Antes de llegar al Hospital General en la Ciudad de México, Juana y su esposo llevaron a su hijo con brujos, hechiceros, hierberos y a consultorios de farmacia, allá en la sierra de Zongolica, Veracruz, porque el joven de 16 años tenía fuertes dolores de cabeza y vómitos.
Ellos son parte de los 35.7 millones de mexicanos que no tienen seguridad social, según datos del Inegi; pagan su propia atención de enfermedades y tuvieron que recurrir lo mismo a pócimas, limpias y una cirugía espiritual, de ocho mil pesos, antes que a la medicina y estudios clínicos, como la tomografía que reveló un tumor en el cerebro de Cristian.
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A pesar de que en Soledad Atzompa —uno de los municipios indígenas más pobres del país— existe un centro de salud dependiente del gobierno federal, Juana y su familia no están inscritos en un programa de acceso al servicio médico. Les ocurrió lo mismo que a quienes contaban con Seguro Popular para atender sus padecimientos. Este trataba a los más pobres y desapareció en 2019.
Esa situación y el impacto de la pandemia por Covid-19 ha provocado un “boom” de consultorios adyacentes a farmacias y de médicos particulares, para compensar la falta de servicios públicos.
Se estima que hay más de 17 mil consultorios anexos a farmacias en el país. La Asociación Nacional de Distribuidores de Medicinas consideró que a esos lugares no sólo van quienes carecen de un sistema de seguridad social, como ocurre con la familia de Juana, sino que siete de cada 10 pacientes con afiliación al IMSS o el ISSSTE optan por estos lugares porque están cerca de su domicilio, tienen menor tiempo de espera para que un médico los atienda y el costo es gratuito o por un mínimo de 25 o 50 pesos.
De todos esos establecimientos, los que respalda la Fundación Best reportaron un crecimiento de 17 por ciento en el gobierno de la Cuatroté (2019-2022), con la apertura de mil nuevos lugares, lo que les permitió llegar a pequeñas comunidades. Son casi ocho mil consultorios atendidos por 14 mil médicos y pasantes.
Tan solo el año pasado se brindaron 136.8 millones de consultas, con un aumento de 23.3 por ciento en lo que va de la cancelación del Seguro Popular, servicio que llegaba a comunidades como la de Juana. Ello a pesar de que en los últimos dos años se impulsó el IMSS-Bienestar.
Juana está sentada en una silla, al interior de la carpa que la alcaldía Cuauhtémoc mantiene afuera del Hospital General, en la Ciudad de México, para dar albergue a las familias de quienes son hospitalizados en ese lugar, son pobres y provienen de diversos puntos del país, porque en sus comunidades no tienen servicios de salud de alta especialidad.
Cuando en 2021 Cristian empezó con malestares y sus papás recurrieron a esos lugares, el IMSS estima que brindó poco más de 12 millones de consultas al mes, mientras en los espacios anexos a las farmacias, tan sólo de esa fundación, se otorgaron 11.2 millones de consultas.
El registro nacional de hospitales particulares reportó en ese mismo año dos mil 886 establecimientos en los que se brindaron 12.9 millones de consultas, poco menos de la mitad fueron revisiones de médicos especialistas.
Ni curanderos ni consultorios de famacia mejoraban a Cristian
Lo primero que Juana hace es disculparse por “no hablar bien” español, su lengua es el náhuatl y dice que cuando a Cristian se le intensificaron los dolores “pues allá lo anduvimos, porque no sabíamos de acá (el Hospital General). Pues dice mi esposo no tenemos dinero y pues ahora ¿qué vamos a hacer?”.
Primero lo llevaron al centro médico de la localidad, pero para llegar allá tuvieron que caminar en cada ocasión más de una hora. Lo recetaba, se le quitaba por un tiempo el dolor de cabeza y luego Cristian seguía mal.
Empezaron a acudir a las clínicas de farmacias. Así transcurrían los meses hasta que entre la familia y los vecinos les recomendaron, primero, llevarlo con un curandero.
“Una vez pues igual lo llevamos a Tehuacán, dicen que es, nos da medicinas naturales. En veces le daba el dolor, pero no, no se mejoró”.
En aquella ocasión ese curandero le hizo una limpia con hierbas, inciensos y con un huevo. Le pegó en la cabeza, justo donde a Cristian le dolía: la parte de atrás del lado derecho.
Le pega en la cabeza y si les duele se curan con eso, pero pues no, no se le quitó con nada
Él seguía igual y por eso lo llevaron con un señor que “le dio unas hierbitas, pero tampoco lo curó”.
Juana relata mientras junta sus manos y ocasionalmente las suelta para jalar y regañar en su lengua a Fer, la menor de sus cuatro hijos, de tan sólo tres años, “no sabíamos a dónde ir”.
Un médico particular les recomendó acudir al municipio vecino de Camerino Mendoza a “hacerle estudios en la cabeza (…), pero como le digo, no tenemos dinero y mi esposo lo preguntó cómo ves y yo le dije, pues intentemos”.
Ella, con apenas el sexto de primaria, asegura que también esa pobreza en la que viven les hace no saber qué hacer. “Mijo está mal de la cabeza, pero si fuera del estómago y si fuera otra parte, pues igual nosotros nos asustaríamos, igual si fuera otra parte, pero está mal de la cabecita y no tenemos dinero”.
Ese día, “cuando regresaron pregunté a mi esposo cómo salió. Yo veía, no decía nada y yo preguntaba, pero no decía nada. Esperó a que Cristian no estuviera y ya luego dice: ‘tiene un tumor y un poco de agüita, ¿qué hacemos?’. El doctor dijo que fuéramos al Hospital de Río Blanco”.
El joven fue hospitalizado, ya con los estudios y la tomografía. Los médicos lo empezaron a tratar, pero sus papás no veían mejoría.
En esos días, un familiar les comentó que en Veracruz existía un brujo reconocido que hace cirugías espirituales. Investigaron el costo, fueron a verlo, ahí les aseguró que por ocho mil pesos habría una mejora. “Le garantizo que se cura”, les dijo, recuerda Juana.
“Pidió lo saque del hospital. Mi esposo regresó al hospital para llevarse a Cristian, no lo dejaban. Llegó el director y se empezó a pelear (con él)”.
Suplicaba: “’dame chance si no lo curan ya lo traigo acá, pero si lo curan, igual, es mejor. Que sea que lo curen espiritualmente a que le hagan la cirugía’. Dice mi esposo ‘dame chance, lo saco y si no lo curan lo vuelvo a traer aquí’. Lo sacamos y lo llevamos allá en Veracruz, amaneció y lo llevó allá en Veracruz”.
Juana relata que su esposo vio “como que sí le quitó eso de la cabeza. Le enseñó así en un trapo, como que sí le quitó una cosa como líquido, como carne”.
De regreso a su casa, Cristian sintió que ya no tenía nada, pero a los dos meses de que estaba bien, normal, a ella se le antojó cocinar unos tacos de carne.
Durante todo ese tiempo dejaron de consumirla. Por eso, ella propuso: hoy vamos a comer tacos. “Ve a traer bistec y ya yo lo hago tacos. Me dijo: sí, ahorita yo creo que ya los puede comer Cristian, ya tiene tiempo, como dos meses, de que le hicieron esa cosa y ya vamos a comer todos juntos”.
En la tarde Cristian volvió a ponerse mal “lo llevamos al señor, pero como no es doctor, en su casa tiene una farmacia. Lo llevamos, le dio pastillas y lo inyectaba en el cuello, como dos veces le puso suero con medicamento para que se le quite rápido, ya no se le quitó”.
Unos conocidos y primos lejanos que viven en Ecatepec, Estado de México, sugirieron traerlo a la capital del país, al Hospital General Infantil, lo recibieron con sus estudios y empezaron a solicitar más estudios que pagó la familia entre viajes y el escaso trabajo de carpintería que realizan en casa.
“Fueron estudios de mil y dos mil pesos, aquí mismo nos dicen en dónde para que sea más barato. También la medicina, de 500 y 550 pesos la otra cajita, pero con eso como que sí se le quitaba a Cristian”.
Así pasaron los meses hasta que en agosto de 2021, el joven cumplió los 18 años y ya no lo quisieron atender ahí. En noviembre, le dieron su pase a la zona de adultos y regresaron a la Ciudad de México a una consulta, revisaron de nuevo sus estudios y la medicina que tomaba.
Mientras esperaban en Soledad Atzompa a que les llamaran para comenzar los análisis preoperatorios, la condición de salud de Cristian se agravó. En diciembre, perdió el habla y la movilidad de brazos y piernas. Espantada, la familia hizo lo que pudo para trasladarse de emergencia al Hospital General, donde lo hospitalizaron y lo estabilizaron.
Al darlo de alta les informaron que en cualquier momento les llamarían para hacerle la cirugía. Así pasaron tres meses más. “Unos días bien y otros no tanto”.
El pasado 18 de marzo, en medio de quienes viajaron al Zócalo de la Ciudad de México para participar en la marcha del gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador, para conmemorar el 85 aniversario de la expropiación petrolera, Cristian y su papá regresaron al hospital: el joven fue ingresado para someterse a estudios preoperatorios.
El jueves 23 de marzo, los ojos negros y brillantes de Juana no fueron capaces de contener las lágrimas, debe esperar las 10 horas que durará la cirugía de Cristian. Ella aguarda en la carpa y platica con El Sol de México.
Dice que, ahora sí, la atención médica fue rápida, que no hubo cobro alguno ni les pidieron comprar medicinas. Son más de las cinco de la tarde y dice que ella y su esposo tienen poco dinero. Lo administran, porque no sabe cuánto tiempo estarán en ese lugar. No hay baños y debe pagar por su uso en el centro comercial más cercano. Lleva dos días sin bañarse, apenas trae un suéter y Fernanda viste una playera y un short. Para comer encontraron un comedor comunitario que “por poco nos dieron bien”.
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Un día después, de nuevo al interior de la carpa, ella está recostada en una de las colchonetas que yacen en el suelo. Llora de pensar que su hijo vaya a morir, a pesar de que los médicos pudieron extirpar el tumor. Son horas cruciales en su recuperación.
Si Cristian se muere, yo me muero con él
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