer la broma de la mazorca de maíz disfrazado de bigfoot. Algunos se lanzaron a ayudar a la estrella. Otros se quedaron sin aliento. Carrey dejó que la preocupación creciera antes de ponerse de pie de un salto como un muelle y de dar todas las entrevistas de aquel día con un ojo bizco.
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Después hubo una cena en su honor en el palacio del Quirinal. El presidente de la República italiana había dispuesto una mesa para cien comensales. Todos habían acudido para codearse con el genio de la interpretación y lanzaron miradas de elogio cuando Carrey, que presidía la mesa, le pidió al experimentado sumiller que escanciaba el vino en su copa si podía ver la botella. El hombre dejó de servirle y se la tendió. Todos miraron a Jim, que olisqueó el corcho y leyó la etiqueta, como preámbulo a lo que haría después: empinarse la botella, darle un buen trago y luego decir, con la cara de un verdadero experto: «Maravilloso. Les va a encantar». Y así fue. Todos lo aclamaron: el marchante de arte suizo, los tres hombres de Merck y los meseros que presenciaban el espectáculo desde la cocina, donde también los cocineros se rieron. Y el sicario de la Camorra que esa misma semana había tirado dos cuerpos al Tíber. Y el marido de la embajadora sueca. Se rieron por el súbito alivio que les produjo aquella infracción de los modales y la risa los unió más allá de los diferentes idiomas, y comieron y bebieron en la terraza de mármol bajo la noche romana.
Una orquesta de doce músicos se puso a tocar tangos, una música que llevó a la propietaria de una cadena de tintorerías, una solitaria y rolliza mujer de más de cincuenta años, a decidir, después de haberse bebido tres vasos de prosecco, pedirle un baile a Carrey, ya que le había pagado cinco mil dólares a la secretaria de un senador corrupto —que era todavía más corrupta que él— para poder asistir al evento. Se movió hacia él como un aparador en busca de calor y hubo algo en su descaro que conmovió a Jim Carrey. Le hizo un gesto a sus guardaespaldas para que se alejaran y, cuando le preguntó si le concedía un baile, se levantó, la tomó de la mano y la condujo hasta la columnata. Bailaron un tango con pasión. Ella era sorprendentemente ágil y giraba con facilidad a pesar de que sus dedos, grasientos por la lubina a la plancha, no paraban de resbalarse entre sus manos. Lo convirtió en una escena de película: fingía la frustración de un amante y exageraba cada vez que sus manos se soltaban para después tomarle el brazo y echarlo por encima de su hombro, agarrándola con fuerza y mirándola como si dijera: «No volveré a perderte». Hacía tanto tiempo que no la abrazaban. Giraron como galaxias colisionando, la música de la orquesta ganó intensidad, la multitud de estafadores pidió un crescendo y lo consiguió cuando Carrey dejó que la mujer se hundiera entre sus brazos y, al ver sus labios fruncirse en una invitación a un beso, le lamió la sudorosa cara desde la barbilla hasta la frente y luego la miró como un cachorrito feliz. El gesto puso de pie a toda la sala, la caricatura del amor había sembrado el deseo de su forma real en los corazones de todos los allí presentes, incluido él mismo.
Pronto estuvo de vuelta en su casa en Brentwood, sin un ápice de divertido caos en su famosa cara, solo desánimo allí donde acababa de encarnarse tanto carisma en bruto. La película se desvanecía de la psique colectiva. Sintió que sus ánimos se disipaban con ella, movidos por leyes desconocidas de correspondencia entre lo humano y lo industrial. Se sentía solo. Y de verdad deseaba, aunque fuera ridículo, la versión real de la payasada que había interpretado con la duchessa de la limpieza en seco. Esta le había dado un cupón para el lavado de diez prendas y, al sacarlo de su cartera, empezó a pensar, movido por un impulso masoquista, en todo lo que podría haber vivido con Renée Zellweger, su último gran amor. Lo había dejado por un torero, Morante de la Puebla. Solo, en el sofá de su casa en Brentwood y entumecido por la televisión, se dio cuenta de que las heridas del abandono no habían sanado del todo. Hacía zapping entre Engineering the Reich, donde Werner von Braun lanzaba a hombres como proyectiles que atravesaban la barrera del sonido como experimento para el programa espacial del Apolo, y Vietnam Reunions in HD, donde un estadounidense sin piernas abrazaba a un vietnamita sin dientes en el montículo de la selva donde ambos habían perdido su juventud.
Al cambiar de un canal a otro, Carrey entrevió Oksana en TNT, y una entre los billones de sinapsis de su mente se disparó con un brillo mayor que las demás, obligándolo a quedarse en el canal. Allí vio a una actriz de serie B o C, Georgie DeBusschere, tan metida en el papel de una asesina rusa como sus modestos talentos le permitían, torturando al traficante kirguís de armas al que había seducido y conducido a una casa de seguridad en Bucarest con promesas de sexo salvaje. Ella lo drogaba y ataba, y cuando el hombre se despertaba, le pedía el antídoto para un virus carnívoro que estaba desbaratando el arco narrativo de su personaje. Alegando la «rápida tasa de mutación del virus», el hombre decía que no podía ayudarla. Entonces ella le introducía el taladro eléctrico en el fémur y luego lo mataba con un golpe de yudo en la nariz.
Al contemplar a Georgie en aquel instante de violencia excesiva, el subconsciente de Jim vio los ojos de su madre en los de ella, la piel de su madre en la de ella, y la nariz de su madre en su nariz. Sin embargo, su mente consciente sabía que solo era un arrebato empalagoso.
Los primeros años de su vida los marcaron las dificultades económicas de su querido padre, Percy, cuya sonrisa crecía a la misma velocidad con la que la familia caía en la miseria. A veces su madre, Kathleen, canalizaba su declive de manera visceral, imaginándose su propia muerte.
—¡Los médicos dicen que mi cerebro se deteriora a una velocidad alarmante! —solía decirle a la familia a la hora de cenar.
Aquellas palabras aterrorizaban al joven Jim, que temía encontrarse cualquier día al volver de la escuela a su madre en el suelo, sin cerebro. Los médicos le recetaron codeína y Nembutal. Se hizo adicta a los analgésicos, como muchas otras personas. Algunas de sus primeras actuaciones cómicas nacieron de un intento de hacer que ella se sintiera mejor: un niño de siete años, delgado como un cerillo, entrando en su habitación en calzoncillos, fingiendo ser una mantis religiosa que la atacaba, con la cabeza torcida, sacudiendo sus pinzas, haciéndola reír para alejar el sufrimiento de ella, que iba creciendo con el paso del tiempo.
Pero todos aquellos analgésicos, década tras década, pasaron factura. Se quedaba tumbada en el sofá, rígida por la artritis, fumando un cigarro tras otro, en el piso de North Hollywood que Carrey les había invitado a compartir con él cuando se jubilaron y se quedaron sin dinero. Cuando volvía de trabajar en su primera serie de televisión para la NBC, The Duck Factory, se la encontraba profundamente dormida en el sofá y con los cigarros que había olvidado apagar quemando los cojines.
Después el programa se canceló y, como se estaba quedando sin dinero, les dijo con todo su pesar que tenían que volver a Canadá, donde por lo menos, si se ponían enfermos, podían permitirse ir al hospital. Les dijo que les enviaría dinero.
—Nunca consigues nada, Jim —le espetó ella—, nunca consigues nada.
Fue un golpe demoledor. A veces soñaba con estrangularla y se despertaba con sudores fríos, sintiéndose culpable por su matricidio fantaseado, deseando los cuidados maternales que nunca había tenido, una sensación que volvía ahora mientras veía a Georgie en la tele. ¿Quién era aquella actriz cuya imagen tanto le conmovía? ¿Qué era aquel programa? Le dio al botón de INFO: «Oksana: los sujetos de un experimento abortado de la Guerra Fría van finalmente en busca de la verdad».
Se unió a ellas durante veinte horas que le pudrieron el cerebro. Vio a Georgie DeBusschere y a sus hermanas luchando hasta llegar al laboratorio de Moscú en el que descubrían que todas eran asesinas programadas, todas salidas de los ovarios de gimnastas soviéticas fertilizados con el esperma congelado de un tal Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, más conocido como Iósif Stalin, y criadas por supercomputadoras en una isla de las Aleutianas que no aparece en el mapa. Absorto por su belleza, se la imaginó siendo una Kennedy, la única chica de una familia de hombres. «Seguro que jugaban futbol americano en la playa después de comer mariscos», pensó al verla noquear a uno de los malos con una patada giratoria.
No podía estar más equivocado.
Había nacido a cien kilómetros de Iowa City y crecido en una calle con las aceras deterioradas. Su padre era un profesor de Educación Física alcohólico; su madre, una tranquila y complaciente enfermera de sala de partos. Georgie era una de ocho hermanos que se peleaban con furia por pasar al baño y por las cenas de comida congelada. El día de su decimocuarto cumpleaños pasó de estar en el medio a encaramarse a la cima del orden jerárquico y dominar a sus siete hermanos —Cathy, Bobby, Cliff, Gretchen, Vince, Buster y Denise—, cada cual más astuto que el anterior a causa de los recursos cada vez más escasos de la familia.
Había conseguido una beca de los rotarios para ir a la Universidad de Michigan State, donde un error informático la había asignado a un seminario de posgrado de teoría de juegos, «Toma de decisiones en tiempos difíciles», en el que se inscribió casi sin proponérselo: entendía los conceptos de manera innata. Después de titularse, se mudó a Los Ángeles, donde trabajó como modelo de revistas antes de presentar un ensayo sobre Robinson Crusoe y una colección de fotografías en bikini a un agente de casting que le consiguió un puesto de participante en el reality Survivor: Lubang.
Allí, durante el verano del 2000, se ganó el odio de millones de personas por traicionar a su mejor amiga de la tribu Gee-Lau, una vendedora de Mary Kay que se llamaba Nancy Danny Dibble. A Nancy, que tenía una cara sin gracia y llena de marcas de acné, la habían seleccionado por las poderosas reacciones que generaba en los focus groups: lástima pura y dura. Los productores la habían introducido para hacer de ella un obstáculo moral. Para el resto de los concursantes, la estrategia más lógica era correrla rápido, sin piedad. Pero ¿qué pasaba con la deuda que tienen los fuertes con los débiles? ¿Y con las ilusiones de moralidad de la audiencia y con la ira que vivía dentro de ellos?
Pensando que ganaría una aliada gratis, Georgie compartió cacao con Nancy durante sus primeras horas en la isla, mientras pedían a los náufragos que hiciesen diecisiete tomas de paseos por la orilla de la playa. Y, a pesar de que era posible que Nancy Danny Dibble nunca hubiera tenido un amante, era una criatura tan erótica como cualquier otra. Todo está en internet, los cinco segundos, una ópera de voyeurs: un deseo compacto que atraviesa la mirada de Nancy mientras Georgie le pone cacao en los labios. ¿Hacía cuánto tiempo que Nancy Danny Dibble no se estremecía? «Necesito más», dice, de modo que Georgie le vuelve a aplicar el bálsamo en los labios. El gesto sobrepasó con creces cualquier modesta aspiración que Georgie hubiera tenido y plantó la semilla de una amistad que se consolidó en el tercer episodio, cuando, con la cara iluminada por una hoguera, esta le comentó que le parecía que «Danny» era un segundo nombre un poco raro para una mujer. El camarógrafo se agachó, con la lente a pocos centímetros de la cara de Nancy mientras ella contaba que se lo había puesto en honor a su hermano, que había muerto ahogado en la lluviosa primavera de 1977 al tirarse a un crecido arroyo del Misisipi para rescatar a Dolly, una masa de trapos de cocina y trozos de trapeador con ojos de color violeta hechos con botones, la única muñeca que Nancy había tenido en su vida. La suya no era una desgracia común y corriente, ni siquiera para Estados Unidos, ni siquiera para un casting de ochenta mil personas. El aria del lamento de Nancy se elevó hasta que, con un débil sollozo, penetró en la noche como si esta contuviera un mechón del pelo de Danny. Georgie consoló a Nancy y le pasó la mano por el pelo, que ya estaba perdiendo el color desu tinte de droguería debido a la acción del sol.
—Georgie —dijo Nancy—, me hubiera gustado que fuéramos hermanas.
—Nancy —dijo Georgie como si los camarógrafos no estuvieran—, somos hermanas.
Se prometieron ganar y compartir el dinero. Pero la desgracia de Nancy resultó ser contagiosa: perjudicada por aquella mujer (que también tenía artritis en las rodillas y cuya forma de andar ya era una señal de debilidad), la tribu Gee-Lau perdió una prueba eliminatoria tras otra. No tardaron en verse superados por la fuerza de los Layang y empezaron a caminar en la cuerda floja de la extinción del concurso.
Los índices de audiencia se dispararon. El cuerpo en bikini de Georgie DeBusschere se hizo famoso entre los banqueros y los conserjes, tanto en los departamentos de lujo como en los de protección oficial. ¿Por qué no? Había un millón de dólares aquí para quien lo quisiera, dinero suficiente como para cumplir los deseos estadounidenses más salvajes: huir de la clase inferior. Nancy Danny Dibble seguía creyendo que Georgie les proporcionaría la victoria. Por las noches soñaba que conducía un Chevrolet Malibu nuevo, con el depósito lleno, a través de Jackson, el mejor barrio residencial de Misisipi, y que un grupo de amas de casa relucientes la consideraba su mejor amiga.
Pero Georgie sabía que no ganarían y lo único que deseaba era un buen baño caliente. Una noche caminó hasta la playa, luego reptó por los matorrales y se tumbó en un riachuelo donde, dejándose inundar por el cieno, sintió el filo de un puñal que se le había caído a un cabo japonés tres días antes de Hiroshima. Sacó el acero del cauce del río y se lo metió en los pantalones. A la mañana siguiente, con el puñal entre los dientes, nadó hasta las oscuras profundidades de la cueva, pasada la superficie turquesa, donde se cruzó con una anguila adulta.
¿Cuántos vieron a Cristo en el monte de los Olivos? Diez millones de personas le miraron las tetas a Georgie cuando salió de entre las olas con la pobre anguila (el único ser inocente de toda la ecuación) colgada del cuello, goteando tripas de color verde oscuro por entre su canalillo. Volvió a cazar y cambió su presa por un favor tras la siguiente unión de las tribus. Estaba claro que uno de los Gee-Lau se iría y, mientras los Layang querían eliminar al más fuerte, Georgie los sobornó para que corrieran al más débil, Nancy Danny Dibble.
—Nancy nos ha debilitado —susurró—. También los destruirá a ustedes.
—Creía que éramos hermanas —dijo Nancy entre lágrimas en la ceremonia de eliminación, cuando ya habían leído los votos—. ¡Lo prometiste! ¡Di algo! —suplicó Nancy.
Y allí, como en todas partes, a Georgie le salió más cara la honestidad brutal que la simple astucia. A los espectadores, aquella afirmación les pareció reprobable únicamente por su verdad implacable, por la impávida forma de los primitivos engranajes que alientan la ilusión de libertad. Georgie pensaba que no había hecho nada malo. Se olvidó de las cámaras y sacó provecho de su clase favorita de la Universidad de Michigan State: «Toma de decisiones en tiempos difíciles».
—La vida es una serie de juegos conectados, muchas veces sin sentido, puede que amañados —le dijo a Nancy—. Algunos siguen reglas que conocemos, la mayoría sigue reglas que ignoramos. ¿Nos están conduciendo a un estado superior? ¿O solo nos obligan a avanzar de un tablero a otro sin ningún objetivo? La única forma de saberlo es haciendo lo que nos piden los juegos; yo solo he hecho lo que el juego me pedía.
Las lágrimas hicieron relucir las mejillas de Nancy.
(1) Estilo de comedia que se basa en las acciones físicas de los actores, exageradas y falsas y que a menudo implican cierto tipo de violencia sin consecuencias. Sus representantes más famosos son Charlie Chaplin y Buster Keaton. (N. de la t.)
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