Lo dijo primero el gobernador del Banco de México, Alejandro Díaz de León: "Es muy difícil anticipar la dinámica de este brote, estamos en territorios desconocidos".
El Covid-19 finalmente nos alcanzó y frente a nosotros hay un país de sombras cuyas fronteras no sabemos hasta dónde se van a extender.
Al momento de escribir esto, 93 casos habían sido confirmados cuando sólo dos días antes se contabilizaban 53. No me extrañaría que para cuando usted lea esto el número esté cercano a los 200.
Ya sea por una rápida expansión o un ajuste en la manera en la que la Secretaría de Salud está llevando las cuentas, la enfermedad va tomando natural inercia en el país. En tanto, la vida social, educativa y laboral se van apagando una a una con eventos masivos cancelándose, clases suspendidas y centros de trabajo enviando a hacer homeoffice.
Obviando la importancia de la higiene constante, el aislamiento es una medida vital para contrarrestar los efectos del Covid-19, al reducir la explosividad en la tasa de contagios.
Este encierro forzado o autoimpuesto representa una prueba atípica en su naturaleza y dinámica. Recuerda a un estado de guerra por las limitaciones y revelaciones que impone a la vida cotidiana.
Divide a las sociedades en bandos al dar vigencia al discurso marxista: la cuarentena es un privilegio de clase. Proporcionalmente al total de la fuerza ocupada de México, son pocas las personas que se pueden dar el lujo de quedarse en casa para trabajar o cuidar a los hijos. ¿Cómo evitar la incubación del resentimiento cuando parece que se envía al matadero o a la inanición a los menos privilegiados?
Revela en toda su ineficiencia e irracionalidad a nuestra sociedad de consumo. De acuerdo con datos de la OMS, el Covid-19 genera diarrea sólo en el 4% de los casos confirmados, es así que las hordas de gente paniqueada comprando carritos enteros de papel de baño lo deja claro. El rollo de papel por sí sólo no vale nada, lo que sí es la materialización del acaparamiento instintivo y egoísta que nos lanza a hacer el ridículo en supermercados y farmacias.
Nos enseña nuestra falta de educación y empatía. El aislamiento es importante no por la letalidad asociada al Covid-19 –la cual ronda el 3%–, sino por la limitada cantidad de camas de hospital de los sistemas de salud. Al ser altamente contagioso, el virus ha lanzado carretadas de gente con síntomas a hospitales de la noche a la mañana. Cuando estos se ven rebasados, gente vulnerable a la enfermedad deja de recibir tratamiento y es cuando la cosa se pone fea.
El argumento facilón de "no querer vivir con miedo" pierde vigencia en el momento en que se piensa en el otro, en el que podría no recibir atención médica o morir – marcadamente los adultos mayores– porque yo mismo estoy ocupando la cama de hospital.
También falta ponerle precio a esas vidas que se están salvando. Tenemos un gobierno que raya en la tacañería cuando de pruebas para el Covid-19 se trata, ya pedirle subsidios para empresas, comercios y trabajadores es un sueño guajiro. El encierro representa una sangría adicional a nuestra ya de por sí anémica economía, agobiada por el petróleo, el dólar y carencia de inversión.
Encerrarse, cuando es posible, es un acto de ciudadanía y buen gobierno. Y por eso no es fácil, porque es forzarse a una carestía del espacio, la bonanza, y de la experiencia no indispensable.
Terreno desconocido, pues.
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