Lo que se da no se quita, dice la cortesía popular. Entrada la nueva normalidad, el gobierno de la Ciudad de México deberá evaluar qué hace con las terrazas que permitió poner restaurantes y bares en calles y banquetas.
En la medida que los casos de Covid-19 van a la baja en todo el país, o más bien los estamos ignorando o dejando de contar, surge la pregunta si el acaparamiento de la vía pública por parte de restauranteros sigue estando justificada.
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Sin lugar a dudas la medida resultó en su momento un salvavidas para el sector restaurantero durante los días en los que la sana distancia impuso su tiranía, uno de los más golpeados por la pandemia junto al del entretenimiento presencial. Sobre todo ante un Gobierno federal que no quiso desembolsar cantidades significativas de dinero para evitar el cierre de empresas durante 2020, 2021 y 2022.
Cabe destacar que en la Ciudad de México se emitieron reglas relativamente claras para la instalación de terrazas dentro de los lineamientos de la estrategia “Ciudad al Aire Libre”.
Ahí se exigió a restaurantes mantener un aforo de 40% respecto a pre pandemia, incluyendo terrazas así como en el interior. Las mesas, en tanto, tendrían que tener una separación de 1.4 metros, limitarse a cuatro comensales y no juntarse.
Las ciclovías estaban exentas de invasión y las banquetas debían quedar con al menos dos metros libres para el paso peatonal.
Lo que hemos salido por un taco recientemente, que somos básicamente todos, sabemos que todo esto es letra muerta.
Restaurantes, banquetas y calles están hoy a máxima capacidad de aforo mientras que los peatones y ciclistas se han convertido en ciudadanos de segunda.
Aunque son –por mucho- de mayor uso ciudadano que un carro estacionado, las terrazas en calles y banquetas pueden generar condiciones agravantes como lo son olores, basura, ruido y especialmente saturación en el espacio público. A esto agregaría yo el impacto que los autos de estos comensales siguen generando en colonias de afluencia, pero magnificado ante la falta de estacionamiento.
Esta complicación la comparten urbes de la talla de Nueva York. Recientemente The New York Times vaticinó “el final del salvaje oeste de la industria restaurantera” con la llegada de la iniciativa “Open Restaurants”, la cual establecerá hacia finales de este año impuestos adicionales y disposiciones que formalizarán las miles de terrazas que han reducido el ya de por sí paupérrimo espacio disponible de la Gran Manzana. Se espera que éstas no desaparezcan del todo pero sí reducir su número así como llegar a una reglamentación que limite su impacto vecinal.
En la CdMx no hay una definición así hasta el momento. Se vive la inercia de la postpandemia auspiciada por un gobierno que no quiere problemas con el poderoso sector restaurantero.
Es entendible. Lo que era una medida para salvar empleos en restaurantes hoy se ha vuelto una fuente de mayores ingresos. De un año a otro los restauranteros aumentaron significativamente sus superficies de venta.
Y donde hay dinero nuevo van a haber resistencias para renunciar a él.
Se puede debatir la pertinencia de quitar las mesas para dejarles las calles a los automovilistas, que tampoco está alineado con un urbanismo moderno.
Sin embargo no se puede seguir así, bajo la Ley del Restaurante. La ciudad es para las personas.
Poner en orden a restaurantes no es un asunto que deba interesar solamente a vecinos privilegiados de Polanco, Condesa o Del Valle. El grado de organización del espacio público, tan peleado hoy, define la identidad de nuestras ciudades, así como el respeto que se le da tanto a peatones, como a vecinos y comensales.
Aquí hay una verdad y esa es que son pocos los que quieren vivir arriba de un restaurante con terrazas sobre la calle y bocinas con punchis punchis interminables.
El Estado de Derecho importa, aunque parezca beneficiar sólo a vecinos quejumbrosos.
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