El domingo 7 de mayo del 2017, a las afueras del café de los Portales en el centro de Culiacán, Javier Valdez Cárdenas tenía la expresión de un hombre al que algo le preocupaba de tiempo atrás. Se le notaba en la mirada y en el tono bajo de su voz pausada. No era común que dejara de lado bromas y alguna que otra frase cargada de malas palabras cuando se despedía de sus amigos.
-Bato, luego te voy a molestar, quiero preguntarte y que me asesores en unas cosas del ejército- dijo cuando nos despedimos con un abrazo.
Nunca imaginé que esa sería la última vez que vería a uno de los reporteros más intrépidos que han existido en los últimos tiempos en todo el país. Desde su primer libro, "Crónicas de asfalto. De Azoteas y Olvidos" (2006), Valdez Cárdenas se distinguió por ese tipo de mirada que sabe captar la esencia del alma humana para convertir el dato periodístico en un pretexto para construir una crónica en la que los seres humanos sienten, respiran y no son solo cifras.
Javier se distinguió porque el periodismo que cultivó se ocupaba de los márgenes que no caben en la prensa diaria, movió el foco del interés público para ayudarnos a comprender la tragedia que ha significado el narcotráfico en todos los niveles de la vida en Sinaloa. Era el tipo de reportero que hizo de la mirada su principal herramienta de trabajo. Mirar para contar, para narrar, para ordenar el caos que significó a partir de 2006, con la llegada de Felipe Calderón a la Presidencia, detrás de la orgía de sangre que dejaron las peleas de bandas criminales, la falta de autoridad y el "vacío" del Estado.
Javier conocía como nadie cada esquina de Culiacán a donde había que ir cuando se quería reportear el narco. Ir a donde nadie va, a donde pocos les interesa asomarse.