Silvia Hernández Córtes, de 79 años, se encarga desde hace cuatro décadas de mantener intactos los seis organillos alemanes que heredó y que durante cuatro generaciones han llenado de melodías alegres, nostálgicas y románticas las calles de la Ciudad de México.
Repara y da mantenimiento a las cajas, bajos, teclado, fuelle, cornetas, y demás partes del organillo. Silvia realiza un mantenimiento artesanal, porque desde hace décadas desaparecieron los encargados de fabricar las refacciones de estas pesadas cajas musicales.
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“Esto viene desde la ascendencia de mi esposo. Mi suegro, Gilberto Lázaro, los trajo de Alemania para cambiar toda la nota musical que venían en las cajas y las cambió a música mexicana”, relató.
Ella ha hecho algunas piezas, aunque su mayor objetivo es mantener todo original. Trabaja a diario en su taller, ubicado en una vecindad que data de 1800, en la calle Caridad, en Tepito.
Es una cirujana de la música porque abre y extiende todas las piezas de sus organillos en una mesa. Lo más complicado y tardado es la memoria del aparato, un cilindro de madera, en donde hay más de cinco mil puntillas que dan vida a las notas musicales y forman entre ocho y 10 canciones como: “Amor eterno”, “Cielito lindo”, “Dios nunca muere”, “Las mañanitas”, por mencionar algunas.
“Muchos piensan que el trabajo del organillo está en la calle, pero nadie imagina que para poder salir hay muchas horas y también meses de trabajo que mantienen vivos a mis organillos”, precisó Hernández.
El Congreso de la Ciudad de México aprobó el 21 de marzo un punto de acuerdo para que la ciudad reconozca a los organilleros como Patrimonio Cultural Intangible. Los diputados exhortaron a la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México a que formalice la petición.
Veka Duncan, historiadora de arte y cronista, ha investigado cómo los organillos llegaron a la Ciudad en el siglo XIX, durante el mandato de Porfirio Díaz, como parte de dos oleadas migratorias europeas, principalmente de países como Francia, Alemania e Inglaterra, originadas por la primera y segunda guerra mundial.
“Los primeros organillos de este tipo llegan de Alemania en el siglo XIX, son las piezas más antiguas de las que se tienen registro. Los organilleros llegan a México porque están huyendo de la guerra, pero también de la persecución política y étnica”, explicó Duncán.
Silvia no conoce exactamente el origen de sus aparatos, sabe que tienen más de 100 años de vida tan solo con hacer cuentas del registro familiar de su esposo y los recuerdos que ella y su familia tienen de los organillos del Centro Histórico.
Duncan explicó que los organillos son antigüedades, no solo por el tiempo que han permanecido en las calles de la ciudad y algunas partes del país, sino por la cultura e identidad de la que son parte.
“Estamos hablando de un sonido que nos guste o no nos guste, ha sido parte de la vida cotidiana, y ha sido parte de la cultura durante más de un siglo. Esto le da una relevancia importante, como parte de la memoria intangible de la Ciudad. Vale la pena entender mejor y también proteger”, explicó Duncan.
“¿Te has fijado que algunos organillos tienen encima un changuito de peluche?”, preguntó Duncan. “Eso es porque en Francia se estilaba tener changuitos vivos con su sombrero y chaleco bailando en el espacio público con el organillero. Es una cosa espantosa pensar que así fue, hoy eso es maltrato animal, pero ese es el origen de esos peluches de changuitos acompañando a los organillos”, explicó.
LA HISTORIA DE LA CIUDAD
Samantha López, de 32 años, es nieta de Silvia y desde niña ha observado el trabajo de su abuela, pero antes de imitarla, decidió ser organillera, una de los 16 que trabajan con su familia.
Ella ha portado el traje que su abuela confecciona y que hace alusión a los uniformes villistas. Ha cargado en su espalda la caja de más de 50 kilos y recorrido calles de colonias como Santa María la Ribera, Mixcoac y hasta el Estado de México.
“Quería saber qué pasa después de que se sale de la casa de mi abuela con el aparato. Hay cosas buenas, malas, y también hay personas así. Te mueres de sed, te cansas, caminas mucho, cargas, los rayos del sol, la lluvia, y todo eso afecta. Hay gente que no lo valora, hay quienes sí”, relató.
Samantha toca el organillo, pero recién asumió el legado familiar. Y ahora pasa horas en el taller de su abuela, arreglando y aprendiendo todo. Es la única de la familia que se ha interesado en trabajar como restauradora.
Mercedes Sánchez, geógrafa de la UNAM, realizó un mapeo de los organilleros que trabajan todos los días en el primer cuadro del Centro Histórico de la Ciudad: En el trabajo de campo registró 11 parejas de organilleros, ubicados en las calles: Tacuba, Monte de Piedad, República de Argentina, Pino Suárez, Venustiano Carranza, 20 de noviembre, además de 16 de septiembre y 5 de mayo. El año pasado, durante el primer festival de organilleros de la Ciudad, contó con 30 organilleros capitalinos.
La presencia de organilleros no es exclusivo del Centro o de la alcaldía Cuauhtémoc; también están presentes en Coyoacán, Iztapalapa, Miguel Hidalgo, Benito Juárez, y de forma intermitente en el Estado de México.
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Los organilleros que trabajan con Silvia, llegan al taller a las 8:30 horas, recogen el instrumento y trabajan hasta las 18:00 horas. A ella le pagan una renta fija diaria por la caja, que además incluye la mano de obra para repararlos. El resto de las propinas son su sustento.
“Es un trabajo que sigue dando para vivir. Hay gente que lo aprecia y que da. No creo que se acabe pronto, pero sí es de mucho esfuerzo físico y voluntad”, dijo Silvia Hernández.