(Lo aquí relatado no es ninguna coincidencia con la realidad. Fue la realidad. Puede causar traumas en los menores de 30 años. Se recomienda discreción)
El confinamiento de la pandemia permitió al escribidor escuchar el siguiente diálogo entre sus nietos, en pleno horario de clases on line y lo que eso signifique:
-No encuentro lo que me pide la miss-, gritó el nieto menor.
-Y, ¿si lo encuentro qué te hago?-, respondió la hermana mayor desde el otro rincón.
-Ya lo encontré-, de inmediato respondió Bruno.
El escribidor, todavía medio dormido a esas horas, saltó: ¡¿Qué? ¿Cómo? Ninguno de estos dos niños rebasa los 10 años de edad y entienden un código que se supone superado!
El código de la Chancla Voladora, el que se aplicaba a todos los niños mexicanos “por tu bien. Ya me entenderás cuando tengas hijos”.
Les pregunté si sabían qué era la Chancla Voladora.
“No maches, abuelo”, medio dijeron ambos, intuyendo que la Chancla Voladora les caería en cualquier momento por la simple expresión que acababan de exclamar (“te voy a lavar la boca con jabón”, “síguele y te tiro los dientes” o “¿con esa boquita comes?”). Y me explicaron por qué no deben, según sus padres, mi hija y su marido pa´más señas, utilizar la expresión “no manches”, por lo menos en público según dijeron que les habían dicho. Evité decirles que a mi me decían que “en esta casa no se acepta el lenguaje del carretonero”, pues porque ya no saben que es un carretonero.
Y el escribidor se dijo mentalmente: “No manchen”, y entones supo que la Chancha Voladora sigue vigente, aún cuando el Congreso de la Unión la haya prohibido luego de una cursi (no, no, tampoco, ¿qué culpa tiene la cursilería de la insensatez de nuestros legisladores?) sesión cameral, según me contaron, no por el debate sino porque nadie la defendió y ahora está prohibida, satanizada mediante una ley que prevé sanciones a quien ejerza esa, digamos, habilidad.
Vayamos por partes. La Chancla Voladora es un artefacto utilizado por los pies de las madres de este país, para educar a sus hijos, con vuelo o sin él; aunque su fin primario (sin vuelo, claro está) es para no pisar el suelo frío.
Esencialmente ha servido para la educación de los mexicanos que fueron niños. Muy pocos, en otros tiempos, escaparon a su vuelo, que tuvo múltiples manifestaciones (el recuento de aquí es apenas una pálida sombra, dirían los de Procul Harum, -búsquenle en el Google-) que la hicieron imprescindible, pese a que ahora la corrección política cargue contra ella, y aunque todavía luche por su sobrevivencia. Es de sorprender que ningún pedagogo o teórico de la educación, nacional o extranjero, haya hecho alguna investigación seria sobre su eficacia formativa.
Y además hasta hoy no se sabe, ni empírica ni científicamente, que alguno de sus educandos haya necesitado terapia de ningún tipo o que haya padecido síndrome alguno. Era la Terapia, con mayúscula.
La Chancla Voladora no es un simple artefacto, aunque lo sea. Es toda una concepción de la infancia, la nuestra, la de los ahora mayores de 30 o 40 años. Su uso máximo, el vuelo por los aires, era en los casos extremos: contra aquel que salía corriendo, o un zape a quien quedaba muy cerca sin importar si tenía alguna responsabilidad.
Estuvo omnipresente en la educación de los niños mexicanos. Creó escuela y nuestras madres tuvieron el acierto de imponer reglas familiares, sin necesidad de hacer que la chancla volara (salvo en casos excepcionales y en los que el infractor, “muchachitos delincuentes”, nos llamaba el abuelo de un amigo, saliera huyendo como ya se dijo) contra aquellos desobedientes a las buenas costumbres de entonces.
Ese artefacto educativo y su cultura fueron un hito en la formación de varias generaciones de mexicanos, por una simple, inequívoca e irrefutable razón: “Soy tu madre y punto”.
Quienes tuvimos la suerte de vivir nuestra infancia en años del siglo pasado, conocemos los mandamientos de la Chancla Voladora. No son diez, porque son todos los de la ley establecida, sin discusión, por urgente y obvia resolución, por nuestras señoras madres, algunas (tal vez la mayoría) en bata y con tubos en la cabeza o también muy elegantes cuando estaban fuera de casa.
La mamá de mi buena amiga Leticia Robles de la Rosa, gran reportera ella, tiene una eficaz receta contra el estrés. Ella me contó una escena con la autora de sus días, que quieren, así se les decía a nuestras cabecitas blancas, que no de algodón: “¿Estrés? Ay, no mames. (ustedes disculparán, pero Leti es un poco mal hablada). Mi mamá decía: ‘tienes estrés. Muy bien. Mira, aquí está esta cobija, me la lavas a mano, pero para hoy’. Y no sabes, el estrés desaparecía en chinga, aunque eso ya no fuera suficiente para ya no tener que lavar la cobija. ¿Sabes cuándo te volvía a dar estrés? Por eso te digo que no hay mejor terapia que esa contra el estrés y sin necesidad gastar en el psicólogo”.
No, nuestras madres no fueron malas madres, aunque a veces echaran madres y tenían que justificarse: “Es por tu bien, me duele más a mí que a ti y un día me lo agradecerás”.
La Chancla Voladora tenía (¿tiene?) caminos recónditos e inescrutables. Sólo volaba en casos de extrema necesidad o desesperación materna. La mayoría de las veces “volaba” sin hacer ruido: “Lúcete”, decía tu madre por lo bajito, y sus “ojos de pistola” anunciaban lo que ocurriría al llegar a casa o después de que las visitas se fueran, según fuera el caso, y aquello prometía ser desde la óptica infantil lo que más tarde sabría que era un “sanquintín” o un “rosario de Amozoc”, más o menos, con la antesala de un discreto pellizco bien retorcido.
También, después de muchas investigaciones en los mejores centros de estudios del mundo, ha quedado claro lo saludable del “te pones el suéter o no sales”, dicho con chancla a mano alzada.
Y eso si te dejaban salir, porque entonces la casa era sagrada, tanto que no era hotel para entrar y salir a cualquier hora ni tampoco restaurante para elegir la comida, que anhelaban los hambrientos niños de África, quienes de forma misteriosa sabían que despreciabas tus alimentos, porque entonces no había internet, ni redes sociales; vamos, ni celulares y los teléfonos fijos eran un lujo.
Los mandamientos de la gran Chancla (la madre, pues) tampoco respetaban la equidad de género: “Eres igualito a tu padre”, lo que supongo que hoy provocaría una demanda de divorcio, o “pregúntaselo a tu papá” y lo peor: “ya nos arreglaremos cuando llegue tu papá”.
Los preceptos de la Chancla Voladora era muchos más que los de la propia Constitución y casi siempre la contradecían: “Aquí se hace lo que yo diga y punto”; “tú no tienes ni voz ni voto en esta casa; cuando tengas la tuya, pones tus reglas”, “a mi no mi importa que a fulanito le hayan dado permiso; tú no vas”; “o sea, si tus amigos se tiran de un puente, ¿tú también?”; “es tu problema y a ver cómo lo arreglas”…
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Había un decreto para cada caso o situación, al infinito. Los niños de entonces aprendimos nuestras primeras lecciones de Derecho (“así que ya te mandas solo, vamos a ver si es cierto”); Economía (“¿y el cambio?”); Medicina (“que no pises el suelo frío descalzo, te vas a enfermar”); Religión (“Dios bien sabe porque hace las cosas”); a trabajar (“mientras no limpies tu cuarto, no sales”); a estudiar (“así que reprobaste. Muy bien, no cuentes con mi firma, ¿a ver qué le vas a decir a tu padre, que se mata todo el día para que tú puedas ir a la escuela?), entre muchos otros como el arte: “¡¿qué estoy pintada o qué?!”
Hasta para cuando pedías perdón y tu santa jefecita se dignaba a concedértelo: “Está bien. Sólo una cosa más: cuando yo me muera, no quiero verte llorar en mi tumba”.
En otra circunstancia, Arturo Pérez Reverte, reportero, escritor y académico de la lengua, escribió algo que hoy aplica aquí:
“A veces uno casi lamenta que se hayan perdido ciertas higiénicas costumbres de antaño”.