Al momento de escribir esto, Estados Unidos aún no tiene claridad de quién será su presidente luego de la jornada electoral del 3 de noviembre.
Aunque aún no estamos en posición de opinar sobre el conflicto post-electoral que vendrá, podemos ir haciendo apuntes sobre cuáles son las secuelas que deja detrás la presidencia de Donald Trump, continúe o no.
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Estas secuelas a las que me refiero son un legado tóxico con el cual no sólo tendrán que lidiar los estadounidenses, sino las democracias en otros países y hasta generaciones venideras.
Y es que el ascenso de Donald Trump al poder reveló las imperfecciones de la democracia como sistema político, su ausencia de filtros para la cesión de poderes extraordinarios y su incapacidad para detectar la insatisfacción popular para canalizarla en respuestas concretas.
La inhabilidad emocional, moral e intelectual de Donald Trump para tomar decisiones deberían de haber bastado para negarle acceder a los códigos del arsenal nuclear más grande del planeta, de hecho para negarle cualquier responsabilidad del todo.
Pero no, aquí estamos cuatro años más tarde.
Trump se coló entre las grietas de la democracia y desde ahí se encargó de dinamitarla, de establecer el odio como política, la trampa como forma de gobierno, el narcisismo como principal rasgo y a la mentira como único argumento.
Asimismo, "su gobierno" –es un decir– ha sido la puerta de entrada a la gran política institucional para el nativismo, el ultraproteccionismo económico y el racismo, antes relegados a minorías resentidas.
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Aun y cuando el magnate abandone la Casa Blanca, estos antivalores han anidado en amplias capas del electorado estadounidense y entre políticos en busca de popularidad.
Como muestra está el Partido Republicano que ha pasado de ser un partido de centro-derecha con el liberalismo como eje a uno de supremacía blanca sin compás moral alguno.
Lo único que cuenta hoy para los republicanos es controlar la Casa Blanca, que pese a su patente decadencia aún rige los destinos de buena parte del mundo.
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Considerando todo esto, soy un convencido de que Donald Trump no es lo peor que la descomposición política de Estados Unidos nos puede ofrecer.
En el fondo, Trump es un vendedor de espejos, supo detectar los vacíos que el crecimiento desigual ha dejado para los más pobres en EU y los cambios culturales que esto conlleva. Así, ajustó su discurso para apelar a su base.
Donald Trump es un racista por conveniencia; sin embargo, desde las alcantarillas de las que emergió puede surgir alguien que no tenga pelos en la lengua para decir que básicamente cualquiera que no sea un hombre blanco, heterosexual y cristiano pertenece a una subespecie de humanos.
Grupos ultraconservadores, neonazis y anexos han reconocido esta realidad y han tomado el trumpismo como un escalón en su ascenso al poder.
La ineficiencia, profunda corrupción y nepotismo de su gobierno parecen defectos menores dicho todo lo anterior.
Y, como máximo agravante, el trumpismo logró que le aplaudieran por todo esto.
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Al menos 66 millones de personas votaron para que se quede, con lo que demostró que el medievo puede ser un proyecto político exitoso para regocijo de los tiranos e inmorales del mundo.
Hasta hace 10 meses la reelección de Trump parecía inevitable gracias a su base electoral de fidelidad perruna. Hizo falta una pandemia global, 232 mil muertos en Estados Unidos y una economía global destruida para apenas hacer tambalear esta certeza.
Cuando eventualmente el magnate deje la Casa Blanca será una dolorosa victoria del sentido común pues habrá sido incompleta, ya que el legado trumpista se queda con nosotros.
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