/ domingo 9 de mayo de 2021

La vida después de La Tuta, el viacrucis de un expolicía tras la captura

Juan José Villegas resultó lesionado durante uno de los operativos contra La Familia Michoacana

“¡Metele, metele, no te pares!”, alcanza a escuchar a un compañero que le dice al conductor. En ese instante otro cae sobre la batea de la camioneta y a él se le encasquilla su arma. En lo que se agacha y trata de quitar la bala que se descabezo, siente un fuerte golpe en la cabeza. Cree que le han dado un balazo, pero no es así. Luego mira hacia atrás, ve cómo el escape del vehículo a toda velocidad va aventando humo y saltan las chispas de los rines, porque las llantas se han reventado tras recibir varias detonaciones de arma de fuego.

La patrulla sólo alcanza a recorrer unos 2 kilómetros hasta llegar a una curva y no da más. El que maneja apenas si recibe en la cadera y el brazo izquierdo las esquirlas de las granadas que les arrojaron. El copiloto no sufre ni un rasguño, tampoco el del asiento atrás. Al salir de la lluvia de balas Juan José Villegas siente un impacto en su muslo derecho, es como si le hubieran dado un manazo. Antes de descender nota que otro de sus compañeros de la Policía Federal (ahora Guardia Nacional) que estaba a sus espaldas trae una una perforación en el casco que le rozó la cabeza, y el otro de torre, le dieron en el pulmón.

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Esta escena la recuerda con precisión Juan Jossé Villegas ex agente federal cuando estaban tras Servando Gómez alías La Tuta líder de La Familia Michoacana en 2009. Con los ojos a punto de humedecer hace una breve pausa. Agacha la cabeza perdiéndose un instante en la figura de sus piernas, su voz se ahoga y toma aire antes de continuar con su relato. “Pensé que ya lo había superado y mire, otra vez...”, dice un poco desconsolado.

Apenas transcurren unos segundos, se para del sofá negro a desabrochar su cinturón y pantalón. Al bajarlo, toma una toalla a su alcance y con timidez cubre su ropa interior. Con el dedo índice muestra 2 cicatrices de alrededor de 15 centímetros sobre su muslo derecho. “Lo bueno nunca toco el hueso, que si hubiera entrado de este lado me hubiera desangrado y hubiera muerto en minutos”, platica señalando de un lado a otro.

La marca en su cuerpo se remonta años atrás, a Tumbiscatio, Michoacán, un poblado donde, recuerda, los habitantes se dedicaban a la siembra de mariguana y amapola. A su agrupamiento lo dividían por secciones, unos patrullaje, otros cuidaban las instalaciones improvisadas y otros descansaban. Su campamento de la PF se ubicaba en un campo llanero, donde colocaban casas de campaña y colchones inflables.

Para su limpieza personal iban en grupos a un río. Algunos montaban guardia mientras los demás se aseaban y lavaban su uniforme. La gente de la comunidad los tenía vigilados y, la única gasolinera que había ahí no les vendía combustible por indicaciones de los grupos delictivos. Para conseguirlo salían con sus camionetas a Nueva Italia o Arteaga que estaban a casi 90 y 40 kilómetros de ahí.

En ese entonces su objetivo era la detención de La Tuta, pero la fecha que nunca olvidará, es la mañana de un 9 de diciembre de 2009. Su comandante los envió a un servicio especial en 5 patrullas a la comunidad de Las Cruces. La indicación era estar al pendiente de cualquier vehículo que saliera huyendo para detenerlo y revisarlo.

A las 6 de la tarde su estómago crujía, pues no probaron alimento en todo el día. Vía radio les indicaron que el operativo había terminado. Podían regresar. En la camioneta puntera adentro iban el conductor, el jefe de sección y otro compañero. Afuera, dos de torre (parados) y dos sentados, incluido él con su arma amartillada lista para usarla.

La oscuridad se presentó cuando pasaron por Los Chivos, un poblado de no más de 30 viviendas, rodeada de cerros, brechas, arbustos y un camino apenas en construcción. A la orilla del camino en un terraplén observó unas pequeñas luces, creyó eran luciérnagas o una serie navideña, pero era una cortina de balas que comenzó a atravesarlos y granadas que caían a unos metros. “¡Metele, metele, no te pares!”, escuchó Villegas.

Luego de que la camioneta se detuvo en la curva los compañeros de José lo sacaron arrastrando. “A este ya lo quebraron”, dijeron al ver a uno muerto. Enseguida sobre una brecha, detuvieron a los conductores de una pequeña camioneta que confiscaron para llevar a los heridos, pero no avanzaron mucho y más adelante abandonaron el vehículo junto con el compañero del rozón en la cabeza, pues creyeron que estaba muerto. Luego se metieron a una casa de techo de lámina.

“Me percaté que tenían un radio de onda corta y les dije saben qué, mejor vámonos de aquí a lo mejor hasta esta gente está inmiscuida (con la delincuencia)”, recuerda.

El uniformado que traía el disparo en el pulmón pedía un arma de fuego porque se quería quitar la vida, ya que dentro de la PF les inculcaron que nunca se dejaran agarrar, ni entregaran las armas. Era preferible, se mataran ellos mismos y evitaran el martirio de caer en manos de la maña porque las torturas eran indescriptibles.

Al salir de la casa, sus compañeros se dispersaron. “Yo opto por jalar la culata del retráctil de mi arma larga y usarla como bastón. Quedamos en la pendiente de un cerrito y sólo empiezo a subir y a subir, pero ya sin mis compañeros. No supe de esa situación hasta que llego a un alambrado que no pude ni brincar, ni arrastrar y opto por quedarme tirado en lo que pensé que era un gallinero. Hasta el otro día me percaté que era una letrina. Desde ahí, oigo cómo sigue la balacera atrás y digo: han de estar matando a todos los compañeros que no alcanzaron a pasar –los de las otras patrullas. El dolor de mi pierna fue insoportable, no pude ni hacerme un torniquete. Incluso llegué a querer matarme. Me quedé recostado en la hojarasca en la tierra cuando de repente no sé cuánto tiempo habrá pasado y ya se terminaron de oír detonaciones y explosiones”.

Villegas no recuerda cuánto tiempo transcurrió, pero escuchó a unos metros el movimiento de dos camionetas y a unos sujetos que le preguntaron a una señora: “Oiga ¿Dónde están? venimos por los heridos”, dijo uno. “¿Dónde están jefa?”, prosiguió en otro. “No pues nadie se quiso quedar, unos jalaron para un lado, otros para otro y pues todos se fueron”, respondió la señora. “Chingao nada más para eso venimos”, refunfuñaron molestos y se marcharon.

Durante la madrugada el agente federal perdió la noción del tiempo mientras se ocultaba y observaba las estrellas. De repente, sintió un zumbido en los oídos y veía destellos. A su mente vino la idea de que estaba perdiendo mucha sangre y estaba a punto de desmayarse. “No quiero morir aquí”, pensó. Como pudo se quitó el chaleco antibalas, la fajilla con los cargadores extras y nada más tomó su arma larga con un cargador, para bajar la pendiente. En el camino encontró un tambo, nunca supo si era agua limpia o sucia pero la bebió. Luego jalo una cobija tendida en un lazo, se tapó con ella y ahí se quedó hasta que amaneció.

Al otro día salió una mujer, le dijo que ahí en la camioneta estaba uno de sus amigos, todavía vivo. “Me acerco a él, estaba boca abajo. Era el que tenía un rozón en la cabeza, quedó como si fuera una alcancía, estaba en un charco de sangre y nunca se me va a olvidar lo blanco que se ven los sesos en un charco de sangre”, narra el ex policía federal. Enseguida le ayudó a levantarlo y bajaron a la orilla de la carretera, donde permanecieron ocultos hasta que alrededor de las 11 de la mañana llegaron a rescatarlos junto con sus otros compañeros que horas antes se separaron.

El drama de la historia de Juan José no terminó ahí. Pasó tres días de hospital en hospital, hasta que lo llevaron a la Ciudad de México donde le realizaron un lavado quirúrgico. Le quitaron masa muscular y dañaron los nervios. Por ese motivo, después de su ‘recuperación’ lo mandaron al agrupamiento 20, del “Teletón”, –le decían ellos– para realizar sus trámites ante el Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE) para un riesgo de trabajo calificado.

Ahí solo pasaban lista en las mañanas, recibían un rato indicaciones y los dejaban ir. “Éramos intocables por la situación de que éramos heridos de guerra”, cuenta. Las secuelas de su herida le generaba dolores insoportables que tenía que usar parches de morfina, pregabalina y otros medicamentos.

Sin embargo, en diciembre 2012 fue enviado a realizar sus exámenes de control y confianza. Llevó sus recetas y riesgo de trabajo. Se presentó al psicotrópico, psicológico. Con el poligrafista contó su situación a quién no le importo. “Me dice: ‘sabes que, hay de dos o te niegas rotundamente a hacer el examen, o lo realizas a sabiendas de que no lo vas a pasar por esta situación de que ese impulso, ese dolor que te está llegando a la pierna te lo va a votar mal’”.

Antes de ser policía federal, Villegas se desempeñó como custodio de valores, Policía Judicial Federal en la PGR y demostró su honestidad, pues en ambos se dio de baja voluntaria. Entonces no tenía por qué negarse a realizar el exámen. En febrero de 2013 le llegó una notificación de que estaba dado de baja por no aprobar los exámenes de control y confianza.

“En su momento metí un abogado y perdió mi caso, porque tenía un período de 40 días y el abogado tontamente se pasó de ese término y fue improcedente. Nunca me dieron una compensación. Uno que trata de tener un récord limpio, impecable y mire, me dieron una patada”, lamenta.

A la fecha José se divorció, porque en la PF lo enviaban a varias entidades del país y sólo tenía dos periodos de 15 días de vacaciones al año. La pensión que percibe por su lesión en el muslo es sólo de alrededor de 4 mil pesos mensuales. En cambio, su compañero de apellido Cornejo que sólo recibió los impactos de las esquirlas, continúa en la institución y su relato de los hechos aparece en los “90 años de historias” que publicó en su portal la PF en julio del 2018: “Milagro en Tumbiscatio”.

Juan José al salir de la institución también padeció depresión y no ha conseguido trabajo, porque en ninguna empresa de seguridad contratan policías federales, pues dice, carga una “letra escarlata” y no le tienen confianza por “reprobar” los exámenes de control y confianza…

“¡Metele, metele, no te pares!”, alcanza a escuchar a un compañero que le dice al conductor. En ese instante otro cae sobre la batea de la camioneta y a él se le encasquilla su arma. En lo que se agacha y trata de quitar la bala que se descabezo, siente un fuerte golpe en la cabeza. Cree que le han dado un balazo, pero no es así. Luego mira hacia atrás, ve cómo el escape del vehículo a toda velocidad va aventando humo y saltan las chispas de los rines, porque las llantas se han reventado tras recibir varias detonaciones de arma de fuego.

La patrulla sólo alcanza a recorrer unos 2 kilómetros hasta llegar a una curva y no da más. El que maneja apenas si recibe en la cadera y el brazo izquierdo las esquirlas de las granadas que les arrojaron. El copiloto no sufre ni un rasguño, tampoco el del asiento atrás. Al salir de la lluvia de balas Juan José Villegas siente un impacto en su muslo derecho, es como si le hubieran dado un manazo. Antes de descender nota que otro de sus compañeros de la Policía Federal (ahora Guardia Nacional) que estaba a sus espaldas trae una una perforación en el casco que le rozó la cabeza, y el otro de torre, le dieron en el pulmón.

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Esta escena la recuerda con precisión Juan Jossé Villegas ex agente federal cuando estaban tras Servando Gómez alías La Tuta líder de La Familia Michoacana en 2009. Con los ojos a punto de humedecer hace una breve pausa. Agacha la cabeza perdiéndose un instante en la figura de sus piernas, su voz se ahoga y toma aire antes de continuar con su relato. “Pensé que ya lo había superado y mire, otra vez...”, dice un poco desconsolado.

Apenas transcurren unos segundos, se para del sofá negro a desabrochar su cinturón y pantalón. Al bajarlo, toma una toalla a su alcance y con timidez cubre su ropa interior. Con el dedo índice muestra 2 cicatrices de alrededor de 15 centímetros sobre su muslo derecho. “Lo bueno nunca toco el hueso, que si hubiera entrado de este lado me hubiera desangrado y hubiera muerto en minutos”, platica señalando de un lado a otro.

La marca en su cuerpo se remonta años atrás, a Tumbiscatio, Michoacán, un poblado donde, recuerda, los habitantes se dedicaban a la siembra de mariguana y amapola. A su agrupamiento lo dividían por secciones, unos patrullaje, otros cuidaban las instalaciones improvisadas y otros descansaban. Su campamento de la PF se ubicaba en un campo llanero, donde colocaban casas de campaña y colchones inflables.

Para su limpieza personal iban en grupos a un río. Algunos montaban guardia mientras los demás se aseaban y lavaban su uniforme. La gente de la comunidad los tenía vigilados y, la única gasolinera que había ahí no les vendía combustible por indicaciones de los grupos delictivos. Para conseguirlo salían con sus camionetas a Nueva Italia o Arteaga que estaban a casi 90 y 40 kilómetros de ahí.

En ese entonces su objetivo era la detención de La Tuta, pero la fecha que nunca olvidará, es la mañana de un 9 de diciembre de 2009. Su comandante los envió a un servicio especial en 5 patrullas a la comunidad de Las Cruces. La indicación era estar al pendiente de cualquier vehículo que saliera huyendo para detenerlo y revisarlo.

A las 6 de la tarde su estómago crujía, pues no probaron alimento en todo el día. Vía radio les indicaron que el operativo había terminado. Podían regresar. En la camioneta puntera adentro iban el conductor, el jefe de sección y otro compañero. Afuera, dos de torre (parados) y dos sentados, incluido él con su arma amartillada lista para usarla.

La oscuridad se presentó cuando pasaron por Los Chivos, un poblado de no más de 30 viviendas, rodeada de cerros, brechas, arbustos y un camino apenas en construcción. A la orilla del camino en un terraplén observó unas pequeñas luces, creyó eran luciérnagas o una serie navideña, pero era una cortina de balas que comenzó a atravesarlos y granadas que caían a unos metros. “¡Metele, metele, no te pares!”, escuchó Villegas.

Luego de que la camioneta se detuvo en la curva los compañeros de José lo sacaron arrastrando. “A este ya lo quebraron”, dijeron al ver a uno muerto. Enseguida sobre una brecha, detuvieron a los conductores de una pequeña camioneta que confiscaron para llevar a los heridos, pero no avanzaron mucho y más adelante abandonaron el vehículo junto con el compañero del rozón en la cabeza, pues creyeron que estaba muerto. Luego se metieron a una casa de techo de lámina.

“Me percaté que tenían un radio de onda corta y les dije saben qué, mejor vámonos de aquí a lo mejor hasta esta gente está inmiscuida (con la delincuencia)”, recuerda.

El uniformado que traía el disparo en el pulmón pedía un arma de fuego porque se quería quitar la vida, ya que dentro de la PF les inculcaron que nunca se dejaran agarrar, ni entregaran las armas. Era preferible, se mataran ellos mismos y evitaran el martirio de caer en manos de la maña porque las torturas eran indescriptibles.

Al salir de la casa, sus compañeros se dispersaron. “Yo opto por jalar la culata del retráctil de mi arma larga y usarla como bastón. Quedamos en la pendiente de un cerrito y sólo empiezo a subir y a subir, pero ya sin mis compañeros. No supe de esa situación hasta que llego a un alambrado que no pude ni brincar, ni arrastrar y opto por quedarme tirado en lo que pensé que era un gallinero. Hasta el otro día me percaté que era una letrina. Desde ahí, oigo cómo sigue la balacera atrás y digo: han de estar matando a todos los compañeros que no alcanzaron a pasar –los de las otras patrullas. El dolor de mi pierna fue insoportable, no pude ni hacerme un torniquete. Incluso llegué a querer matarme. Me quedé recostado en la hojarasca en la tierra cuando de repente no sé cuánto tiempo habrá pasado y ya se terminaron de oír detonaciones y explosiones”.

Villegas no recuerda cuánto tiempo transcurrió, pero escuchó a unos metros el movimiento de dos camionetas y a unos sujetos que le preguntaron a una señora: “Oiga ¿Dónde están? venimos por los heridos”, dijo uno. “¿Dónde están jefa?”, prosiguió en otro. “No pues nadie se quiso quedar, unos jalaron para un lado, otros para otro y pues todos se fueron”, respondió la señora. “Chingao nada más para eso venimos”, refunfuñaron molestos y se marcharon.

Durante la madrugada el agente federal perdió la noción del tiempo mientras se ocultaba y observaba las estrellas. De repente, sintió un zumbido en los oídos y veía destellos. A su mente vino la idea de que estaba perdiendo mucha sangre y estaba a punto de desmayarse. “No quiero morir aquí”, pensó. Como pudo se quitó el chaleco antibalas, la fajilla con los cargadores extras y nada más tomó su arma larga con un cargador, para bajar la pendiente. En el camino encontró un tambo, nunca supo si era agua limpia o sucia pero la bebió. Luego jalo una cobija tendida en un lazo, se tapó con ella y ahí se quedó hasta que amaneció.

Al otro día salió una mujer, le dijo que ahí en la camioneta estaba uno de sus amigos, todavía vivo. “Me acerco a él, estaba boca abajo. Era el que tenía un rozón en la cabeza, quedó como si fuera una alcancía, estaba en un charco de sangre y nunca se me va a olvidar lo blanco que se ven los sesos en un charco de sangre”, narra el ex policía federal. Enseguida le ayudó a levantarlo y bajaron a la orilla de la carretera, donde permanecieron ocultos hasta que alrededor de las 11 de la mañana llegaron a rescatarlos junto con sus otros compañeros que horas antes se separaron.

El drama de la historia de Juan José no terminó ahí. Pasó tres días de hospital en hospital, hasta que lo llevaron a la Ciudad de México donde le realizaron un lavado quirúrgico. Le quitaron masa muscular y dañaron los nervios. Por ese motivo, después de su ‘recuperación’ lo mandaron al agrupamiento 20, del “Teletón”, –le decían ellos– para realizar sus trámites ante el Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE) para un riesgo de trabajo calificado.

Ahí solo pasaban lista en las mañanas, recibían un rato indicaciones y los dejaban ir. “Éramos intocables por la situación de que éramos heridos de guerra”, cuenta. Las secuelas de su herida le generaba dolores insoportables que tenía que usar parches de morfina, pregabalina y otros medicamentos.

Sin embargo, en diciembre 2012 fue enviado a realizar sus exámenes de control y confianza. Llevó sus recetas y riesgo de trabajo. Se presentó al psicotrópico, psicológico. Con el poligrafista contó su situación a quién no le importo. “Me dice: ‘sabes que, hay de dos o te niegas rotundamente a hacer el examen, o lo realizas a sabiendas de que no lo vas a pasar por esta situación de que ese impulso, ese dolor que te está llegando a la pierna te lo va a votar mal’”.

Antes de ser policía federal, Villegas se desempeñó como custodio de valores, Policía Judicial Federal en la PGR y demostró su honestidad, pues en ambos se dio de baja voluntaria. Entonces no tenía por qué negarse a realizar el exámen. En febrero de 2013 le llegó una notificación de que estaba dado de baja por no aprobar los exámenes de control y confianza.

“En su momento metí un abogado y perdió mi caso, porque tenía un período de 40 días y el abogado tontamente se pasó de ese término y fue improcedente. Nunca me dieron una compensación. Uno que trata de tener un récord limpio, impecable y mire, me dieron una patada”, lamenta.

A la fecha José se divorció, porque en la PF lo enviaban a varias entidades del país y sólo tenía dos periodos de 15 días de vacaciones al año. La pensión que percibe por su lesión en el muslo es sólo de alrededor de 4 mil pesos mensuales. En cambio, su compañero de apellido Cornejo que sólo recibió los impactos de las esquirlas, continúa en la institución y su relato de los hechos aparece en los “90 años de historias” que publicó en su portal la PF en julio del 2018: “Milagro en Tumbiscatio”.

Juan José al salir de la institución también padeció depresión y no ha conseguido trabajo, porque en ninguna empresa de seguridad contratan policías federales, pues dice, carga una “letra escarlata” y no le tienen confianza por “reprobar” los exámenes de control y confianza…

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