Inglaterra, 1954. La Segunda Guerra Mundial sigue aquí. En forma de escombros. Un letargo cubre a la juventud inglesa como el polvo que entierra a una Londres devastada, de la que parece difícil escapar.
Como lo recuerda Peter Ackroyd en su libro Londres. Una biografía (2000), en aquella época, las ciudades inglesas eran cementerios silenciosos sólo interrumpidos por el sonido de las fábricas. Y por los golpeteos de un niño que, con su banjo barato, intentaba callar los sonidos de su ciudad. Sus amigos no entendían su ingenuidad ni mucho menos su incongruencia: si tenía un banjo, ¿por qué no lo tocaba? El pequeño Charlie Watts había decidido arrancarle las cuerdas y el mástil para usarlo como tambor. Era, de algún modo, el inicio de los Rolling Stones.
Charlie crecería y, como casi todos los de su cuadra, de su ciudad, de su país, conoció el blues. Todo en vinilos traídos desde lo que ellos veían como el nuevo mundo: Estados Unidos, la tierra de la libertad, donde no había calles polvorientas ni viejas canciones de guerra. La música negra se coló en Charlie, aunque con una diferencia: él prefirió el jazz.
Según cuenta Keith Richards en su libro Vida (2018), todos los Stones visitaron los mercados ilegales cercanos al Támesis donde se vendían o intercambiaban discos de música negra. Ahí, él descubrió al misterioso Robert Johnson, Mick Jagger al lascivo Muddy Waters y Charlie Watts al profundo Charlie Parker. No se conocían entre ellos, pero en pocos años formarían la banda que lo cambiaría todo.
Los Stones, primero, fueron los Blue Incorporated, una banda sin más ambiciones que rescatar del olvido a los músicos de blues que ya ni siquiera se escuchaban en Estados Unidos. Eran los 50 e Inglaterra era un semillero de jóvenes queriendo hacer algo. En Manchester, los Beatles ponían sus propias reglas y mostraban que el rock and roll era el camino para escapar del british proud y los viejos discursos de Churchill sobre levantar la ciudad.
Sin embargo, Charlie Watts no quería formar parte de los Blue Incorporated. Él quería tocar jazz. El rock le parecía predecible y no tenía —como lo dijo muchas veces— interés en poner a bailar jovencitos. En su libro Los Rolling Stones (2018), Borja Figuerola recuerda los momentos en que Charlie rechazaba tocar con Blue Incorporated. “Mientras Keith era sólo una sombra, Charlie no veía nada claro porque no le gustaba el ruido que rodeaba a la música”, cuenta Figuerola. “En realidad, abandonó el grupo para unirse a otra formación que le permitiera combinar su carrera musical con su empleo de diseñador gráfico”.
Pero había algo en aquellos hedonistas del blues que resultaba atractivo para Charlie. Keith Richards fue un motivo importante. Opacado por la actitud carnavalesca de Mick Jagger, el guitarrista principal no hallaba la manera de figurar… hasta que llegó Charlie.
Una vez que Watts aceptó integrarse al grupo y comenzaron, oficialmente, los Rolling Stones, la explosión sucedió. Hay un viejo chiste entre el gremio musical que dice que el mejor baterista es el que obedece. Cuando tomó las baquetas, Charlie dejó muy claro que él no sería un soldado.
“Charlie Watts siempre ha sido mi andamio musicalmente hablando”, reconoció Richards en su biografía. “Charlie era el batería que queríamos, pero antes que nada: ¿nos lo podíamos permitir? Y segundo: ¿abandonaría parte del jazz que corría por sus venas por nosotros? Sentíamos que no le pegaba lo suficientemente fuerte a la batería”.
Muy pronto se haría el gran manifiesto de los Stones —y quizás del rock and roll: I Can’t Get No (Satisfaction). A contracorriente de lo que pasaba del otro lado de Inglaterra, donde los Beatles se preciaban de haber encontrado el camino, los Rolling lo dijeron con todas sus letras: “¡No estamos satisfechos!”. Confundidos, iracundos, lo dijeron con un coraje tan atípico entre aquella generación, que la gente no sabía si bailar o incendiar la ciudad. El secreto se dijo tiempo después: Keith Richards encendió el fuzz de su guitarra afinada en Sol abierto —viejo truco de los blueseros del Delta— y Charlie Watts le pegó a su tarola como nunca antes lo había hecho.
Lo que siguió fueron décadas de exploración musical en las que Charlie Watts fue el gran maquinista de los Rolling. El hombre que le puso riendas a la caballada rodante que mucho supo de los placeres del cuerpo, aunque Charlie siempre haya dicho que nunca aceptó el agradecimiento de ninguna groupie.
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Y es que su alergia a las falacias de la fama fue su fama más pública. Ni siquiera cuando sucumbió ante las fauces del alcoholismo en la década de los ochenta ocupó los encabezados. Del jazz aprendió la importancia de los silencios. Charlie fue el mutis de la orgía. O como decía su compañero Ronnie Wood: “Es el que hace posible la faena”.
Decía Chesteron que la madurez hace al hombre un espectador de la vida social. Como humilde espectador, Watts entendió que la pasión no era la fiesta banal que le vendieron, sino el estratégico camino hacia la satisfacción del instinto: el instinto de salir de Inglaterra, aunque sea con un viejo banjo.