La bala pasó cerca. Por un pelo, el Partido Demócrata de los EU logró ganar legítimamente la Casa Blanca mientras perdió escaños en la Casa de Representantes y continúa peleándose la mayoría en el Senado.
Tomando en cuenta contra quien estaban compitiendo, los resultados más que patéticos son preocupantes.
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Una economía destruida, un manejo de la pandemia entre los peores del mundo y un gobierno impresentable como el de Donald Trump no le fueron suficientes a los demócratas para obtener una victoria aplastante.
Al momento se le adjudican a Trump 72 millones de votos obtenidos en la elección presidencial 2020. Cuatro años antes habían sido 62 millones.
Es decir, no sólo hubo decenas de millones de estadounidenses que se les ofreció una alternativa a Donald Trump y eligieron, en cambio, tenerlo otros cuatro años, sino que también hubieron otros tantos millones de personas que no votaron por él en 2016, lo vieron desempeñarse, y han decidido regalarle otra presidencia.
No alcanza la cabeza para darle su justa dimensión a esta aritmética.
Si el Trumpcountry fuera eso, un país, sería el número 18 en el mundo en cuanto a población. Habría 216 países con menos población que este país hasta ahora imaginario. Hay más trumpistas que gente en Francia, maldita sea.
Y para alarma nuestra los tenemos al lado.
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Sería un error tildar a la totalidad de estos 72 millones de trumpistas como locos, racistas, degenerados o distraídos.
Buena parte de ellos, si no la mayoría, me atrevería a apuntar que son decepcionados de la democracia y las instituciones las cuales durante décadas los EU presumieron y trataron por la fuerza, coerción o influencia exportar hacia otras naciones.
Trump no creó a estos 72 millones, sino que sólo representó para ellos una avenida para ser escuchados. Votar por él fue votar contra el sistema y sus partidos.
Toca ahora a los demócratas agachar la cabeza y aceptar que millones de personas en el país si no los detestan no les creen a sus promesas.
Dicho esto, es necesaria una labor estructural de convencimiento y desprogramación entre el electorado trumpista.
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Esto cruza por acciones concretas en beneficio del hombre común en EU como la generación de empleo, su verdadera integración a la política de partidos, el acceso a protección social y la recuperación de una identidad unificada de lo que es ser estadounidense independientemente del origen y creencias.
Si tomamos su discurso de victoria en el que llamó a la unidad nacional, Biden parece comprender todo esto.
Como referimos en este espacio, el trumpismo ha sido la alcantarilla por la cual las fuerzas más regresivas y autoritarias de EU reptaron hacia la gran política institucional. Basta que los demócratas vuelvan a incurrir en los errores de siempre para entregarle a esta caterva los códigos nucleares.
Ya fueron humillados una vez. A la presidencia del "Yes, we can", la de Barack Obama, le siguió la de Donald Trump que le bastó un par de plumazos para borrar buena parte de lo hecho del 2009 al 2016.
Es así que Joe Biden y su partido están una encrucijada vital en su historia. Si pierden el rumbo ahí sí quién sabe qué les (y nos) depare el futuro.
El voto antisistémico, cuando es acaparado por las fuerzas del medievo, ya demostró su capacidad para desandar lo avanzado.
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A pesar de su decadencia, lo que sucede en Estados Unidos aún importa. Desde ahí se decanta a buena parte del mundo el estilo de vida y la forma de hacer política.
En ese sentido, si Estados Unidos fracasa, fracasa el modelo de democracia como lo conocemos. Si esto es bueno o malo a la postre lo veremos.
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