“Acaba de temblar bien cabrón” fueron las palabras que me envío Marco, mi novio, por What’s. Intenté comunicarme con él, pero ya no entraban las llamadas, nuestra comunicación se centró en mensajes a través de esa aplicación.
Yo estaba de visita en Bogotá con mi hermana y una amiga, y salía de la casa de donde nos dieron hospedaje hacia departamento de la señora Mariela, mi casera del 2015, cuando estuve de intercambio en Colombia. Doña Mariela me esperaba con un sopa de lentejas con carne de cerdo, agua de tomate de árbol y con toda la familia reunida en el barrio de Teusaquillo, allá en Colombia.
En la tertulia, mis anécdotas de la Ciudad de México quedaron atrás, y la familia se enfocó en las imágenes que proyectaba el noticiario de la cadena Caracol que iban entre edificios derrumbados, gente dispersa caminando, alertas sobre zonas de peligro.
Mientras que nosotras estábamos atentas a la comunicación por WhatsApp con nuestros familiares, amigos, conocidos, vecinos, de quien nos acordábamos en ese momento “¿estás bien?, ¿todo bien?, ¿sentiste el temblor” fue la cadena de preguntas en que desembocaban las conversaciones.
El ritmo de nuestra respiración era dictada por la palomita de envío del Whats, por la de recibido, su color azul; hasta ahí uno podía respirar un poco, pero sin dejar de estar tranquilo; hacia falta que se completara la cadena de la conversación; pasar al estado de “escribiendo” y recibir una respuesta: “todo bien, gracias; si lo sentí, pero bien; se cayeron algunas cosas pero bien”…
El WhatsApp más angustiante que recibí fue de Marco “no encuentro a Quesito”, mi gato, había desaparecido. “Ya busqué por todos los rincones y no está, caminé por toda la cuadra y no lo encontré” eran los mensajes entre cortados que me llegaban. Lo que pude hacer fue escribir al grupo de los vecinos “espero que todo bien, me informan que mi gato desapareció, es uno blanquito de ojos azules, si lo ven porfa avísenme”.
Mi ayuda a mi gente estaba limitada o expandida mediante el reenvío de mensajes por WhatsApp: “Se necesita ropa de bebé para tal comunidad… Hace falta alimentos para tal barrio… Se buscan voluntarios para apoyar en tal zona…” el ir y venir de mensajes entre un grupo y otro era mi labor. Y sí, logré que mi familia donara los productos que se necesitaban para una comunidad; amigos se enterarán de donde se necesitaban voluntarios… Lo que no lograba aún era encontrar a mi gato.
La ayuda virtual favorecía el flujo de la información, pero también se necesitaba la presencia física para otras cosas, como mover piedras, trasladar los víveres, apoyar emocionalmente a las personas afectadas, reportear la situación, verificar la información. Encontrar a un gato.
Fue hasta el día siguiente que un vecino me envío una foto con un mensaje “es este tu gato?”. Sí, sí era mi gato, suspiré. “Puedes dárselo a David, el vecino de enfrente, quien se quedó a cargo de alimentarlo”, le respondí.
Hasta ahora no sé si fue lo mejor, no vivir el temblor presencialmente, a vivirlo desde fuera. Sé que no puedo describir las vibraciones a diferencia de quienes sí lo sintieron. Pero lo que sí sentí, fue angustia al llegar, caminar por las calles de la Condesa y la Roma, por algunas partes de Viaducto, y más aún, ver los restos de Galerías Coapa, aquella plaza que albergó mis tiempos libres de estudiante en la UAM- Xochimilco, fue como si mis experiencias vividas se redujeran a escombros y sólo quedara la nostalgia y las preguntas sin respuesta ¿De qué estaban hechos esos edificios? ¿Cómo pudieron caerse tantos? ¿Qué pasará? ¿Qué ha pasado hasta ahora?