Hay un mantra al que suelo recurrir cuando algún tema puntilloso se establece en la plaza pública y que hasta hace poco hacía perfecto sentido: "al momento no tengo los elementos informativos para emitir una opinión".
Hoy no tengo tanta certeza de que continúe vigente.
El Covid-19 se ha convertido en la olla de presión en la que nuestras diferencias se han ido acumulando para estallarnos a todos en la cara, en muchos casos con consecuencias violentas.
Durante este encierro como nunca han quedado al descubierto las diferencias de criterio sobre los sexos, las clases sociales, la religión, la política y la raza.
Arrinconados en nuestras casas, conectados ininterrumpidamente a los foros de opinión pública de las redes sociales y medios de comunicación, estas diferencias son el pan y el agua de cada día.
La velocidad con la que se genera la realidad y la consumimos nos expone a formular una opinión igual de rápido. Nadie nos obliga –espero– pero se siente como si así fuera.
En la vorágine en la que nos envuelve esta realidad polarizante, se nos ha olvidado que no tenemos que opinar sobre todo tema que se nos pone enfrente, al menos no de inmediato.
No sé si se deba a una necesidad de ser aceptado o reconocido por la colectividad, presión social o simplemente al ocio, pero las divisiones que esto genera son palpables.
En México, el presidente López Obrador viene a la mente como un buen ejemplo de lo que le expongo. Hay de dos sopas: el tabasqueño es un tirano comunista que debe ser eliminado de la faz de la tierra o es Cristo resucitado quien no conoce el error con su buena obra diaria. Uno es "moreno" o "fifi".
No existen tierras medias, uno debe elegir entre machista o feminista, racista o plural, homófobo o progresista, conservador o socialista.
Debo conceder que no asumir una postura específica puede ser un cheque en blanco para las injusticias de este mundo, pues callar cuando algo no se apega a los valores de democracia y derechos humanos es de alguna manera respaldar a quienes los violan.
Sin embargo, para llegar a la conclusión de que a veces callar es sostener a un status quo que daña a las mayorías se necesita de tiempo e información confiable.
No basta denunciar a los cuatro vientos que alguien es racista o macho. Hay que tener los argumentos para sustentarlo.
Entonces el tiempo para reflexionar y establecer una postura informada se ha vuelto un bien escaso, irónicamente en esta "Era de la Información".
Por ejemplo, esta columna es casi un lujo en ese sentido. Con periodicidad semanal, apenas se tiene tiempo de procesar la agenda pública y emitir una opinión más o menos informada, y aún así en cada publicación se siente que algún elemento que pudo enriquecerla quedó fuera del análisis.
Ya en este espacio hemos hablado de la Otra Guerra que se cierne sobre la humanidad en estos tiempos tumultuosos, que es la guerra entre la Opinión infundada y el Hecho.
El Hecho es la suma de los tiempos dedicados a la reflexión, la experimentación y para llegar a conclusiones. La opinión fast track a la que nos estamos acostumbrando no exige esto, ésta sólo se recarga en la magia y el dogma para justificarse a sí misma.
Con vergüenza confieso que me he descubierto escribiendo en redes sociales por las mañanas antes de recoger la arena de los gatos o besar a mi mujer. Opino, luego existo.
Y es que, con los nervios del mundo tan crispados en este momento, con masas vociferantes jaloneándose de un lado a otro hasta casi romperse, fijarse como neutral ante cualquier tema es ya cosa de radicales.
Es decir, vivimos en tiempos en los que la mesura es un acto de rebeldía.