Fue médico, vagabundo, pistolero, campesino y profesor. También fue José Clemente Orozco y hasta Cri Cri. Ignacio López Tarso, catedral actoral de México, interpretó de todo y para todos. Un verdadero camaleón histriónico. Su disciplina le permitió construir una polifacética carrera de más de siete décadas. Se aprendía los guiones de memoria y quienes trabajaron con él aseguran que su capacidad de improvisación era única.
Hacer un recorrido por su trabajo en el teatro y el cine es, prácticamente, realizar un viaje por el siglo XX de Hispanoamérica. Debutó en el cine en 1954, a los 29 años, en la película La desconocida, dirigida por Chano Urueta y con base en una historia del escritor español Max Aub, exiliado en México debido a la dictadura que impuso Francisco Franco en España tras triunfar en la Guerra Civil.
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Desde entonces, López Tarso ya era un lector voraz no sólo de la literatura mexicana y española, sino de la de otras latitudes, con William Shakespeare como su principal maestro, como él mismo lo dijo en varias ocasiones. Aquel bagaje cultural lo llevó a hacerse amigo del director Luis Buñuel —otro exiliado español— con quien colaboró en su adaptación cinematográfica de la novela de Benito Pérez Galdós, Nazarín (1959). El argumento de esta cinta es peculiar: un sacerdote que desea hacer el bien, ser caritativo y vivir el Evangelio seguido por dos prostitutas.
Adaptarse a las complejas formas de un surrealista como Buñuel no le resultó tan complicado. A los 24 años, López Tarso estudió en la Escuela de Teatro de Bellas Artes, donde convivió con Xavier Villaurrutia y Salvador Novo, portentos de las letras mexicanas y, en el caso del segundo, un verdadero libertario sexual.
Más allá de su militancia y su simpatía por el PRI, el actor fallecido a los 98 años también participó en una película fundamental para entender la figura del presidencialismo mexicano: La sombra del caudillo (1960), de Julio Bracho, un filme basado en la novela homónima de Martín Luis Guzmán. Esta historia es fundamental para entender la gestación del sistema político priista que imperó en México a lo largo de más de 70 años, y que aún hoy persiste en muchas formas.
También fue un ávido lector de Juan Rulfo. De hecho, aportó su talento para las versiones cinematográficas de El gallo de oro (1964) y Pedro Páramo (1967), películas basadas en dos de los libros medulares de la literatura en español. En esta última cinta, se aborda el abandono del padre, un tema que forma parte de la idiosincrasia mexicana desde tiempos de la Conquista.
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Pero definitivamente el papel que lo consagró fue el que ejerció en Macario, de Roberto Gavaldón, donde aborda, en definitiva, el asunto por excelencia de la cultura mexicana desde tiempos prehispánicos: la muerte. En esa película, se dijo una frase que ha sido aclamada en el mundo: “Esta es la humanidad. Aquí ves arder las vidas tranquilamente. A veces soplan los vientos de la guerra, los de la peste y las vidas se apagan por millares al azar”. Hoy, López Tarso ya está, como en Macario, en el tiempo del reposo y del juicio.
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