Caminar por La Planta, Iztapalapa, es cada día más difícil y riesgoso. Las zanjas que se abrieron tras el sismo del 19 de septiembre pasado, y que siguen creciendo, se están comiendo las casas de por sí fracturadas por el temblor.
La escasez de agua, en algunos casos de luz y gas pareciera que no deja espacio a la esperanza de regresar al hogar, otras señales de ello son las casas de campaña instaladas afuera de las viviendas devastadas, los niños jugando entre piedras y tierra, los vecinos que hablan de enfrentar a las autoridades y la sensación en los pies de que la tierra aún se mueve y se hunde.
Hasta un metro llegó a desplazarse la tierra; de ser un terreno plano el piso se separó como un gran escalón, y determinadas partes además se abrió casi como un socavón. La situación empeoró cuando los vecinos creyeron que el drenaje se escapaba y sus aguas reblandecerían peligrosamente la tierra. No fue así, pero más hoyos complican la cotidianidad.
Organizaciones como Save The Children, la Comisión de Derechos Humanos, la gente de Protección Civil, ayudan al corroborar el panorama de que nada está bien, de que nadie está bien.
José Roberto construye su casa provisional de madera frente a la de ladrillos que se está cayendo, y en la que dice que no sabe por cuánto tiempo vivirá, pues las autoridades sólo le dijeron que su hogar -en el que durmió por 22 años-, ahora es inhabitable y que tendrán que derrumbarlo, pero comenta que no le han dicho cuál es el futuro de él y de las otras 14 personas que compartían la misma vivienda.
Ellos por su cuenta consiguió la madera, clavos y más para levantar sus nuevos cuartos. La intención es clara, no se moverán. Y es que hay que agregar que La Planta se erigió en lo que fue un basurero y que muchas viviendas se construyeron de manera irregular, es decir, ellos no cuentan con escrituras.
Leticia, su esposo y sus dos hijos armaron su campamento en lo que en algún momento fuera el patio de entrada. Angustiada comenta que la lona amarilla que les protege del sol y un tanto de la lluvia se la van a llevar. “Ya sabía que era sólo un préstamo”. A la casa sólo entran al baño, aunque represente un peligro, pero no hay de otra.
Ella cocina en una plancha de metal que calienta con carbón a nivel de piso, a un metro están los colchones y cobijas que la noche del lunes se mojaron por la lluvia.
Ayuda sí han recibido, una poca, dice, pero se las quitaron.
Hemos recorrido sólo dos calles, pero pareciera que han sido muchas más debido a que los pasos son lentos, no sólo por la ya mencionada dificultad del suelo, sino porque no es posible no mirar las paredes rotas, las cruces rojas marcadas con pintura en los muros que significan “inhabitable” y la desesperación generalizada.
En la calle El Molino hay una cerrada, es el número 25 y debajo del número dice “Infonavit”. No cualquiera entra, menos ahora que los 132 departamentos están en mal estado, pero los habitantes acceden a que la prensa conozca la situación que padecen.
Aunque a primera vista el conjunto habitacional parece no sufrir, la realidad es terrible. En la parte trasera se ha formado una grieta de al menos unos 20 metros de largo y su profundidad varía.
Para impedir que la lluvia reblandezca la tierra, los colonos colocaron tablas que sostienen lonas. Dos de sus 20 torres ya fueron desalojadas. “Nos organizamos los vecinos para sacar muebles de a poco, porque la estructura es muy débil y hay posibilidad de que se nos venga abajo”, dice una de las inquilinas que se salió de su casa y que acude a las juntas vecinales, pues buscan que el instituto les dé respuesta.
Y vaya si la necesitan, ingenieros les dijeron que sus edificios no tienen castillos, sino unos puntales horizontales que deberían sostener la estructura. “Los hicieron con negligencia y dolo”, afirma una de las vecinas.
Al entrar a los edificios evacuados el movimiento es perceptible. El lugar es endeble. Hay boquetes que dejó el sismo -”el terremoto, no le tenga miedo a la palabra, esto fue un terremoto, no un sismo”, afirma Alejandra, quien ya se llevó sus pertenencias-.
Sólo hemos visto tres calles en dos horas, en la última un hombre nos detiene, quiere enseñarnos su casa, que igual que los demás cuida desde afuera. Paredes y techos cuarteados, el piso partido y escalonado, vidrios rotos, así se puede seguir por horas.
Al partir, se alcanza a ver la leyenda en la playera de iztapalapense: “Faith, solidarity, justice” (Fe, solidaridad, justicia), y parece resumirlo todo.