Intentan disimular el miedo, serenamente se sientan a explicar que a veces la tierra se mueve como cuando los niños se estiran; entonces, deben tomar precauciones: moverse a puntos de resguardo, buscar un triángulo de vida y en casos extremos, alejarse de sus padres para resguardar su integridad.
“Los niños solo te preguntan ¿por qué me estás diciendo eso mamá? Yo quiero estar contigo”, comenta Graciela Bolio, madre de dos niños del Kínder Tepeyac y el Colegio Andersen, cercanos al edificio colapsado de Coquimbo, en la colonia Lindavista.
En la escuela de Regina y Matías, de cuatro y seis años, respectivamente. Quieren regresar a sus escuelas, se estresan por las tareas y se preocupan por un nuevo temblor. Desde el 19 de septiembre no han salido de su casa. Graciela ha hecho home office, su esposo se la pasa jugando con los niños, no ven las noticias y hasta este fin de semana salieron al deportivo Miguel Alemán para relajarlos; sin embargo, sus hijos no se presentarán a clases.
“Hasta que la escuela no esté 100% segura, no los llevaré. El miércoles veré las instalaciones y si las condiciones son buenas, los llevo. Todas las mamás estamos preocupadas, pero no somos las únicas”, dice.
La zona de Lindavista es escolar, alrededor hay cerca de 10 o 15 escuelas. A dos cuadras del colapso está el Kínder de Regina, a unos metros más se ve el Palacio de los Niños, el Colegio Mercedes y la Universidad del Tepeyac. El miedo abunda, las calles son tristes, predomina un ambiente de solemnidad con las víctimas.
Los padres se mantienen atentos, creen ignorar la histeria. En los grupos de Whats App circulan comunicados de las autoridades, recomendaciones y palabras de aliento. En días recientes acompañaron a una de las maestras del Colegio Andersen al funeral de su esposo, quien murió atrapado en el derrumbe del edificio de seis pisos.
“Mi escuela se movió mamá”. Los infantes no olvidan con facilidad y a su retorno deberán recibir atención psicológica, jugar y tomar precauciones; para que sane, “no pueden vivir con el trauma”, señala Graciela Bolio. Muchos preferirían no llevarlos, pero trabajan y no les van a dar más días para permanecer en sus casas. La única alternativa ha sido establecer redes de apoyo entre ellos.
La consternación continúa, intentan disfrazarla, pero persiste. Graciela recuerda que el día del segundo temblor, estaba en la oficina; de inmediato, contactó a sus hijos y se enteró que estaban seguros, pero la certeza no es suficiente para apaciguar el miedo a perder un hijo.
Recuerda el caos vial, el colapso y cómo cada paso le parecía infinito, hasta que llegó a casa y abrazó a sus hijos. No entendían lo que sucedía, estaban asustados, pero a la fecha siguen sin entender muy de qué. Regina diario le pregunta qué va a pasar con la lonchera que dejó en su pupitre y su mochila; en algún momento le sugirió regresar por ella, también se dispone a estudiar y hacer las tareas del kínder. Mientras Matías la sigue viendo con desconcierto.
No es fácil. Hace dos días intentó mantenerse en paz, pero la angustia la rebasó y se soltó a llorar abrazada de los chiquillos. Su esposo tiene ese sentimiento de protección en general, pero ella solo puede pensar en los múltiples escenarios en los que se podrían encontrar sus hijos lejos de ella. No puede estar con ellos para siempre y por ello, les ha enseñado cómo actuar.