/ viernes 16 de julio de 2021

Óscar huyó de México por el narco... en EU los tentáculos del crimen lo alcanzaron

“Me da tristeza porque sé que esta gente no conoce límites, no tienen llenadera para su ambición", expresa a El Sol de México

Óscar tenía un negocio próspero en un pueblo del oeste de la República mexicana. Su restaurante era punto de obligado para camioneros y viajeros que buscaban un descanso de las carreteras, sin embargo, la región comenzó a ser invadida por grupos del crimen organizado que vieron en su local una oportunidad de dinero fácil.

Aguantó durante tres años las exigencias de los criminales que lo extorsionaban, derecho de piso le dicen, y luego lo obligaron a vender drogas en su local. Cuotas que llegado el momento no pudo cubrir y terminó huyendo a Estados Unidos con algo de dinero que tenía guardado y allá se asoció con un paisano con quien administra un restaurante.

“Creí que la había librado, que tendría un nuevo comienzo y podría cuidar de mi familia. No me daba miedo empezar desde cero, me daba miedo de que me mataran a mi o a mis hijos, pero a esos tipos nada los detiene. Me encontraron y ahora quieren que les siga pagando o lastimaran a mi gente que se quedó allá en México”, comenta Óscar con la voz entrecortada.

El miedo lo hizo dudar de contar su historia. Pidió no utilizar su nombre verdadero ni ubicar su pueblo de origen. “Ni el estado menciones”, dijo. Tampoco quiere decir en dónde está ahora. Sólo quiso compartir que es del occidente de México, de la zona límite entre Jalisco, Guanajuato y Michoacán, territorio que el Cártel Jalisco Nueva Generación le disputa a otras organizaciones criminales.

“Un día me llamaron por teléfono. Contesté porque el número era de mi pueblo. Pensé que era un pariente que cambió de teléfono y quería saber como venirse para acá. Al salir les dije que haría lo posible por comenzar a traerlos”.

Pero no era un familiar. La voz en el teléfono le dijo que les había dejado el negocio tirado y que ahora tenía que pagar o habría consecuencias para su familia que todavía estaba en México.

“No lo podía creer. Pensé de inmediato en mis tías. Son dos señoras ya grandes y por eso no creí que se fueran a meter con ellas. Son lo único que me queda de la familia de mi mamá y no soportaría que por mi culpa les pase algo”.

La buena fortuna

Óscar comenzó su negocio en 2009. Su familia no era rica, pero tampoco tenía carencias. De adolescente había trabajado en la cocina de una de sus tías y luego en una carnicería, así que desde muy joven se familiarizó con la preparación de comida, desde la elección de los ingredientes hasta el sazón.

“Mis tías me enseñaron a preparar la comida y un amigo de mi papá a escoger la carne, cortarla y venderla. Eso me animó a poner un restaurante. De lo que guardé en esos años y un dinerito que mi mamá me dejó al morir, me hice de mi local. Al principio una de mis tías me ayudó, pero ya estaba muy viejita y comenzaba a fallarle la vista, por eso se retiró y me mandó a unas señoras que ya habían trabajado con ellas y conocían su sazón. De ahí, todo fue éxito”.

Se corrió la voz y los camioneros que transitaban esa carretera pasaban a comer. A todas horas había comida, guisos de puerco, res, pollo, algunas variedades de pescado eran el deleite de los viajeros. A todas horas el lugar estaba lleno e incluso había ocasiones, muchas, en que la gente tenía que hacer fila.

Ahí comenzaron los problemas de Óscar. “Los camioneros siempre llegaban buscando algo más, y pues uno sabe quien mueve qué. Nunca le quise entrar. Supe de un señor al que le habían cerrado el negocio por narcomenudeo, así que los mandaba a la gasolinería o afuera del Oxxo, ahí siempre había alguien que vendía”.

Cuenta que una vez se acercó un sujeto con su esposa. Fue por ahí de 2013-2014. Ella atendía la caja mientras él cocinaba. “Fue amable. Quiso convencernos de vender piedra y perico (metanfetaminas y cocaína), pero le dijimos que no. Insistió por las buenas, dijo que nunca tendríamos que preocuparnos por el dinero y que era seguro ya que la policía sólo buscaba a los grandes traficantes, que no se metían con los negocios pequeños y que si lo hacían, con unos tres mil, cuatro mil pesos se hacían de la vista gorda”.

Pero la respuesta fue no. El pretexto fue que el negocio era un lugar familiar. “Sí, hay mucho camionero, pero también llegan muchas familias con niños y pues no quería un ambiente así. Al parecer, entendieron y ya no nos molestaron”.

Hubo meses de paz. El negocio seguía prosperando pese a que la situación en la zona se estaba volviendo muy tensa. Enfrentamientos, balaceras, robos a camiones; de repente aparecían cuerpos de gente asesinada. Eso parecía no importarle a Óscar, que ya en ese entonces vendía, además de comida, artesanías y dulces típicos en un espacio de su local, que ya era un paradero.

“Una amiga nos traía tequila del meritito Tequila, vendíamos dulces de la zona de Lagos de Moreno, teníamos fresas de Irapuato y cajeta de Celaya. Nos iba bien y se vendía a pesar de que era más barato comprar esas cosas en su lugar de origen, pero luego la gente tenía antojo y no quería desviarse sólo para ir por una canasta de fresas, Debí darme cuenta de que eso atrajo a los delincuentes”.

Aprendió a identificar a los integrantes de los cárteles. Puros hombres que llegaban en camionetas, a veces ni se molestaban en ocultar sus armas. Entraban al restaurante con sus rifles en el hombro y pedían de comer de mala gana. Era 2015.

Un día uno de ellos dijo que pasaría cada viernes por la cuota. No amenazó, ni alzó la voz, ni dijo que consecuencias habría por no pagar. “Puso una cifra y ni siquiera me dejó hablar. Hice las cuentas y era el 25 por ciento de lo que entraba a la semana al negocio. Ellos sabían muy bien cuánto dinero entraba y salía de aquí, nos tenían bien estudiados y sentí mucho miedo. Mi esposa dijo págales, aún nos quedará suficiente. Me arrepiento, debimos irnos en ese momento”.

Cada semana llegaban puntuales, pedían su comida que ya no se molestaban en pagar y al recibirla, iba acompañada de una bolsa con el dinero.

Durante unos cuatro meses eso les dio tranquilidad de nuevo, pero las cosas se deterioraron rápido. Cada vez llegaban menos camioneros y menos familias, excepto en las vacaciones. Pero cada vez llegaban más sicarios, narcos, halcones.

De la misma manera que llegaron a exigir su cuota, comenzaron a vender droga en el local. “No preguntaron, llegaron con una mochila y dijeron, esto lo vas a dar en 200, estos en 250 y estos en 500. Sobres con polvo blanco, hierba y piedras rosadas. ‘Lo tienes que vender todo en una semana y lo que no se venda lo pagas de tu bolsa’, me dijeron”.

Contrario a lo que el primer traficante le ofreció a Óscar, este no le dijo nada sobre ganancias para él y de todos modos no las quería. “Todo lo de la venta de droga era para ellos, siempre había unos muchachitos afuera del local viendo quien llegaba y lo que se vendía. Halcones que sólo estaban ahí para vigilar las drogas”.

Nunca pensó en ir a la policía. Sabía que denunciar era una sentencia de muerte. A veces llegaba una patrulla de la municipal junto con una camioneta de sicarios. “Ahí ni le piensas, ya sabes que están coludidos”. Cuando iban a llegar patrullas o camiones con federales lo sabían de antemano porque los halcones se desaparecían.

Sabía que la única forma de salir de esa situación era huir y comenzó a ahorrar para ello.

Con grandes sacrificios fueron guardando el poco dinero que les quedaba para sacar sus visas y luego sus pasajes. Era mediados de 2018 y la cuota ya era del 40 por ciento de las ganancias. Había semanas que todo el dinero ganado era apenas suficiente para el derecho de piso.

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La huida

Las cuentas de la familia ya no salían. De comprar carne de primera pasó a comprar retazo y bistec de mediana calidad. Los mismos delincuentes se burlaban de él. “‘¿Qué te pasó mi Óscar? Antes me dabas carne de la buena y ahora me sirves puro pellejo’. Me daban ganas de decirles que era su culpa, que ya no me dejaban para comprar de lo bueno. Pero preferí callarme. No sabía cómo se iban a tomar un comentario así”.

Un primo en Estados Unidos le facilitó la salida. Le guardó dinero en su cuenta y arregló el trámite de visas de trabajo. “Queríamos solicitar asilo, pero mi primo me dijo que eso era muy arriesgado y que no garantizaba que nos dejaran pasar”.

Pese a que durante la administración Trump se endurecieron las políticas migratorias en Estados Unidos, lo cierto es que había ciertas facilidades para sacar visas de trabajo, siempre y cuando fueran solicitadas por un empleador, ya sea ciudadano o residente legal, desde allá. Por eso las visas no tardaron más de unos meses.

Primero se fueron su esposa y sus hijos a “velar a un primo que se había muerto allá”, pretexto que él mismo Óscar usó unos meses después.

Tras cuatro años de miedo y zozobra, en enero de 2019 Óscar y su familia tenían una nueva oportunidad en Estados Unidos. En una de esas ciudades que albergan a miles de paisanos y donde prosperan gracias a sus negocios de comida, a la construcción o al mantenimiento de casas. Ciudades como Los Ángeles, Chicago, Salt Lake, Phoenix o San Antonio.

Óscar regresó a lo suyo, la comida. Su primo le presentó a un paisano dueño de un restaurante, Memo, a quien le iba bien, pero batallaba para encontrar a un buen cocinero. Óscar quería trabajar, pero no quería ser empleado, así que sin pensarlo, le ofreció a Memo comprar una parte del restaurante y hacerse cargo de la comida. Gastó todos sus ahorros más una suma que le prestó su primo, pero de nuevo tenía un negocio.

La pesadilla americana

Dos años duró el sueño americano de Óscar. A finales de enero de 2021 recibió una llamada a su celular. Era un número desconocido salvo por el código de área de su tierra natal.

“‘Qué milagro mi Oscarito, como te está yendo allá en el gabacho’, reconocí de inmediato la voz. era el Patrón, o al menos así le decían los narquillos que iban a mi negocio. El mismo que me exigió la cuota del 25 por ciento de las ganancias del restaurante y que luego me llevó las drogas para venderlas ahí. El que me reclamó que sólo le servía puros pellejos”.

Cuenta con vergüenza y un poco de humor para aliviar su propia tensión que se orinó en los pantalones cuando escuchó al Patrón.

No supo qué contestar, pero tampoco fue necesario. El criminal le dijo que se iba a encargar de cuidar a sus tías, pero que eso iba a costar dinero. ¿Cuánto puedes pagar?, le preguntó el Patrón a Óscar quien le dijo casi sin pensar la misma cifra que pagaba justo antes de huir.

“Estás bien pendejo. Ahora ganas en dólares, ganas más que esa miseria que ofreces”, dijo el sujeto que sólo añadió que, si sabía lo que le convenía a sus tías, le pusiera más a esa cuota. Lo dejó pensarlo y le dijo que lo llamaría en unos días.

Óscar de inmediato llamó a sus tías. No contestaron. Intentó una y otra vez hasta que lo logró. Agitado, les preguntó cómo y en dónde estaban. Su tía Mercedes, Meche, la mayor y quien dejó de trabajar en el restaurante por estar perdiendo la vista, le dijo que todo estaba bien, pero intuyó que algo pasaba. Así que sin dejar que Óscar se explicara, le pidió que no se preocupara.

“Male y yo ya estamos viejas, m’ijo. No te preocupes por nada. Pronto nos vamos a morir y ya no te vas a tener que preocupar por nosotras. Tu has tu vida allá y no te preocupes por nosotras. No regreses a este pueblo que sufre tantas desgracias”, le dijo la tía Meche.

Óscar cuenta que ofreció llevarlas con él, pero que se negaron a abandonar su hogar. “Son muy testarudas. Necias y tercas como las mulas. Así era mi mamá”, dice mientras trata de contener un llanto que parece de nostalgia.

“No se si sea para tranquilizarme o si es verdad, pero la tía Meche me dice que no la han buscado, ni amenazado y que no ha visto carros raros o cosas así cerca de su casa. Son lo único que me queda de mi mamá y no soportaría que por mi culpa les pase algo”.

Unos días después volvió a recibir la llamada del Patrón. Pidió una cifra, se la dio y dijo que no era suficiente. Estaban negociando por primera vez, algo que el narco nunca le dejó hacer cuando estaba en México.

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Para evitar sospechas, el criminal abrió cuentas bancarias a nombre de cada una de las tías donde recibe los dos mil 500 dólares que cada mes manda Óscar. Siempre en cantidades pequeñas y en fechas que decide el Patrón al azar.

Óscar no sabe cuánto tiempo podrá pagar antes de enfrentar la quiebra otra vez, pero de momento, se niega a dejar a sus parientes a merced de los criminales.

“Me da tristeza porque sé que esta gente no conoce límites, no tienen llenadera para su ambición. Sé de dos compas de por mis rumbos que andan pasando lo mismo. No sé si con el mismo narco o con otro, pero tienen que mandar feria para que no lastimen a su gente allá. Uno dejó a su esposa y a su niño chiquito porque no tuvo como traerlos con él. Es bien triste”.

En enero de 2021, Óscar pesaba 110 kilos y gozaba de relativamente buena salud. Ahora pesa menos de 85 kilos y no puede comer muchas cosas que le gustan, como carne o quesos, porque de inmediato tiene gastritis o reflujo. Está perdiendo el cabello y el estrés no lo deja dormir. Sólo piensa en sus tías y lo culpable que se sentirá si les llegara a pasar algo por no pagar.

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Óscar tenía un negocio próspero en un pueblo del oeste de la República mexicana. Su restaurante era punto de obligado para camioneros y viajeros que buscaban un descanso de las carreteras, sin embargo, la región comenzó a ser invadida por grupos del crimen organizado que vieron en su local una oportunidad de dinero fácil.

Aguantó durante tres años las exigencias de los criminales que lo extorsionaban, derecho de piso le dicen, y luego lo obligaron a vender drogas en su local. Cuotas que llegado el momento no pudo cubrir y terminó huyendo a Estados Unidos con algo de dinero que tenía guardado y allá se asoció con un paisano con quien administra un restaurante.

“Creí que la había librado, que tendría un nuevo comienzo y podría cuidar de mi familia. No me daba miedo empezar desde cero, me daba miedo de que me mataran a mi o a mis hijos, pero a esos tipos nada los detiene. Me encontraron y ahora quieren que les siga pagando o lastimaran a mi gente que se quedó allá en México”, comenta Óscar con la voz entrecortada.

El miedo lo hizo dudar de contar su historia. Pidió no utilizar su nombre verdadero ni ubicar su pueblo de origen. “Ni el estado menciones”, dijo. Tampoco quiere decir en dónde está ahora. Sólo quiso compartir que es del occidente de México, de la zona límite entre Jalisco, Guanajuato y Michoacán, territorio que el Cártel Jalisco Nueva Generación le disputa a otras organizaciones criminales.

“Un día me llamaron por teléfono. Contesté porque el número era de mi pueblo. Pensé que era un pariente que cambió de teléfono y quería saber como venirse para acá. Al salir les dije que haría lo posible por comenzar a traerlos”.

Pero no era un familiar. La voz en el teléfono le dijo que les había dejado el negocio tirado y que ahora tenía que pagar o habría consecuencias para su familia que todavía estaba en México.

“No lo podía creer. Pensé de inmediato en mis tías. Son dos señoras ya grandes y por eso no creí que se fueran a meter con ellas. Son lo único que me queda de la familia de mi mamá y no soportaría que por mi culpa les pase algo”.

La buena fortuna

Óscar comenzó su negocio en 2009. Su familia no era rica, pero tampoco tenía carencias. De adolescente había trabajado en la cocina de una de sus tías y luego en una carnicería, así que desde muy joven se familiarizó con la preparación de comida, desde la elección de los ingredientes hasta el sazón.

“Mis tías me enseñaron a preparar la comida y un amigo de mi papá a escoger la carne, cortarla y venderla. Eso me animó a poner un restaurante. De lo que guardé en esos años y un dinerito que mi mamá me dejó al morir, me hice de mi local. Al principio una de mis tías me ayudó, pero ya estaba muy viejita y comenzaba a fallarle la vista, por eso se retiró y me mandó a unas señoras que ya habían trabajado con ellas y conocían su sazón. De ahí, todo fue éxito”.

Se corrió la voz y los camioneros que transitaban esa carretera pasaban a comer. A todas horas había comida, guisos de puerco, res, pollo, algunas variedades de pescado eran el deleite de los viajeros. A todas horas el lugar estaba lleno e incluso había ocasiones, muchas, en que la gente tenía que hacer fila.

Ahí comenzaron los problemas de Óscar. “Los camioneros siempre llegaban buscando algo más, y pues uno sabe quien mueve qué. Nunca le quise entrar. Supe de un señor al que le habían cerrado el negocio por narcomenudeo, así que los mandaba a la gasolinería o afuera del Oxxo, ahí siempre había alguien que vendía”.

Cuenta que una vez se acercó un sujeto con su esposa. Fue por ahí de 2013-2014. Ella atendía la caja mientras él cocinaba. “Fue amable. Quiso convencernos de vender piedra y perico (metanfetaminas y cocaína), pero le dijimos que no. Insistió por las buenas, dijo que nunca tendríamos que preocuparnos por el dinero y que era seguro ya que la policía sólo buscaba a los grandes traficantes, que no se metían con los negocios pequeños y que si lo hacían, con unos tres mil, cuatro mil pesos se hacían de la vista gorda”.

Pero la respuesta fue no. El pretexto fue que el negocio era un lugar familiar. “Sí, hay mucho camionero, pero también llegan muchas familias con niños y pues no quería un ambiente así. Al parecer, entendieron y ya no nos molestaron”.

Hubo meses de paz. El negocio seguía prosperando pese a que la situación en la zona se estaba volviendo muy tensa. Enfrentamientos, balaceras, robos a camiones; de repente aparecían cuerpos de gente asesinada. Eso parecía no importarle a Óscar, que ya en ese entonces vendía, además de comida, artesanías y dulces típicos en un espacio de su local, que ya era un paradero.

“Una amiga nos traía tequila del meritito Tequila, vendíamos dulces de la zona de Lagos de Moreno, teníamos fresas de Irapuato y cajeta de Celaya. Nos iba bien y se vendía a pesar de que era más barato comprar esas cosas en su lugar de origen, pero luego la gente tenía antojo y no quería desviarse sólo para ir por una canasta de fresas, Debí darme cuenta de que eso atrajo a los delincuentes”.

Aprendió a identificar a los integrantes de los cárteles. Puros hombres que llegaban en camionetas, a veces ni se molestaban en ocultar sus armas. Entraban al restaurante con sus rifles en el hombro y pedían de comer de mala gana. Era 2015.

Un día uno de ellos dijo que pasaría cada viernes por la cuota. No amenazó, ni alzó la voz, ni dijo que consecuencias habría por no pagar. “Puso una cifra y ni siquiera me dejó hablar. Hice las cuentas y era el 25 por ciento de lo que entraba a la semana al negocio. Ellos sabían muy bien cuánto dinero entraba y salía de aquí, nos tenían bien estudiados y sentí mucho miedo. Mi esposa dijo págales, aún nos quedará suficiente. Me arrepiento, debimos irnos en ese momento”.

Cada semana llegaban puntuales, pedían su comida que ya no se molestaban en pagar y al recibirla, iba acompañada de una bolsa con el dinero.

Durante unos cuatro meses eso les dio tranquilidad de nuevo, pero las cosas se deterioraron rápido. Cada vez llegaban menos camioneros y menos familias, excepto en las vacaciones. Pero cada vez llegaban más sicarios, narcos, halcones.

De la misma manera que llegaron a exigir su cuota, comenzaron a vender droga en el local. “No preguntaron, llegaron con una mochila y dijeron, esto lo vas a dar en 200, estos en 250 y estos en 500. Sobres con polvo blanco, hierba y piedras rosadas. ‘Lo tienes que vender todo en una semana y lo que no se venda lo pagas de tu bolsa’, me dijeron”.

Contrario a lo que el primer traficante le ofreció a Óscar, este no le dijo nada sobre ganancias para él y de todos modos no las quería. “Todo lo de la venta de droga era para ellos, siempre había unos muchachitos afuera del local viendo quien llegaba y lo que se vendía. Halcones que sólo estaban ahí para vigilar las drogas”.

Nunca pensó en ir a la policía. Sabía que denunciar era una sentencia de muerte. A veces llegaba una patrulla de la municipal junto con una camioneta de sicarios. “Ahí ni le piensas, ya sabes que están coludidos”. Cuando iban a llegar patrullas o camiones con federales lo sabían de antemano porque los halcones se desaparecían.

Sabía que la única forma de salir de esa situación era huir y comenzó a ahorrar para ello.

Con grandes sacrificios fueron guardando el poco dinero que les quedaba para sacar sus visas y luego sus pasajes. Era mediados de 2018 y la cuota ya era del 40 por ciento de las ganancias. Había semanas que todo el dinero ganado era apenas suficiente para el derecho de piso.

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La huida

Las cuentas de la familia ya no salían. De comprar carne de primera pasó a comprar retazo y bistec de mediana calidad. Los mismos delincuentes se burlaban de él. “‘¿Qué te pasó mi Óscar? Antes me dabas carne de la buena y ahora me sirves puro pellejo’. Me daban ganas de decirles que era su culpa, que ya no me dejaban para comprar de lo bueno. Pero preferí callarme. No sabía cómo se iban a tomar un comentario así”.

Un primo en Estados Unidos le facilitó la salida. Le guardó dinero en su cuenta y arregló el trámite de visas de trabajo. “Queríamos solicitar asilo, pero mi primo me dijo que eso era muy arriesgado y que no garantizaba que nos dejaran pasar”.

Pese a que durante la administración Trump se endurecieron las políticas migratorias en Estados Unidos, lo cierto es que había ciertas facilidades para sacar visas de trabajo, siempre y cuando fueran solicitadas por un empleador, ya sea ciudadano o residente legal, desde allá. Por eso las visas no tardaron más de unos meses.

Primero se fueron su esposa y sus hijos a “velar a un primo que se había muerto allá”, pretexto que él mismo Óscar usó unos meses después.

Tras cuatro años de miedo y zozobra, en enero de 2019 Óscar y su familia tenían una nueva oportunidad en Estados Unidos. En una de esas ciudades que albergan a miles de paisanos y donde prosperan gracias a sus negocios de comida, a la construcción o al mantenimiento de casas. Ciudades como Los Ángeles, Chicago, Salt Lake, Phoenix o San Antonio.

Óscar regresó a lo suyo, la comida. Su primo le presentó a un paisano dueño de un restaurante, Memo, a quien le iba bien, pero batallaba para encontrar a un buen cocinero. Óscar quería trabajar, pero no quería ser empleado, así que sin pensarlo, le ofreció a Memo comprar una parte del restaurante y hacerse cargo de la comida. Gastó todos sus ahorros más una suma que le prestó su primo, pero de nuevo tenía un negocio.

La pesadilla americana

Dos años duró el sueño americano de Óscar. A finales de enero de 2021 recibió una llamada a su celular. Era un número desconocido salvo por el código de área de su tierra natal.

“‘Qué milagro mi Oscarito, como te está yendo allá en el gabacho’, reconocí de inmediato la voz. era el Patrón, o al menos así le decían los narquillos que iban a mi negocio. El mismo que me exigió la cuota del 25 por ciento de las ganancias del restaurante y que luego me llevó las drogas para venderlas ahí. El que me reclamó que sólo le servía puros pellejos”.

Cuenta con vergüenza y un poco de humor para aliviar su propia tensión que se orinó en los pantalones cuando escuchó al Patrón.

No supo qué contestar, pero tampoco fue necesario. El criminal le dijo que se iba a encargar de cuidar a sus tías, pero que eso iba a costar dinero. ¿Cuánto puedes pagar?, le preguntó el Patrón a Óscar quien le dijo casi sin pensar la misma cifra que pagaba justo antes de huir.

“Estás bien pendejo. Ahora ganas en dólares, ganas más que esa miseria que ofreces”, dijo el sujeto que sólo añadió que, si sabía lo que le convenía a sus tías, le pusiera más a esa cuota. Lo dejó pensarlo y le dijo que lo llamaría en unos días.

Óscar de inmediato llamó a sus tías. No contestaron. Intentó una y otra vez hasta que lo logró. Agitado, les preguntó cómo y en dónde estaban. Su tía Mercedes, Meche, la mayor y quien dejó de trabajar en el restaurante por estar perdiendo la vista, le dijo que todo estaba bien, pero intuyó que algo pasaba. Así que sin dejar que Óscar se explicara, le pidió que no se preocupara.

“Male y yo ya estamos viejas, m’ijo. No te preocupes por nada. Pronto nos vamos a morir y ya no te vas a tener que preocupar por nosotras. Tu has tu vida allá y no te preocupes por nosotras. No regreses a este pueblo que sufre tantas desgracias”, le dijo la tía Meche.

Óscar cuenta que ofreció llevarlas con él, pero que se negaron a abandonar su hogar. “Son muy testarudas. Necias y tercas como las mulas. Así era mi mamá”, dice mientras trata de contener un llanto que parece de nostalgia.

“No se si sea para tranquilizarme o si es verdad, pero la tía Meche me dice que no la han buscado, ni amenazado y que no ha visto carros raros o cosas así cerca de su casa. Son lo único que me queda de mi mamá y no soportaría que por mi culpa les pase algo”.

Unos días después volvió a recibir la llamada del Patrón. Pidió una cifra, se la dio y dijo que no era suficiente. Estaban negociando por primera vez, algo que el narco nunca le dejó hacer cuando estaba en México.

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Para evitar sospechas, el criminal abrió cuentas bancarias a nombre de cada una de las tías donde recibe los dos mil 500 dólares que cada mes manda Óscar. Siempre en cantidades pequeñas y en fechas que decide el Patrón al azar.

Óscar no sabe cuánto tiempo podrá pagar antes de enfrentar la quiebra otra vez, pero de momento, se niega a dejar a sus parientes a merced de los criminales.

“Me da tristeza porque sé que esta gente no conoce límites, no tienen llenadera para su ambición. Sé de dos compas de por mis rumbos que andan pasando lo mismo. No sé si con el mismo narco o con otro, pero tienen que mandar feria para que no lastimen a su gente allá. Uno dejó a su esposa y a su niño chiquito porque no tuvo como traerlos con él. Es bien triste”.

En enero de 2021, Óscar pesaba 110 kilos y gozaba de relativamente buena salud. Ahora pesa menos de 85 kilos y no puede comer muchas cosas que le gustan, como carne o quesos, porque de inmediato tiene gastritis o reflujo. Está perdiendo el cabello y el estrés no lo deja dormir. Sólo piensa en sus tías y lo culpable que se sentirá si les llegara a pasar algo por no pagar.

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