Con poco más de 20 millones de habitantes y con casi mil 500 kilómetros de territorio, la CdMx ha sido llamada desde hace años: Ciudad amigable. Sin embargo, la realidad en alcaldías alejadas del centro de la metrópoli es otra.
Por ejemplo, Iztapalapa. De donde soy originario, con más de 2 millones de habitantes y de acuerdo con cifras de la Secretaria de Seguridad Ciudadana, uno de los 8 sectores más peligrosos de la capital y la que aporta el mayor número de personas que se encuentran privadas de la libertad en las cárceles.
Es reconocida a nivel internacional por tener una de las representaciones más grandes de la Crucifixión de Cristo. Y como la historia nos ha enseñado, es complicado cuando se intenta hacer convivir la efervescencia religiosa y el ejercicio pleno de los derechos de las personas.
En 2015, se intentó arrancar la construcción de la Clínica Especializada Condesa-Iztapalapa para atender la sobredemanda de servicios médicos a causa del VIH en la ciudad.
El mayor número de personas que vivían con VIH y que requerían los servicios pertenecían a la zona Oriente. Al principio no se logró: las y los vecinos se organizaron para bloquear la construcción argumentando que “las y los niños que jugaban en el parque aledaño se infectarían”, “que el agua de las tuberías sería gravemente contaminada a causa de los residuos de la clínica”.
Fue mucha la desinformación que impero alrededor de un proyecto tan necesario y urgente.
En el barrio, aunque se conviva a diario con la diversidad sexual, permanece relegada a expresarse sólo cuando y en donde el grosso de la población piensa que debe hacerlo: es muy común en cada baile de calle "sonidero" ver a grupos de mujeres trans apropiarse de la pista y las miradas de las y los asistentes observando sus impresionantes figuras. Se convierten en el alma de la fiesta. Ahí, a esa hora, en medio de las luces la identidad de género es aceptada.
Iztapalapa es conocida por sus carnavales, mismos que dan identidad a sus pueblos y barrios originarios. Ahí, la expresión de genero se ve en su mayor esplendor.
Decenas de personas travestis se reúnen y disfrutan del carnaval codo a codo con el resto de la población. Nadie les molesta, son uno mismo y conviven hasta caer la noche.
Estos ejercicios nos harían pensar que la sociedad está siendo incluyente, pero no es así. La realidad para la población LGBTTTI se limita a esos espacios. Al volver a la cotidianeidad de la cuadra, de la escuela, del mercado o del transporte público se vive de manera severa la crueldad de la discriminación.
A mis 19 años, aborde una de las rutas más conocidas y concurridas de la zona: Avenida Ermita. Pague el pasaje y me dirigía a mi destino. Iba acompañado por mi pareja.
Sólo éramos dos jóvenes sentados al final de un microbús, recargado uno en el hombro del otro. Tras 50 metros de haber avanzado el transporte se detuvo en seco y el chofer gritó: “¡Par de maricones, bajen de mi unidad, lléguenle o les parto su madre!”. Después de un silencio incómodo, de esos eternos segundos, la gente se quedó muda, simplemente miraba lo que sucedía. Nadie dijo nada. Nadie se extrañó. Nos bajamos del transporte y la vida siguió.
Anécdotas como esa suceden diario. Las dejamos pasar porque la discriminación está sumamente interiorizada. Vivimos con ella, sí equivocadamente. Por temor a la violencia o a la vía de la pelea. La garantía y exigibilidad de derechos no llega a los lugares tan alejados como el barrio. Ahí, es mejor comportarse y atender a las reglas hetero-normadas para no poner en riesgo tu vida.
Aunque contemos con avances jurídicos para la población LGBTTTI, no se ha encontrado aún la forma de sensibilizar a la ciudadanía en estos lugares. Hablarle en su idioma, de manera entendible, accesible e inteligente. Cada colonia tiene su particularidad. Las políticas incluyentes tienen que elaborarse desde lo local, junto con el barrio.
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