/ sábado 11 de diciembre de 2021

Las monarquías gobiernan por mandato divino

En países monárquicos la religión es determinante, una tradición que viene desde tiempos ancestrales cuando dominaba la idea de que los reyes eran designados por los dioses, e incluso éstos se autoproclamaban dioses y su voluntad era sagrada

Legado de un pasado lejano. Lastre para sus países. Símbolo de tradición y emblema de una nación. El debate sobre la utilidad de las monarquías en el siglo XXI continúa, pero lo cierto es que el paso de los siglos no ha roto la unidad entre éstas y el derecho divino que les dio la autoridad de gobernar y de existir.

En el último siglo, tan sólo en Europa el número de reinados cayó de 22 a 12, mientras que el número de repúblicas aumentó de 4 a 34.

Foto: AFP

En Occidente, entre los siglos XVIII y XIX, la época moderna y el fin del antiguo régimen trajeron la conformación de los Estados nación y con ello la caída inevitable de imperios y reinos. Sin embargo, algunos sobrevivieron bajo la forma de monarquías parlamentarias, constitucionales o híbridas, en donde el rey encarna la identidad nacional del país y ejerce como jefe de Estado, pero sin poder efectivo, lo cual es potestad del parlamento y el primer ministro emanado de este. Por ello, “el rey reina, pero no gobierna”.

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Esto se aplica principalmente en las monarquías europeas y, a medias, en algunas de Medio Oriente, mientras que otras, como las del Gofo Pérsico y alguna de Asia, siguen siendo monarquías absolutas.

En el mundo antiguo surgió la idea de que los reyes eran designados por los mismos dioses, e incluso éstos se autoproclamaban dioses y su voluntad era sagrada.

Los primeros reinados de los que se tiene registro provienen de las culturas sumeria y egipcia, alrededor del año 3 mil antes de Cristo, y consistían en gobiernos religiosos, en los que el rey podía ser al mismo tiempo dios, sacerdote y caudillo militar.

Foto: AFP

Así que en la Edad Media, la idea de que Dios le había otorgado el poder terrenal al monarca ya era conocida antes de que se acuñara el término jurídico "derecho divino de los reyes”. En el mundo islámico, el poder se sustentaba en el islam, al igual que en las actuales monarquías de Arabia Saudita, Jordania y Marruecos.

La religión ha contribuido a forjar el carácter de las naciones y de las propias monarquías, y en algunos casos siguen teniendo lazos con Iglesias específicas, como la monarquía española con el catolicismo, la inglesa con el anglicanismo (que ejerce una fuerte influencia en sus decisiones), o, hasta antes de su aniquilamiento, los zares rusos con la Iglesia ortodoxa.

Otro caso es el de Dinamarca, Suecia y Noruega, países plenamente democráticos, parlamentarios y constitucionales pero reconocidos como reinos, con Iglesia estatal propia (el rey debe pertenecer a la Iglesia evangélica luterana) donde el elemento espiritual-confesional es un principio integrador primordial.

Un caso extraño es el de Bélgica y Países Bajos (Holanda), donde no existe Estado confesional y, en el caso belga -país católico-, el sentir popular determina el mantenimiento de la religión en la corona. En los Países Bajos, sin embargo, la población es multiconfesional y la religión que profesan los miembros de la Corona es indiferente, apenas un vestigio de la que pretendió ser religión nacional y que ya no lo es.

En estos países, el sentimiento religioso pervive en la mayoría de la población unido a la identidad histórica, que se traduce en un apoyo importante a la monarquía.

En otras latitudes, la supervivencia de la monarquía está anclada al monopolio del poder, como sucede en Arabia Saudita, por ejemplo, con el islam de raíz sunita.

En pleno siglo XXI, los escándalos personales, las crisis económicas o los casos de corrupción han logrado cimbrar las estructuras que sostienen a las monarquías que aún existen. Tal es el caso de Tailandia, donde multitudinarias protestas protagonizadas por jóvenes están cuestionando lo que parecía inamovible: la figura del rey.

En este país, la veneración a la realeza es habitual. Incluso la junta militar gobernante insiste en que el país se estructura en la nación, la religión y la monarquía, por lo que someter por medio de las armas a la población es justificado si el fin es proteger la tradición.

Incluso las clases altas ultraconservadoras fueron al extremo de usar las escuelas y los medios de comunicación para difundir la creencia de que Tailandia pertenece a la monarquía y que ésta, en su infinita bondad, permite a sus súbditos habitar en su tierra.

Esto ha dado como resultado una brecha generacional entre la población adulta que defiende la tradición y los jóvenes que buscan democracia, cansados también de los excesos y escándalos de la realeza.

Otro país en donde atacar a la monarquía equivale a atacar la religión y, por lo tanto, al Estado y a la identidad nacional es España.

Una serie de escándalos de corrupción en la familia real ha llevado a la corona española a su punto más bajo de popularidad. Y con el fin del bipartidismo que la protegía, además de dos crisis económicas que han golpeado a los españoles, los jóvenes -otra vez- han perdido la confianza en las instituciones, entre ellas la monarquía, y crecen los movimientos que piden su desaparición.

Este es el escenario en el que la ultraderecha española ha resurgido -encarnada en el partido Vox y en sectores del Partido Popular- y ahora busca apropiarse de la corona española como símbolo de identidad, con la Iglesia católica y el dogma religioso como armas para atacar lo que consideran antiespañol y liberal.

Los sucios juegos financieros del rey Juan Carlos que terminaron con su abdicación y huida de España pusieron a las coronas del viejo continente en el ojo de la tormenta. Sin embargo, en la mayoría de los casos las casas reales siguen gozando de aceptación, al igual que las Iglesias a las que pertenecen.

En todo caso, los monarcas han buscado formas de legitimar su posición más allá de la tradición o la religión. En tiempos revueltos, como plasmó Lampedusa en su novela El Gatopardo, “si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”. La monarquía y la religión siguen vivas porque han sabido cambiar para que nada cambie.



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Legado de un pasado lejano. Lastre para sus países. Símbolo de tradición y emblema de una nación. El debate sobre la utilidad de las monarquías en el siglo XXI continúa, pero lo cierto es que el paso de los siglos no ha roto la unidad entre éstas y el derecho divino que les dio la autoridad de gobernar y de existir.

En el último siglo, tan sólo en Europa el número de reinados cayó de 22 a 12, mientras que el número de repúblicas aumentó de 4 a 34.

Foto: AFP

En Occidente, entre los siglos XVIII y XIX, la época moderna y el fin del antiguo régimen trajeron la conformación de los Estados nación y con ello la caída inevitable de imperios y reinos. Sin embargo, algunos sobrevivieron bajo la forma de monarquías parlamentarias, constitucionales o híbridas, en donde el rey encarna la identidad nacional del país y ejerce como jefe de Estado, pero sin poder efectivo, lo cual es potestad del parlamento y el primer ministro emanado de este. Por ello, “el rey reina, pero no gobierna”.

➡️ Presidentes de México | De católicos de clóset a cristianos por conveniencia

Esto se aplica principalmente en las monarquías europeas y, a medias, en algunas de Medio Oriente, mientras que otras, como las del Gofo Pérsico y alguna de Asia, siguen siendo monarquías absolutas.

En el mundo antiguo surgió la idea de que los reyes eran designados por los mismos dioses, e incluso éstos se autoproclamaban dioses y su voluntad era sagrada.

Los primeros reinados de los que se tiene registro provienen de las culturas sumeria y egipcia, alrededor del año 3 mil antes de Cristo, y consistían en gobiernos religiosos, en los que el rey podía ser al mismo tiempo dios, sacerdote y caudillo militar.

Foto: AFP

Así que en la Edad Media, la idea de que Dios le había otorgado el poder terrenal al monarca ya era conocida antes de que se acuñara el término jurídico "derecho divino de los reyes”. En el mundo islámico, el poder se sustentaba en el islam, al igual que en las actuales monarquías de Arabia Saudita, Jordania y Marruecos.

La religión ha contribuido a forjar el carácter de las naciones y de las propias monarquías, y en algunos casos siguen teniendo lazos con Iglesias específicas, como la monarquía española con el catolicismo, la inglesa con el anglicanismo (que ejerce una fuerte influencia en sus decisiones), o, hasta antes de su aniquilamiento, los zares rusos con la Iglesia ortodoxa.

Otro caso es el de Dinamarca, Suecia y Noruega, países plenamente democráticos, parlamentarios y constitucionales pero reconocidos como reinos, con Iglesia estatal propia (el rey debe pertenecer a la Iglesia evangélica luterana) donde el elemento espiritual-confesional es un principio integrador primordial.

Un caso extraño es el de Bélgica y Países Bajos (Holanda), donde no existe Estado confesional y, en el caso belga -país católico-, el sentir popular determina el mantenimiento de la religión en la corona. En los Países Bajos, sin embargo, la población es multiconfesional y la religión que profesan los miembros de la Corona es indiferente, apenas un vestigio de la que pretendió ser religión nacional y que ya no lo es.

En estos países, el sentimiento religioso pervive en la mayoría de la población unido a la identidad histórica, que se traduce en un apoyo importante a la monarquía.

En otras latitudes, la supervivencia de la monarquía está anclada al monopolio del poder, como sucede en Arabia Saudita, por ejemplo, con el islam de raíz sunita.

En pleno siglo XXI, los escándalos personales, las crisis económicas o los casos de corrupción han logrado cimbrar las estructuras que sostienen a las monarquías que aún existen. Tal es el caso de Tailandia, donde multitudinarias protestas protagonizadas por jóvenes están cuestionando lo que parecía inamovible: la figura del rey.

En este país, la veneración a la realeza es habitual. Incluso la junta militar gobernante insiste en que el país se estructura en la nación, la religión y la monarquía, por lo que someter por medio de las armas a la población es justificado si el fin es proteger la tradición.

Incluso las clases altas ultraconservadoras fueron al extremo de usar las escuelas y los medios de comunicación para difundir la creencia de que Tailandia pertenece a la monarquía y que ésta, en su infinita bondad, permite a sus súbditos habitar en su tierra.

Esto ha dado como resultado una brecha generacional entre la población adulta que defiende la tradición y los jóvenes que buscan democracia, cansados también de los excesos y escándalos de la realeza.

Otro país en donde atacar a la monarquía equivale a atacar la religión y, por lo tanto, al Estado y a la identidad nacional es España.

Una serie de escándalos de corrupción en la familia real ha llevado a la corona española a su punto más bajo de popularidad. Y con el fin del bipartidismo que la protegía, además de dos crisis económicas que han golpeado a los españoles, los jóvenes -otra vez- han perdido la confianza en las instituciones, entre ellas la monarquía, y crecen los movimientos que piden su desaparición.

Este es el escenario en el que la ultraderecha española ha resurgido -encarnada en el partido Vox y en sectores del Partido Popular- y ahora busca apropiarse de la corona española como símbolo de identidad, con la Iglesia católica y el dogma religioso como armas para atacar lo que consideran antiespañol y liberal.

Los sucios juegos financieros del rey Juan Carlos que terminaron con su abdicación y huida de España pusieron a las coronas del viejo continente en el ojo de la tormenta. Sin embargo, en la mayoría de los casos las casas reales siguen gozando de aceptación, al igual que las Iglesias a las que pertenecen.

En todo caso, los monarcas han buscado formas de legitimar su posición más allá de la tradición o la religión. En tiempos revueltos, como plasmó Lampedusa en su novela El Gatopardo, “si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”. La monarquía y la religión siguen vivas porque han sabido cambiar para que nada cambie.



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