Martes 19 de septiembre de 2017, 13 horas con 14 minutos. Era un día soleado en una Ciudad de México que apenas retomaba el paso luego del mega simulacro realizado en conmemoración al Día Nacional de Protección Civil. Y es que del recuerdo era imposible borrar las imágenes de aquel sismo de 1985, un día como ése, precisamente. 13 horas con 14 minutos, y como si la memoria lo trajera de vuelta, la tierra comenzó a moverse.
Fue sin aviso, así, repentino como pasan estas cosas. Más de uno habrá pensado que era imposible que el destino jugara una broma tan macabra.
Justo un 19 de septiembre tenía que volver a pasar todo. Pero las cosas pasan. Y así comenzaron a salir las personas de los edificios, tardaron tal vez el tiempo necesario para darse cuenta de que no se trataba de un juego, que ya no era un simulacro, que la cosa iba en serio.
Y ahí estaba de nuevo la gente, afuera, intentando de mantener una calma imposible. Para ese entonces ya había crisis y alarma, personas incrédulas que miraban y se perdían en sus teléfonos celulares para localizar a los suyos, pero las líneas estaban saturadas. De a poco iban llegando las noticias. Las sensaciones desde el primer movimiento no eran buenas, no fue un sismo cualquiera.
Y así se fue juntando la gente en las banquetas, y el polvo de los escombros poco a poco fue asentándose en el aire, mientras que por la web comenzaban a circular fotografías y videos que mostraban a un México tambaleándose.
Por la calle era difícil no aturdirse con el estruendo de las sirenas, combinados con las voces de las personas que irremediablemente hablaban en pasado, y rememoraban aquel día de hace 33 años, cuando el país tuvo que levantarse de una tragedia similar, y lo hizo con las manos de la gente, con la fe de la gente.
Y fue así que en cuestión de minutos las personas comenzaron a llegar a las zonas más afectadas. Y como por instinto se organizaron y sin saber a ciencia cierta por dónde empezar removieron los escombros. Piedra a piedra, formando extensas cadenas humanas que subían por las montañas de fierros retorcidos en busca de vida.
Era dramático escuchar el silencio, ése que se hacía cuando alguien, allá arriba, levantaba el puño para luego gritar con todas sus fuerzas si había alguien ahí.
Entonces la espera se hacía larga, porque las voces tardaban en llegar, pero cuando lo hacían comenzaba una carrera contra el tiempo, y los rescatistas se acercaban sigilosamente para no hacer más desastre el desastre, y después de un tiempo y mucho esfuerzo la fiesta era absoluta, cuando se lograba rescatar a alguien con vida.
Mientras eso pasaba en los escombros, los parques comenzaban a llenarse de víveres, de cobijas para resguardarse del frío, de comida, de cubetas, de material de construcción.
Y pese a que esa tarde pareció eterna, la noche igual llegó, y luego le siguieron otros días y otras noches en las que la esperanza de rescatar a gente atrapada se mantuvo y no mermó ni un solo instante.
Por las noticias llegan imágenes de gente que ayuda, y que como aquel año, celebra cuando tras levantar los brazos en señal de silencio, encuentran sobrevivientes que son puestos a salvo, repletos de polvo pero también de vida.
El México más solidario volvió a salir a las calles, tras una de esas sacudidas que duelen en lo más profundo.